El Hispano. José Ángel Mañas

Читать онлайн.
Название El Hispano
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия Arzalia Novela
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241827



Скачать книгу

lo sé, general.

      —Ve a informarte.

      Sentado en una silla plegable, Quinto Fabio Máximo volvió a cerrar los ojos mientras Cayo Mario se iba al foro en torno al cual ya instalaban sus tabernas los imprescindibles mercaderes que seguían siempre al ejército romano.

      A Máximo le afeitaba su barbero personal. Muchos legionarios se afeitaban, pero pocos disponían de un tonsor tan diestro como el que hoy afilaba la navaja de piedra laminitana, humedeciéndola con su saliva.

      El afeitado era uno de los cuidados personales que no perdonaba ningún patricio. En campaña uno podía renunciar a vestir la toga o visitar las termas, a no mudar de túnica o de indumentaria, pero jamás al afeitado.

      —¡Presta atención, que no quiero ningún corte como el que me hiciste ayer! —exclamó, viendo que el barbero se distraía con el ruido del foro y las letrinas cercanas.

      De Fabio Máximo se sabía que de joven tenía un sentido de la disciplina tan riguroso como el de su hermano. Como cónsul había prosperado y apoyado a Escipión en Roma de tal manera que algunos filósofos los ponían como ejemplo de amor fraterno.

      Y sin embargo, poco a poco, viendo que Escipión Emiliano alcanzaba una gloria tan superior que cada vez le hacía más sombra, algo había cambiado en él.

      A su vuelta a Roma se había dejado seducir por los placeres.

      Durante demasiados meses la influencia de los parásitos y las malas compañías permitió que su voluntad se debilitase. Y así había acabado germinando en él el peor de los vicios: la envidia.

      Ahora mismo, por encima de él, un puñado de grullas tempraneras surcaba el cielo en formación. Volaban hacia el mediodía. Emigraban en busca del calor, y Máximo las miró mientras cavilaba sobre cuestiones de intendencia de un campamento en el que, ya sabía, se quedaría todo el invierno.

       2

      Quinto Fabio Máximo rumiaba aún ciertos detalles cuando su decurión —aquel ecuestre que le quería robar Escipión, que siempre le alababa en público por la disciplina de sus hombres y el estado de las caballerías— se acercó a los legionarios y, tras conseguir que se retirasen a sus labores, regresó de nuevo. A su paso algunos soldados sentados en el suelo delante de sus barracones y tiendas o descansaban o se estaban afeitando al igual que su general. Pero el resto se ajetreaba en las zanjas o levantando los muros.

      —He hablado con los veteranos —dijo Cayo Mario—. El alboroto se debe a que han regresado al campamento los legionarios desplegados por la zona. Han bajado hasta el río. Al parecer han visto mujeres en la orilla, en el otro lado. Quieren autorización para volver y hacerlas prisioneras.

      —Sabes que eso no es posible, Mario.

      —Se lo he dicho, pero insisten en que os traslade su ruego. Dicen que lucharán mejor si pueden solazarse en los ratos de descanso. Se quejan de que llevan muchas horas seguidas trabajando sin descanso en las fortificaciones…

      Quinto Fabio Máximo sentía la mejilla irritada por la navaja. Pese a ello el afeitado le dejaba una agradable sensación de placidez y suspiró. Una vez despachado su barbero con un gesto, se puso en pie. Respiró profundamente. Se notaba malhumorado. Aquello había sido un motivo de desencuentro constante entre él y Escipión desde el principio de la campaña.

      A Máximo no le convencía la dureza y austeridad que Escipión imponía a las legiones.

      Como los hombres carecían de la disciplina y la moral necesarias, el cónsul los había sometido a entrenamientos especialmente enojosos, y aun así no acaba de confiar en ellos. Les había prohibido llevar cualquier objeto superfluo, hecho vender demasiados carros y animales de carga, obligado a muchos a cargar ellos mismos con sus equipos.

      No estaba permitida más vajilla que un asador, una marmita de bronce y un vaso, y debían comer en frío.

