Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot

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Название Espérenme que ya vuelvo
Автор произведения Teodoro Boot
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878646633



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de Trabajo controlando los aportes patronales, condiciones laborales y, más que nada, el trabajo de menores, era por diversión y por las propinas. Todo el mundo me dejaba propina. También De Santis, aún después de que se le diera por hablar solo.

      Lo noté durante las vacaciones, uno de los tantos veranos que seguían al periodo escolar, aunque ese año en particular había tenido lugar un suceso verdaderamente extraordinario: Argentinos Juniors acababa de ascender a primera. No había otro tema de conversación en el barrio, si bien en algún momento del verano, después de que a De Santis se le dio por hablar solo, escuché a mi vieja y mi tía bajar la voz al mencionar a mi tío Polo, que también vivía en la casa.

      Mi tío Polo era ferroviario. Y tenía un taxi, un Mercedes Benz 170 D. Los había traído de Alemania un tal Jorge Antonio y el gobierno se los había dado a crédito a los acomodados. Así lo oí y así lo repito.

      —Polo es peronista, ya sabés —le escuché susurrar a mi tía.

      Mi vieja asintió, en silencio. Debía ser como la tuberculosis, o algo peor: la parálisis infantil.

      Si bien el brote más furibundo de la epidemia se desataría en el transcurso de ese mismo año, unos meses después, la parálisis infantil había formado parte de nuestras vidas desde que tengo memoria.

      De parálisis había muerto la hija de una vecina, a la vuelta de mi casa. Por eso —así lo creía entonces— pasaba los veranos en lo de mi tía, y los troncos de los árboles eran pintados de blanco y mi vieja y mi tía y todas las mujeres lavaban los patios con acaroína y echaban acaroína en las rejillas, en los inodoros, en las piletas de las cocinas.

      El mundo apestaba a acaroína.

      Así y todo, no pasaba día sin que un chico se enfermara. A veces, era uno del barrio, un pariente, un conocido. Entonces había que bajar la voz y hablar en susurros, como cuando mi tía le recordó a mi vieja que el tío Polo era peronista.

      Eso no era algo que se dijera de De Santis, ni nadie se refería a él bajando la voz, por más que hablara solo, lo que no parecía motivo de alarma ni de sorpresa. Pero todos se reían de su costumbre de tomar el café antes del aperitivo. Hasta Friedman se reía.

      Por lo general, Friedman y De Santis bajaban juntos del tranvía en el puente de la avenida San Martín y siempre juntos —De Santis, expansivo, extrovertido, gesticulante, bromeando a costa de Friedman, y Friedman, parco, con su eterna media sonrisa apenas visible debajo de su gran nariz cubierta de pecas y verrugas— caminaban por Lascano hasta el bar de mi tío.

      Cada tanto, Friedman cedía ante la insistencia de De Santis, se sentaba en la mesa de la ventana y, tras pedir una grappa Chissoti, se reía del hábito de su amigo de tomar el café antes que el vermú. Pero la mayoría de las veces, al menos al regresar del trabajo por la tarde —que es lo que me consta— y no cuando lo hacían al mediodía o de noche, Friedman doblaba por Gavilán y se me perdía de vista.

      Cuando se instalaban juntos en el bar, De Santis también hablaba solo, pero en voz alta. Friedman jamás decía nada, limitándose a asentir o a sonreír o a murmurar algún monosílabo, para mí, que permanecía cautelosamente alejado, inaudible.

      Que recuerde, De Santis hizo silencio una sola vez. Pablito Serún, el borracho, contestó el teléfono, como hacía siempre. Mi tío no le prestaba la menor atención al teléfono y si era por él, podía sonar durante horas sin que se diera por enterado. No exagero al decir que en muchas ocasiones, en especial antes de la incorporación de Pablito a la grey hogareña, el Mudo, el Pelado, Alberto y Carlitos Culaciati (¡cómo olvidar ese apellido!) o cualquier otro de los que tenían al bar como segundo hogar y, aunque no se les conociera ocupación, también como oficina; los que se pasaban el santo día en el bar, pasaban detrás del mostrador para contestar el teléfono, acabar con el molesto ring-ring de la chicharra y de paso manotear algún peso del cajón ante la indiferencia de mi tío.

