Название | Espérenme que ya vuelvo |
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Автор произведения | Teodoro Boot |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878646633 |
Por el espejo interno, De Santis se entretenía observando la reacción en cadena que la inquietud de Friedman desataba entre los pasajeros, los más descuidados, revisando con nerviosismo sus bolsillos en busca del boleto “correspondiente al día de la fecha”, como decía desdeñosamente el Chancho cuando alguno le alcanzaba uno de la jornada anterior o de váyase a saber de cuándo. Muchos pasajeros tenían la absurda costumbre de conservar los boletos en los bolsillos, donde terminaban entremezclándose varios. Otros, más cuidadosos, los plegaban con esmero para sujetarlos al anillo; algunos, con ostentación, en el dorso del dedo, mientras los más avispados preferían sorprender al Chancho extrayéndolos del interior de sus manos y, sin siquiera mirarlo, alcanzárselo con gesto displicente.
—Muy bien —decía el Chancho, luego de picar el boleto, pero De Santis alcanzaba a percibir su contrariedad: el mayor placer del Chancho era verduguear a todos, pasajeros, guardas y choferes. Especialmente a Friedman.
Esa tarde los paró en Loria y Rivadavia, subió al Mack y luego de firmar la planilla de horarios, comenzó a controlar la boletera de Friedman, que temblaba. Por más que De Santis le hubiera explicado mil veces que el control de la numeración de los boletos era únicamente para verificar que los pasajeros no se hubieran pasado de sección, Friedman temblaba tanto que hasta quienes conservaban sus boletos cuidadosamente plegados en los anillos empezaron a sentir una vaga inquietud. A Friedman le correspondía temblar —le había dicho De Santis— al término del turno, en el momento de entregar la recaudación. Pero Friedman afrontaba esa prueba con serenidad: jamás había dado un vuelto equivocado.
Algo le pasó a De Santis esa tarde, algo que no conseguiría explicarse, cuando el Chancho gozaba, casi eróticamente, del absurdo nerviosismo de Friedman. La escena se había repetido cientos de veces a lo largo de los dos últimos años y a De Santis jamás se le había ocurrido intervenir: era el chofer, un robot programado para acelerar cuando Friedman gritaba “¡Dale!”, y para detenerse en la siguiente parada al oír sonar la campanilla que los pasajeros accionaban tirando de la soga. El aislamiento, la deshumanización de De Santis estaba signada por el Primer Mandamiento de la Secretaría de Transportes, inscripto con letras de molde en el gran espejo que se extendía todo a lo ancho de la carrocería por encima de los dos parabrisas del Mack, como un precepto grabado en el frontispicio de un templo griego:
“Prohibido hablar con el conductor”
De Santis agradecía a la Secretaría de Transportes la interdicción, que lo libraba de contestar preguntas estúpidas o de dar consejos sobre el mejor lugar donde bajarse para llegar a determinada dirección. Para eso estaba Friedman, que no hacía otra cosa que cortar boletos y dar vueltos, absteniéndose de intercambiar con él palabra alguna, aun cuando se dirigían vacíos y fuera de servicio hasta el depósito de José Martí. Por más que De Santis le hiciera una pregunta o formulara en voz alta algún comentario en la esquina de Lacarra y Rivadavia, Friedman le respondía invariablemente media hora después, apenas dejaban el Mack en el depósito.
De Santis se había habituado y disfrutaba del silencio, la reconcentración y el aislamiento, prestando apenas un interés estrictamente profesional a todo cuanto sucedía a su alrededor. Razón de más para que no consiguiera explicarse qué le había ocurrido esa tarde cuando, como siempre, el Chancho comenzó a gozar sádicamente del nerviosismo de Friedman.
—No sé qué me pasó —dice, como si yo fuese capaz de entender el motivo de su preocupación—. Me di vuelta y le grité al Chancho: “¿Y? ¿Cómo anda hoy el compañero peronista?”.
El Chancho palideció, mientras todos los pasajeros se volvían hacia él. De Santis había advertido, semanas atrás, que Martínez ya no lucía en la solapa del uniforme el colorido escudo justicialista: lo había reemplazado con una escarapela. Luego de la revolución libertadora y democrática que había llevado a Perón —con la invalorable ayuda del propio De Santis— hasta Puerto Nuevo, que el Chancho se quitara el escudo partidario parecía muy razonable, pero lo de la escarapela ya era una exageración.
