Espérenme que ya vuelvo. Teodoro Boot

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Название Espérenme que ya vuelvo
Автор произведения Teodoro Boot
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878646633



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la de doña Teresa y así, hasta llegar a la de Emilio, en la esquina del pasaje Bernardo de León.

      La casa de Emilio era diferente a las demás, como transportada de otro barrio. Monserrat o San Cristóbal. Metía miedo, tanto como su dueño.

      Ítalo Emilio Peruzzoti era inmenso, cargado de hombros, con una gran cabeza en la que destacaba una frente abultada sobre un rostro de una palidez casi cadavérica. Las manos —según habría de comprobar con el tiempo, cuidadas y elegantes—, iban siempre metidas en los bolsillos de un infaltable sobretodo negro.

      Hacía falta una puerta de tamaño descomunal, de doble hoja de madera descolorida, para que Emilio pudiera entrar a su casa, que ocupaba enteramente la esquina. Los muros y las tres ventanas, siempre cerradas por celosías salpicadas de óxido, guardaban proporción con Emilio y la puerta.

      Desde la vereda, miraba con aprensión esas altas paredes, sabiendo que jamás podría treparlas y preguntándome qué habría tras ellas, qué misteriosas actividades llevaría a cabo su dueño en la penumbra interior.

      Escribía poemas.

      Durante largas horas de la noche de todas las noches de los últimos diez años, Ítalo Emilio Peruzzoti había desgranado la historia de América.

      Mi viejo, uno de los pocos del barrio a los que Emilio había prestado alguna atención, solía recitar los primeros versos.

      Son indígenas raíces

      las del árbol productor

      de la mítica manzana

      de la Eva americana.

      Son indígenas raíces

      que tuvieron el honor

      cual augusto genitor...

      Pero a mí me gustaba más esta parte:

      Y la cruz por estandarte,

      La aventura por timón.

      Dijo Dios “¡Allá está América!”

      en los sueños de Colón

      El deseo de Ítalo Emilio Peruzzoti era haberse llamado Américo.

      La medianera que separaba la casa de Emilio de la de Carlitos y Alberto Culaciati y su sacrificada madre, que lavaba y planchaba para afuera mientras sus dos hijos languidecían junto al mostrador del bar, era tan alta como las paredes exteriores. Desde la terraza de los Culaciati, sobre la misma pieza de la vieja Culaciati —las señoras del barrio la llamaban, más respetuosamente, “Doña María”— el tío Polo trepó con dificultad, apoyándose primero en una maceta y luego utilizando como escalones los desparejos ladrillos sin revocar.

      Desde lo alto de la medianera conjeturó que saltar al patio de Emilio sería un acto suicida y caminó, en difícil equilibrio, hasta el techo de chapa de una de las piezas, de donde Emilio lo rescató por medio de una escalera de albañil.

      Tomaron un vaso de cerveza en el relativo fresco de un patio mal ventilado y finalmente Emilio abrió —por primera y única una vez— las celosías de la ventana que daba al pasaje, por la que Polo salió al exterior y caminó, con rapidez pero sin correr, hacia Jonte, no sin antes saludar con un cabeceo a Aníbal, que fumaba un cigarrillo en la puerta de su casa.

      —Suerte —dijo Aníbal, sin soltar el cigarrillo de sus labios.

      Dos días después, oculto en la locomotora de un tren de carga por sus compañeros del ferrocarril, Polo llegó a Rosario.

      Ustedes se preguntarán qué hacía la policía mientras Polo tomaba una cerveza con Emilio.

      Una parte del grupo que había irrumpido por el pasillo se desvió, sorprendido por la existencia de la puerta color mierda de perro, hacia el bar, donde pidieron documentos al Mudo, al Pelado, a Carlitos y Alberto Culaciati, a mi tío y a don Ramón, que los miró con ojos vidriosos de ginebra e incomprensión. También y principalmente, se ensañaron con Pablito Serún, que pretendió levantarlos en peso valiéndose de su amistad con Juan Domingo Perón, con quien se comunicaba telefónicamente.

      Con un índice despellejado y cubierto de indelebles costras de mugre, Pablito Serún señalaba el teléfono, pringoso y enhiesto sobre la repisa tras del mostrador, cuando recibió el primer mamporro.

      Los golpes cesaron una vez que mi tío y el Mudo, que debía el apodo a su incontrolable locuacidad, consiguieron que los policías —mayormente comandos civiles y oficiales de la Marina— acabaran de entender que el pretendido amigo de Perón no era más que un pobre loco.

      Como consecuencia del procedimiento policial Carlitos y Alberto Culaciati fueron detenidos por averiguación de antecedentes. No tenían documentos. Los guardaba su mamá, en la cómoda.

      El otro grupo de policías, comandos civiles y marinos se desparramó por el patio, las piezas y la terraza. Buscaban una bomba.

      Mi tía seguía diciendo “¡Ehhh! ¡Iiii! ¡Ehhh! ¡Iiii!”, con los ojos en blanco, en medio del patio.

      La palabra “bomba” era demasiado fuerte para ella. Creo que ahí sufrió la primera de las varias muertes masivas de neuronas.

      Esa fue otra desagradable consecuencia del allanamiento.

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