Название | Las elegantes |
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Автор произведения | Didí Gutiérrez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078646784 |
Se acercó a la repisa. El portarretratos de Renata enmarcaba una tarde a las orillas de la ciudad a punto de volar en globo aerostático. Ella sentada en el pasto, con una agujeta desamarrada y su boca en una mueca apretada, conteniendo la risa. Un globo de estrellas en el horizonte anaranjado. Baruch advirtió que el teléfono tenía unos gatos impresos en la carcasa.
Sintió sed; iría a comprarse un jugo para despejarse un poco. Al arrastrar la bicicleta recordó que uno de los pedales se había caído. Haría el trayecto a pie. El local de jugos estaba cerrado. Don Camilo, el dueño, lo saludó con la cabeza; escribía con plumón en un pedazo de cartulina, sobre la cortina.
—¿Hoy no abre? —dijo Baruch, tocándose la oreja.
—Hasta que deje de llover —respondió don Camilo sin mirarlo.
—Oiga, don Camilo, ¿alguna vez ha tenido ganas de espiar? —siguió Baruch mientras leía en la cartulina que el local abriría cuando saliera el sol.
—No tengo tiempo para esas cosas, muchacho.
Ése era el problema: en los últimos meses, él había tenido mucho tiempo para pensar en tonterías. Dio clases de literatura en una escuela católica, pero renunció al comprobar que los alumnos sabían más de la vida íntima de Marx que de sus teorías filosóficas. Los muchachos pretendían desmentir su crítica contra el capitalismo, argumentando que el filósofo tomaba Coca-Cola para dormir. Intentó convencerlos de que Marx había muerto años antes de la invención del refresco, pero la tozudez de los preadolescentes era tan firme que prefirió investigar las fechas en la enciclopedia. Estaba en lo correcto; la cocaína ni siquiera se usaba como anestésico en la época marxista. Renunció a la escuela, dejando en el pizarrón la frase del pensador alemán: «La religión es el opio del pueblo». Días después retomó la hipótesis juvenil y escribió un cuento con el cual ganó el Premio Nacional Las Bonitas. Ahora vivía del dinero del reconocimiento y de los dividendos del guion. Su sueño dorado de dedicarse solamente a escribir estaba despertando demonios en su cabeza.
A punto de caerse, entró a la vinatería resbalando. Si no había jugos, entonces compraría un poco de alcohol. Por algo pasaban las cosas, no es que él quisiera de la nada volver a beber. En la tienda, el timbre de un celular parecido al de su esposa lo asustó. Encender el teléfono de Renata tenía sus ventajas, pensó. Una botella de coñac y botana. Le encantaba combinar lo fino con lo rascuache. Sabía que era muy temprano para consumir algo así, pero si iba a tomar lo haría como un profesional. Ser profesional sale caro. Como todas las otras veces, salió corriendo del lugar. Se resbaló nuevamente a unos pasos de su casa. Giró la llave y entró.
De un manotazo agarró el celular y oprimió el botón de encendido. La melodía del aparato le provocó escalofríos. Tenía la boca seca. Estaba decidido a revisarlo. La instrucción de pulsar la clave de desbloqueo apareció en la pantalla. Cuatro dígitos. 2110. La fecha de nacimiento de Renata, no. El año, 1979, tampoco. Caminó hacia la ventana: aún no llegaba el vigilante del fraccionamiento. Nadie podría descubrirlo, Baruch no supo si lo dijo o lo pensó.
Tuvo miedo de que el sistema del teléfono reaccionara a las claves erróneas con un bloqueo permanente. Imaginó que a partir de ese momento todo empeoraría. El aparato trabado para siempre con un aviso en la pantalla explicando el motivo: «contraseñas equivocadas en repetidas ocasiones». Renata le reprocharía a Baruch su inseguridad. Apretó el número confidencial que ella usaba en sus tarjetas de crédito, quizás era de esas personas que usaban la misma rúbrica para todo. Sí. ¡Por fin! Se desplegó el menú en la pantalla.