—¿Qué hacés? ¡Callate! —siseó el Chancho, con los ojos desorbitados y enrojecidos de uno de los conejos que mi tío criaba en la terraza.
Mi tío Rodolfo criaba conejos en la terraza. Como lo oyen.
—Ni vencedores ni vencidos —saludó De Santis al tiempo que colocaba la primera. El Mack se impulsó hacia delante con brusquedad, haciendo trastabillar al Chancho que, para no caer, tuvo que aferrarse del brazo de Friedman. En cuanto recuperó el equilibrio, dio un paso hacia De Santis.
—Dejame acá.
De Santis se detuvo recién en la parada y el Chancho pudo al fin bajar del Mack, con el rostro arrebatado y cubierto de transpiración.
Los pasajeros permanecieron en silencio, mirando hacia la calle a través de las amplias ventanillas. El ómnibus volvió a recobrar animación una vez que en Plaza Miserere se renovó parcialmente el pasaje, poblándose con voces provincianas.
—¡Qué susto le metí! —rio De Santis más tarde, en el bar de mi tío. Meneó la cabeza—. No era para tanto.
Supongo que no, pero esto lo digo ahora, recordando que, si bien hacía calor y estábamos de vacaciones, todavía no había empezado el verano. En ese momento no dije nada, concentrado en pasar el trapo rejilla sobre la mesa y, tal como me había explicado mi tío Rodolfo, secar la base del vaso de agua antes de dejarlo junto al café, en el que ya De Santis disolvía el terrón de azúcar. Por otra parte, De Santis no me había hablado a mí, sino a Friedman.
De regreso del trabajo, De Santis se detenía invariablemente en el bar de mi tío, a tomarse un café, o un vermú. O ambas cosas. Pero siempre tomaba el café antes del vermú, lo que hacía reír a mi tío, para quien De Santis era un tipo raro, precisamente por su hábito de empezar con el café y terminar con el aperitivo. Si mi tío no me lo hubiera dicho, yo tampoco me habría dado cuenta de eso, porque no me daba cuenta de nada.
Me lo dijo, así, como al pasar, mientras lo ayudaba a secar los pocillos y cucharitas y vasos y platitos de ingredientes que se habían acumulado en la pileta en uno de esos momentos en que a medio barrio se le daba por entrar al mismo tiempo al café.
Desde entonces, había tratado de acercarme lo menos posible a la mesa de De Santis y lo estudiaba desde lejos, con disimulo. Fue así como vine a descubrir que a veces hablaba solo. Nunca supe exactamente cuando tuvo lugar ese descubrimiento que, al fin de cuentas, no era tan importante: mucha gente hablaba sola entonces, cuando los años pasaban, livianos, quietos, repetidos, no existían los teléfonos celulares para que los locos pudieran disimular que hablaban solos y la monotonía era apenas rota por acontecimientos como la fogata de San Pedro y San Pablo o el final de las clases, cuando me instalaba en casa de mi tía, a leer cuanta revista de historietas encontrara en la pieza de la terraza, y ayudar a mi tío en el bar.
Lo mejor que podía ocurrir era que mi tío Rodolfo me dejara atender las mesas, eso sí: durante la mañana o la tarde, cuando “el ambiente” era bueno y todavía no habían llegado los borrachos, los calaveras y las mujeres noctámbulas, siempre bien arregladas, de polleras estrechas, medias de punto y zapatos de tacón alto, a las que, sentado en la escalera con una revista sobre las rodillas, veía atravesar el patio, rumbo al baño. El de “señoras” era el de la casa; el de hombres estaba en el bar: una letrina inmunda que no sé si alguien limpió alguna vez. Era misión bélica de Pablito Serún, polaco o rumano, uno de los varios borrachos de los que mi tío se apiadaba dándoles alojamiento temporario en la piecita de la terraza a cambio de que de tanto en tanto barrieran el local y limpiaran la letrina.
Toda la ropa de Pablito Serún había sido de mi tío, que lo primero que hizo cuando lo encontró tirado en la vereda, en un charco de orín y vómito, fue obligarlo a tomar un baño, prepararle un especial de crudo y queso y quemar toda la ropa