Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot

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Название Espérenme que ya vuelvo
Автор произведения Teodoro Boot
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878646633



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las manos.

      Eso decía Miguel, que tenía un puesto de diarios en la avenida y era socialista.

      Miguel aparecía en el bar por las tardes, después de cerrar el kiosco, siempre de mal humor. Entraba por la puerta de la ochava y, sin saludar a nadie, iba derechito hacia una de las mesas del centro del salón, donde luego de pedir un especial y un vaso de clarete, abría ostentosamente un libro y fingía una aún más olímpica indiferencia a la cháchara del Mudo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culaciati.

      Desde la curva del mostrador, las eternas discusiones del Mudo, el Pelado y los hermanos Culaciati llenaban el bar como el rumor de una música funcional. Nadie les prestaba la menor atención. Excepto Miguel.

      Abría el libro, separaba una mitad del sandwich, y apenas daba el primer bocado ya estaba parando la oreja al rumor proveniente del mostrador.

      La mayoría de las veces, aun antes de tomar un trago de vino, Miguel ya se había puesto de pie e increpado a alguno del grupo, o a todos, sin distinción. Era socialista, ya saben, y no hacía discriminaciones: para Miguel, todos los hombres del mundo eran igual de pelotudos.

      Ahí radicaba el principal problema de la humanidad —fue Miguel el primero a quien escuché esa palabra—: en la facilidad con que la mayoría era engañada por los curas y los demagogos.

      Últimamente, parecía haberse olvidado de los curas, pero seguía dando la lata con los demagogos. O El demagogo.

      Todo era culpa de un demagogo en particular, desde su prematura calvicie y sus dolores de pies hasta los sabañones que lo torturaban en las frías madrugadas de invierno. Por obra del demagogo, ya nadie quería trabajar. El demagogo había hecho de los obreros una manga de cafiolos vidalita incapaces de ensuciarse las manos.

      De Santis nunca había prestado atención a las violentas polémicas entre Miguel y el mundo, personificado en ese ser monstruoso de cuatro cabezas y ningún cerebro que se pasaba las horas acodado al mostrador, pero como chofer y responsable del interno 1156, no habría tenido inconvenientes en admitir que, en todo aquello que se refiriera a la dedicación y conocimientos de los mecánicos automotrices, Miguel tenía toda la razón.

      A la hora de engrasarse las manos, los mecánicos del depósito de José Martí mostraban los remilgos de un escribano. Quienes vivían cubiertos de grasa eran los vecinos.

      De Santis no había tenido problemas con los vecinos, pero a Gradilone le habían tirado un balde de agua desde una terraza.

      Gradilone era un chofer alto, flaco, con un cigarrillo permanentemente detrás de la oreja. Empapado, tomó el cigarrillo, ya inservible, lo arrojó a la cuneta y miró hacia arriba.

      —¡A ver si se dejan de joder de una buena vez! —gritó una vieja. Y después le tiró el balde.

      Gradilone fue a buscar al vigilante de facción, que apenas podía contener la risa, pero que levantó en peso a la mujer, amenazándola con remitirla a Orden Político, una repartición policial de negra reputación.

      Gradilone comentó el incidente, satisfecho. La vieja se había pegado tremendo julepe.

      Ahora, en cambio, el vigilante no la asustaría con orden político: se limitaría a acusarla de peronista ante una de las tantas comisiones investigadoras que daban vuelta como una media al régimen depuesto en pos de rastros de corrupción política, económica o moral.

      Algo de eso le decía el Chancho, después de salirle al paso en Culpina y Rivadavia y preguntarle, de modo algo retórico, si era un tarado auténtico o acaso fingía.

      Pero el Chancho no se detuvo ahí.

      —¿Querés que me metan en cana?

      De Santis estaba genuinamente desconcertado, por lo que llegó a pensar si el Chancho no tendría razón al sospechar de su capacidad mental.

      —¿O no sabés que hay una ley? —insistió el Chancho.

      De Santis sabía: no había una, sino cientos, miles de leyes, pero a él apenas si le interesaban las de tránsito.

      El Chancho se lo tomó a la tremenda

      —Está bien —dijo—, hacéme llevar por la policía o que me agarren los comandos civiles. Pero después no te quejés si te pasa algo, contrera de mierda.