Empezó con los contactos de la agenda: Atenea Márquez, Aarón Morán, Abuelos, Amiguita campamento. Conocía a todos en orden de aparición: su mejor amiga, su hermano, los abuelos y Luna, la chica que Renata había conocido en la experiencia de liberación de tortugas en el mar. La costumbre de registrarlos con algún apodo o un mote mediante el cual sólo ella podía identificarlos incomodó a Baruch, quien se sentó en el sillón sin mirar por dónde caminaba. Donovan Alteruza, Diamantina Cortés, Darina Núñez. No conocía a ninguno, pero Donovan le pareció un nombre con aspiraciones gay y los siguientes le hicieron pensar que su novia tenía amigas un tanto exóticas. ¿Cómo justificaría su intromisión? La falta de argumentos lo llevó a interrumpir la inspección. Apagó el aparato.
Prendió el televisor en el canal de videos. The Buggles cantaba al ritmo de radios explosivos «Video Killed the Radio Star», la canción de moda sobre una vieja estrella de radio que ve cómo sus días de gloria acaban debido a la proliferación de un nuevo sistema de comunicación más atractivo. Se sintió culpable. Detestaba que Renata lo llamara «topo». Ella se refería a los famosos espías de la Guerra Fría que daban información confidencial al bando opuesto por dinero o sexo. Apenas unos meses atrás habían descubierto a uno ruso que, en lugar de dólares y genitales, pedía autógrafos de George Michael. Baruch espiaba por el temor a una traición de Renata. Recordó a Morais. ¿Estaría en la agenda ese imbécil?
Tecleó otra vez 9669 y con soltura se dirigió a los contactos. No recordaba cómo se llamaba, pero se apellidaba Morais. ¿Bruno? No. Cosme. No. Había sido su primer novio de verdad. Franco Morais. Un chef italoportugués. No estaba. Muriel repostería. ¿Muriel repostería? Se inquietó. No sabía si el tal Muriel era hombre o mujer.
Su novia era una chef con ánimos periodísticos. Se había encargado un tiempo de la asignación de apoyos a proyectos de investigación en una asociación civil, más que nada porque quería desvelar alguna práctica fraudulenta como la evasión de impuestos, pero como todo era muy honrado decidió renunciar y dedicarse a la pastelería. Como nunca había ejercido su carrera tuvo que empezar desde abajo, era vendedora de pasteles.
Baruch abrió la lista de llamadas; estaba vacía. Era poco probable que nadie le hablara a Renata. Era casi imposible que ella no usara su teléfono. Recordó la conducta de su exmujer, una escritora de aspiraciones feministas que estuvo en amasiato con un banquero durante su matrimonio. La señora borraba el número telefónico del amante, quien le llamaba en las mañanas mientras Baruch daba clases en la preparatoria a esos chamacos alineados al maldito sistema.
El timbre ronco de la puerta interrumpió sus pensamientos. Corrió a la recámara y dejó el teléfono sobre la repisa. Abrió con los ojos más anchos que nunca. Era Pavel. Su presencia le resultó extraña. Apenas se habían visto el día anterior para cenar. Su amigo entró con desparpajo y se sentó en el sillón. Baruch lo siguió como un autómata, sin saludarlo.
—Tú no cambias, mano —reclamó Pavel.
—Es que Renata me está poniendo a prueba —se justificó Baruch.
—¿Te escondió la botella?
—No, olvidó su celular.
—¿O sea que para ofrecerme un trago tienes que esperar a que ella te llame para darte permiso?
Baruch se rio para disimular su confusión y dirigiéndose a la cocina retomó la charla con naturalidad. Pavel se refería a su costumbre de beber coñac en las mañanas como parte del desayuno, que a Renata le desagradaba tanto. No por el hecho de tomarlo temprano, sino por lo caro del vicio.
—No le gusta que beba por las mañanas. —Abrió la botella.
—Pero si tú no vas a tomar, sino yo.
Puso la copa de coñac en la mesa de centro. Lo mandó Renata a vigilar que no ande tomando, pensó sobre su amigo. Era un cuatro. Se acomodó en el sillón con las manos entre las piernas. Pavel se acabó el coñac de un sorbo y se levantó, extendiendo la mano en la cual sostenía un paquete cuadrado.
—¡El pedal! —dijo Baruch atolondrado. Olvidó que su amigo le conseguiría un pedal nuevo para la bicicleta. Por eso estaba ahí. Antes de marcharse, Pavel lo sentenció:
—Te trae loco el síndrome de abstinencia.
—Ni