      Como abrigo, sobre la túnica y las protecciones, únicamente se les permitía el sago ibérico, muy adecuado, eso sí, al clima de estas tierras. Además, Escipión obligaba a los tribunos a deshacerse de sus lechos y a utilizar catres como cualquier legionario. Y por supuesto limpió los campamentos de prostitutas.

      Ese alarde de austeridad resultaba, a ojos de Máximo, pueril. Pero no había manera de hacer entrar en razón a su hermano. A veces lamentaba que los vínculos que los unían fuesen tan inamovibles.

      —Diles que lo hablaré con Escipión, pero no les garantizo nada. Él dicta la ley aquí. Tiene la autoridad del Senado. No obstante, volveré a insistir —concedió.

      Y levantó la vista. El sol empezaba a declinar. Los hombres descargaban de las mulas provisiones y equipamientos. La mayoría seguían trayendo piedras para los muros del campamento.

       3

      Idris se mostraba cada vez más meditabundo.

      Bastaba con subirse a la muralla para atisbar bajo el cielo todavía claro el cerro sobre el que los romanos habían fijado su primer campamento y la empalizada de estacas bien visible que bajaba hasta alcanzar un segundo cerro camino del río Merdancho. Este otro cerro, se fijó, lo ocupaban ya guerreros númidas que llevaban consigo una decena de enormes bestias sobre las que los lanceros hacían guardia mientras otros trabajaban.

      Dado que la casa del herrero estaba pegada a la muralla, lo primero que había hecho después de dejar sus cosas, al llegar, había sido subir a echar una ojeada. Allí recordó el final de la batalla contra Nobilior, cuando los elefantes enloquecieron al pie de la muralla y los romanos se retiraban vencidos. Entonces habían salido en persecución del enemigo. Durante la desbandada, al ver un tribuno romano caído ante él, Leukón le había cogido del brazo.

      —¡Córtale la mano derecha y la cabeza! ¡No puedes dudar ante un romano! ¡Mírale, maldita sea! ¡Y ahora mírame a mí, y no olvides que ellos no tendrán compasión cuando se apoderen de tus tierras y de tu mujer!

      Otra vez le asaltaban demasiadas imágenes, demasiados recuerdos. Eso era lo que implicaba el regreso. ¿Tenía sentido? ¿Iba a merecer la pena?, pensó, sacudiendo la cabeza. Espantó los pensamientos. Lo único que tenía que hacer, ya que nunca podría amarlo o respetarlo, era tolerarlo. ¿Tan difícil era?

      Mientras reflexionaba se le acercó un guerrero que hacía la ronda por lo alto de la muralla.

      —Salud —dijo el vigía, al cruzarse con él con paso tranquilo.

      —Salud —respondió Idris.

      Los dos hombres mantenían la vista puesta en la empalizada que construían los romanos, pero, como todos en la ciudad, no comentaron nada al respecto.

      Pese a ello, hacía ya un par de días que todos los numantinos afilaban sus espadas y revisaban escudos y cascos. Muchos comprobaban el estado de los caballos que pacían en los establos o fuera de las murallas y las provisiones de trigo y cebada almacenadas en las alacenas y graneros y agrupaban sus animales.

      Aunque el nivel de los aljibes era bajo por el estío, pronto se llenarían con las lluvias otoñales.

       4

      —Ahora entiendo por qué han dejado de llegar los mercaderes vacceos —observó Kara cuando Idris estuvo de vuelta.

      Kara era la hija del herrero muerto, y en su corta vida había demostrado un tremendo carácter. No solo osaba llevar el pelo tan corto como algunos hombres, sino que desde el principio se negaba a aceptar un marido, pese a que hacía tiempo que dejó atrás la pubertad y que la costumbre lo recomendaba.

      A Kara le daban igual las murmuraciones de las viejas y los viejos a su paso.

      Al morir su padre, se había negado en redondo a mudarse con ninguno de sus cuatro o cinco tíos, los hermanos