      Y dicho esto, bajó imprevistamente a la calzada y se cruzó delante del interno 1143. El chofer clavó los frenos y el Mack patinó una decena de metros. A último momento el Chancho alcanzó a saltar al refugio del tranvía y permaneció temblando, ciego de ira y muerto de miedo, mientras De Santis retomaba su camino.

      Friedman llegó veinte minutos más tarde, cuando ya el Mack se encontraba en plena faena de echar humo y aceite sobre los adoquines de José Martí. Estaban cubiertos de una capa de grasa tan espesa que cruzar la calle se volvía una hazaña temeraria.

      Para asombro de De Santis, Friedman la llevó a cabo con facilidad.

      No era tan torpe como parecía. Ni, mucho menos, tenía un pelo de tonto, lo que a veces incomodaba a De Santis, quien lo había tomado bajo su protección. Pero no se arrepentía: canijo, tímido e increíblemente feo, su compañero tenía serias dificultades para sobrevivir en el mundo, por más que su aire desgraciado encubriera una gran inteligencia, inusitadas habilidades para el ajedrez y conocimientos que De Santis no cesaba de admirar.

      Friedman desaparecía todos los días en la misteriosa biblioteca del club Ciencia y Labor, a ocuparse váyase a saber de qué cosas. Y leía el diario, de punta a punta, no como De Santis, que apenas si le echaba una ojeada a las páginas de fútbol los lunes y, ya con más atención, al comentario de las peleas del sábado en el Luna Park, donde destacaban, a fuerza de piñas y hematomas, los nombres de Prada, Gatica, el Zurdo Lausse, Cirilo Gil y, por sobre todo y todos, Pascualito.

      Le relató a Friedman el incidente que había tenido con el Chancho. Friedman, como siempre, sonrió con timidez.

      —No se puede decir “Perón”, “peronista”, “peronismo”, justicialista”, “Tercera Posición”, “P.P”, “J.P” y no me acuerdo qué más.

      —Dejáte de joder —rio De Santis. Colocó la primera y el ómnibus avanzó sacudiéndose sobre el adoquinado de José Martí.

      Friedman pareció dudar, pero al fin se dejó caer en su asiento. Desde ese momento guardaría un estricto silencio.

      De Santis se concentró en el tránsito, lo que es un modo de decir. Mientras conducía, su mente se desdoblaba en planos enigmáticamente interconectados, de manera tal que podía llevar la asmática mole de Liniers a Retiro y de Retiro a Liniers sin tropiezos, mientras su imaginación volaba, de acuerdo a su humor, hacia el rostro de Verónica Lake, sugestivamente oculto tras una larga melena, la prodigiosa zurda de Eduardo Lausse, la sobria prestancia de Nappe, centrojás y patrón de Argentinos Juniors, las piernas de Inesita, la hija de doña Carmen, enfundadas en las medias tres cuartos del uniforme del colegio de monjas, los bailes de Villa Sahores y la multitud entre la que buscaba a Raquel, la rusa tetona de la calle Carranza, hasta toparse con sus grandes ojos celestes, que se le ofrecían, con todo lo que tenían alrededor, a espaldas de Alberto Culaciati, novio oficial de la rusa y único ser del universo que no le había metido mano debajo de la falda en el zaguán de la profesora de piano.

      Raquel estudiaba piano con la señorita Stella, una romana alta y siempre elegante, embutida en su traje sastre, que vivía en una casa con frente de mármol. En el barrio se decía que había sido amante de Mussolini. Y que le gustaban las chicas.

      De acuerdo a su humor, De Santis también podía ver a la señorita Stella metiendo mano bajo la falda de la rusa Raquel. Pero, más que a la rusa, la señorita Stella y Verónica Lake, adonde con mayor frecuencia se dejaba llevar era hasta el salón del Tibidabo.

      En estado conciente, De Santis se llevaba solo, en el tranvía, hasta el Tibidabo, tres o cuatro veces a la semana, a escuchar a Troilo, aplaudir a Floreal Ruiz, bailar algún tango y coquetear, también él —¿por qué no?—