Название | Espérenme que ya vuelvo |
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Автор произведения | Teodoro Boot |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878646633 |
Excepto Friedman, todos escucharon al Pelado como quien oye volar a una mosca, nadie hizo comentario alguno y rápidamente el Mudo cambió de tema. Para entonces Friedman temblaba y moqueaba ante la indiferencia de De Santis, que ni parecía haber escuchado al Pelado ni reparaba en la nerviosa, desagradable y presumo que antihigiénica reacción de Friedman.
Friedman le echaba los mocos en el vermú y De Santis como si nada.
Al recordarlos a ambos trajeados como para dirigirse a la milonga o a un casamiento, entiendo por qué: en un ratito saldrían rumbo a Vicente López. De Santis no había conseguido averiguar la dirección de la casa de Zully Moreno, de lo que Friedman se enteraría demasiado tarde poder para echarse atrás.
Bien mirado, Friedman no podía echarse atrás porque De Santis lo sujetaba del brazo.
—Pará, ruso; no hagás escándalo, que vamos a terminar en cana —rezongó De Santis en el ya desierto andén de la estación Vicente López.
La advertencia no contribuyó a tranquilizar a Friedman, de por sí reacio a pisar una comisaría, con más razón si era involuntariamente y por peronista. No podía imaginar nada peor. Pero por más esfuerzos que hiciera por soltarse, De Santis lo sujetaba con cada vez más firmeza.
—Nos van a meter presos por peronistas —moqueó y salivó sacudiendo la cabeza.
—Capaz que hasta te mandan a la comisión investigadora —dijo De Santis, que había empezado a leer en los diarios algo más que la página de box.
—¡Dejate de joder!
—Dejate de joder vos, ruso de mierda. ¿Quién carajo te va a investigar a vos?
Cuenta De Santis que la idea de una exhibición pública de las dos corbatas de Friedman en su pieza de la pensión de Juan Agustín García y Zamudio lo hizo morir de risa. Y también a Friedman, quien, ya más calmo, le preguntó cómo harían para encontrar la casa de Zully Moreno.
—Todo el mundo la conoce, Fríman. Si hasta a vos te pueden encontrar, preguntando en el barrio.
—¿Y no será sospechoso, che?
De Santis hizo una mueca sobradora.
—¿Por qué? Podemos ser admiradores. O decir que sos un director de cine, polaco, o algo así.
—Norteamericano —propuso Friedman.
De Santis volvió a reír. Había un secreto que compartían, y que después De Santis compartiría conmigo, abusando de la resignada paciencia de Friedman. El padre de Friedman había emigrado de Letonia, Estonia, Lituania o por ahí (Friedman nunca había conseguido saberlo con precisión) rumbo a los Estados Unidos. Tras cruzar la Pomerania y Prusia, se embarcó en Hamburgo. Hablaba ruso y algo de idish. Del alemán sólo había conseguido aprender “Amerika”.
—Amerika —dijo al empleado de la compañía naviera.
El empleado asintió.
—Amerika.
Moshe Friedman ascendió de inmediato al buque y con su esposa, y una pequeña niña que falleció poco después, víctima de la pulmonía que había contraído hacía ya una semana, se dirigió directamente a las bodegas para los pasajeros de tercera clase, aguardando con ansiedad la partida del enorme vapor con destino a América, del sur.
Moshe Friedman nunca aprendió el español y su esposa y su hijo jamás tuvieron el ánimo suficiente para revelarle que esa ciudad en la que había encontrado refugio y montado un pequeño taller de joyería en un conventillo de Villa Crespo, no era Boston.
A su manera, Moshe había realizado su sueño.
—Un director norteamericano, entonces —convino De Santis. Y sin soltar el brazo de Friedman se dirigió hacia una parada de taxis, en la calle paralela a la estación.