      No es que no se diera cuenta. Sospecho que dejaba un poco de cambio chico, siempre a la mano, para que el Mudo, el Pelado o los hermanos Culaciati se lo robaran. Total, volvían a gastarlo en consumición. Era una manera de invitarlos sin sentar precedente.

      Esa vez, el teléfono sonaba y Pablito Serún se bamboleó en dirección a la repisa, arrastrando las pantuflas marrones, apelmazadas, asombrosamente sucias, que habían sido de mi tío y salvado por milagro de las periódicas campañas antisépticas que mi tía llevaba a cabo en el cuartito de la azotea.

      Menos De Santis, siempre locuaz, que cuando no bromeaba a costa de Friedman decía piropos a las señoras que pasaban por la vereda, todos en el bar dejamos de hacer lo que estábamos haciendo y prestamos atención a la escena. El cerebro estragado por el alcohol de Pablito y su dificultad para el castellano eran una combinación infalible.

      El teléfono era de vela, o candelabro, negro y pegajoso.

      Ustedes dirán que la cualidad de lo pegajoso no puede ser advertida por el sentido de la vista sino por el del tacto, pero eso es porque no vieron el teléfono de mi tío, percudido por la mugre, con tantas huellas digitales impresas como las del archivo del departamento de dactiloscopia de la Federal.

      Mi tía jamás entraba al bar. La limpieza del bar estaba a cargo de mi tío y de Pablito Serún. Y mi tío, ya saben, ignoraba olímpicamente al teléfono, que había pasado a ser de la exclusiva incumbencia de Pablito. Imagínense.

      Pablito tenía dificultades con las distancias, tal vez debido a trastornos oftalmológicos o cerebrales, o directamente alcohólicos. Manoteaba el auricular de lejos y, en vez de arrimarse a la boquilla, se echaba hacia atrás. El bamboleo era parte esencial, constitutiva, de su personal sistema de conservar el equilibrio, pero al atender el teléfono siempre se echaba hacia atrás. Ahí empezaban los gritos, con el primer “Hola”.

      De acuerdo a su experiencia, todos los que llamaban a ese teléfono eran sordos. Pero en tanto ese primer “Hola”, gritado desde más de medio metro de distancia de la boquilla, era inmediatamente seguido de las carcajadas, los abucheos y la rechifla del Mudo, el Pelado, Carlitos y Alberto Culaciati y a veces hasta los de Aníbal —el agente de policía de la cuadra, que recalaba en el bar para tomarse una copa después del servicio— Pablito se veía obligado a seguir aumentando el volumen de sus gritos, ya no para hacerse oír, sino para escucharse a sí mismo.

      En esa oportunidad, sin embargo, se produjo el milagro: descolgó el auricular y se bamboleó hacia delante.

      —Hola —gritó con la boca pegada a la boquilla.

      Se bamboleó hacia atrás, soltó el auricular, que quedó colgando del aparato, y siguió bamboleándose hasta el final del mostrador.

      —¡Deisanti! —gritó— ¡Taléfono!

      De Santis alzó las cejas y se señaló el pecho con el pulgar. No era de los que daban el número del bar para que los llamasen y, hasta donde yo sabía, jamás lo había hecho nadie.

      —¡Taléfono! —insistió Pablito Serún, ya casi desentendiéndose del asunto.

      De Santis se puso de pie y atravesó el salón, mostrando su asombro a la concurrencia. Entonces Pablito agregó:

      —¡Is Pirón! ¡Queire hablar con vos o con Fríman!

      De Santis se detuvo en seco y palideció. Más allá, pude ver como Friedman comenzaba a temblar. Luego de un segundo de vacilación, De Santis bajó la vista y caminó en silencio hacia el mostrador mientras todos festejaban la insólita ocurrencia del borracho.

      3

      —¿Te volviste loco?

      El Chancho le había salido al cruce en Culpina y Rivadavia, a una cuadra del depósito. Como siempre, De Santis iba solo, media hora antes de tomar turno. Aun en verano los Mack eran duros de arrancar y, una vez en marcha, convenía mantener los motores en ralenti hasta que alcanzaran temperatura, lo que provocaba las quejas de los vecinos. Gran parte de los Mack dormían afuera, estacionados uno detrás de otro, en fantasmagórico y desvencijado convoy, sobre la calle José Martí, hasta Ramón Falcón, y, a veces, todavía