En ese mismo momento, mi primo y yo, muertos de miedo, leíamos Nazareno Cruz, el lobo, en el Intervalo, acodados en la mesa de la cocina donde mi tía freía milanesas. Mi tío Polo había terminado de bañarse y se peinaba frente al espejo del patio. Se había vestido para salir, de lo que —atrapado por la maligna fealdad de La Lechiguana— no me di cuenta sino hasta que Polo corrió hacia las escaleras y, con sorprendente agilidad, trepó a la medianera y saltó a la casa de don Remigio.
6
Me pregunto si cuando el tío Polo trepó a la medianera mi primo y yo leíamos Nazareno Cruz o acaso alguna otra historia igualmente terrorífica. También me pregunto si eso ocurrió la misma noche en que De Santis y Friedman deambulaban por Vicente López en busca de la casa de Zully Moreno, porque bien pudo suceder unos meses después.
De alguna manera, esos cuatro incidentes, por así llamarlos, aparecen asociados en mi memoria como partes de un mismo acontecimiento. Nazareno Cruz era un radioteatro de mucho éxito y había escuchado varios episodios —o lo estaba escuchando esa noche mientras mi primo y yo leíamos alguna otra historia acodados en la mesa de la cocina—, muerto de miedo, pero sin entender muy bien qué era lo que pasaba.
Para seguir la trama de un radioteatro no había que perderse ninguno de los episodios. Mi tía alcanzaba a escucharlos todos, porque la trasmisión coincidía con el momento en que trajinaba en la cocina, antes de la cena. Pero con mi primo muchas veces nos demorábamos en la calle, jugando al fútbol, a la escondida o un cabeza con la Pulpo, la pelota de goma.
A pesar del miedo que me metían los alaridos de La Lechiguana, entendí la historia recién al leerla —también por episodios— en el Intervalo, y eso bien pudo haber ocurrido un par de meses o años más tarde.
Nazareno era séptimo hijo varón y, por ende, lobisón: en las noches de luna llena se convertía en lobo y asesinaba personas, arrancándoles las entrañas. Como si eso no fuera suficiente complicación, se había enamorado de la hija de un rico.
No sé si esa noche era de luna de llena ni si mi tío Polo estaba enamorado, pero no bien escuchó los ruidos en la puerta de calle, al final del pasillo, también él se convirtió en lobo.
Alcancé a verlo pasar frente a la ventana de la cocina. Cruzó el patio, trepó por la escalera que llevaba a la terraza, a mitad de camino dio un salto, se sentó sobre la medianera y desapareció en el patio de la casa de don Remigio justo en el mismo momento en que un grupo de policías irrumpía violentamente en el pasillo. Venían desde la calle.
La puerta de calle era de chapa, con postigo de vidrio, que se quebró al golpear contra los cajones de cerveza apilados contra la pared.
Al escuchar el ruido, mi tía salió al patio, limpiándose las manos en el delantal y diciendo algo así como “¡Ehh! ¡Iiii! ¡Ehh! ¡Iiii!”, mientras los policías corrían en fila india y a los gritos, a lo largo del pasillo angostado por los cajones de cerveza.
Mi primo y yo dejamos de leer, pero nos quedamos inmóviles en nuestras sillas frente a la ventana del patio, como figuras en un retrato. Si me parece verme.
Eso hubiera sido imposible, sin duda, a menos que mi mente o mi espíritu se hubiesen transportado hasta el cuerpo de uno de los policías que ya se desplegaban en el patio, tal vez al de ese que se nos quedó mirando, por un instante casi eterno.
Como Friedman, descreo que esos fenómenos puedan tener lugar, aún hoy, con todo lo que pasó.
Me resulta extraño, entonces, evocar la escena, en la que además de los policías rodeando a mi tía y metiéndose a hurgar en las piezas, me veo a mí mismo, pálido, con los ojos muy abiertos, en la ventana de la cocina. Y si ese recuerdo es un recuerdo ajeno, no es de mi tía, que a partir de ese momento quedó como un poco tonta, olvidaba cosas y se perdía en la calle.
Muchos años después mi tía sufrió un infarto cerebral que le fritó unos cuantos miles de neuronas. Presumo que