Название | Las elegantes |
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Автор произведения | Didí Gutiérrez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078646784 |
La publicación de una obra así en estos momentos, casi cuatro décadas después de su concepción, produce asombro debido, en primer lugar, a la pertinencia en el rescate del trabajo de un grupo literario conformado exclusivamente por mujeres que se propusieron crear un universo propio a través de palabras y se reunieron a lo largo de unos años para escribirlo juntas; y, en segundo lugar, a la vigencia de la estrategia técnica bajo la cual fue creado el libro, que podría ubicarse cómodamente en la actualidad entre las nuevas narrativas fragmentarias, tan de moda en el presente. Se ha añadido a cada uno de los «capítulos» la ficha biográfica de la autora y notas breves sobre la gestión del texto, ninguna de las cuales formaron parte del manuscrito original, pero que en esta edición contribuyen a un mejor entendimiento del fenómeno.
Hacer antologías es una labor a menudo bochornosa; a veces, no. Aquí no hay negligencia, porque esta compilación bien podría considerarse ahora, a la luz del tiempo, una novela a varias manos femeninas, híbrida y polifónica.
DIDÍ GUTIÉRREZ
Ciudad de México, 14 de febrero de 2021
Wendy Tienda (Panamá, 1962)
Escritora y publicista. Creadora de la novela diabética con Azúcar (1998). Coordinadora de la campaña de lectura Leer es tu hit. Dos de sus libros —De casimir en motocicleta (1994) y Los días de Marucho Pickering (1997)— fueron incluidos entre los mejores de los años noventa por la revista Arbitrario. Tiene la nacionalidad mexicana.
La primera vez que vi a Wendy fue en una boutique de uno de los barrios residenciales de la Ciudad de México. Me citó ahí con el pretexto de que le ayudara a elegir su atuendo para un funeral. Hizo caso omiso a mis sugerencias en tonos oscuros, y al final me dijo, brusca: «Ninguna Elegante se viste de luto». Al salir de la tienda me entregó en formato digital el cuento que aquí se publica y se despidió. En el texto, la autora manifiesta su interés por las telas al hacer especial énfasis en la vestimenta de cada uno de los personajes. Es, junto con el de Alí Boites, el único que hace referencia a Las Elegantes, sin mencionar el nombre del grupo. Inspirado en hechos reales, cuenta la historia de Nicolás, quien según Tienda pudo haber sido el undécimo Elegante de no ser porque era hombre.
Buenas noches
Nicolás era el primero en llegar. Nunca supe quién lo llevaba, cómo subía las escaleras hacia el salón, si caminaba o descendía de un taxi. De lo que sí me enteré casi al instante fue que era ciego. El primer día de clases, él platicaba con Marisa, que siempre traía camisetas de los Beatles, y yo caminaba de un lado a otro del centro cultural porque los sillones de la sala eran bajos y mi falda muy corta como para sentarme en ellos. Pude escuchar que Nicolás hacía un análisis de la literatura española contemporánea pues estaba casi gritando. Sus gesticulaciones y movimientos algo exagerados llamaron mi atención. Movía la cabeza de un lado a otro al hablar, como esos muñequitos que tienen un resorte por cuello, y señalaba a Marisa con el índice a la menor provocación. Pensé: «Estos extranjeros».
—Deberían matar a los que siguen escribiendo del franquismo —decía casi molesto.
—Aquí se necesita algo como eso —Marisa aprobó el comentario, convencida de que la revuelta era necesaria.
—En mi país, por lo menos, eso se lo han cogido para escribir gilipolleces —argumentaba Nicolás.
—Una guerra civil, una revolución. Eso es lo que nosotros necesitamos aquí.
Nicolás había nacido en Cataluña y tenía algunos años en México. Cuando un tema de conversación le atraía, la piel de su rostro adquiría una coloración rosada y remarcaba sus diminutas facciones, como de pájaro, en una inmensa cabeza. Marisa cursaba los primeros semestres de la carrera de sociología y junto con su grupo de amigos de pantalones entubados había formado un colectivo ecologista. Sus comentarios en clase siempre tenían un enfoque progresista a favor de la libre interpretación.
El español mencionó a algunos escritores como Quim Monzó y el apellido de un tal Atxaga como ejemplos de una generación de narradores nuevos en el panorama hispanoamericano. Remató la plática con un elogio a la literatura mexicana de la Revolución, informando sobre el trágico desenlace de sus mentores a Marisa, quien, a juzgar por sus ojos como coladeras abiertas por las que se había filtrado lo que aprendió en la primaria, parecía desconocer la historia de su propio país.
Nuestro compañero extranjero tenía unos cuarenta años. Era bajo y su cabello abundante, rojizo y rizado se movía de un lado a otro, a la par de su cabeza, al hablar. Se vestía igual todas las veces: pantalones con bolsas a los costados, una playera con el escudo de alguna congregación y botines de punta chata. El maestro era Menéndez, un cuentista de la vieja guardia: pensaba lento, oía poco y en las noches daba talleres de cuento como en el que nos encontrábamos. Siempre hallaba el momento adecuado para recordar aquella ocasión cuando lo invitaron a firmar libros en una feria de Italia: «Nos pusieron a unos mariachis atrás y los condenados, que apenas hablaban español, se pusieron a cantar el “Cielito lindo”». Este hecho le molestaba y cada vez que lo contaba se volvía a llenar de esa misma energía de su juventud, cuando le ocurrió, pues estaba convencido de que la cultura mexicana era más que dos charritos tocando una canción tradicional en una embajada. El primer día de clases, Menéndez se sentó a la cabeza, los demás nos acomodamos salteados. Entonces Nicolás le pidió a Marisa que le conectara el cable de su grabadora al enchufe y en ese momento nos dimos cuenta todos, o casi todos, de su condición.
Como si aquel gesto no hubiera sido lo suficientemente descriptivo, Menéndez anunció la presencia de un escritor invidente entre nosotros (nos llamaba a todos «escritores», aunque la mayoría no lo mereciéramos). Dijo que dadas las condiciones cambiaría la dinámica del taller: el autor leería su obra de arte en voz alta (le llamaba «obra de arte» a nuestros textos, aunque ninguno lo fuera).
El ciego no comentaba los trabajos de los demás y Menéndez tampoco le pedía su opinión. En realidad el profesor no se interesaba por ninguna otra más que la de Marta, la alumna psicóloga que psicoanalizaba a los autores y en cuyos textos siempre aparecía como antagonista un psiquiatra de apellido Ford, una dentista jubilada y un gato siamés de bigotes recortados.
Nicolás fue el primero en llevar su cuento al taller, pero la lectura se postergó por diferentes razones: una porque se fue la luz y la clase se destinó a practicar la narración oral con cuentos de ultratumba; otra fue culpa de Marta, más bien de Menéndez, quien determinó que ella leería sus minificciones en lugar de él porque, a diferencia de los suyos, los textos de su alumna preferida eran cortos y ese día se iría antes del horario.
Conforme pasaban los días, me di cuenta de que yo no sabía cómo tratar a un ciego, menos a un ciego escritor. El contacto más cercano con un artista discapacitado lo había tenido a través de las tarjetas navideñas ilustradas con los pies y la boca por pintores minusválidos, las cuales llegaban a mi casa cada diciembre en un paquete por correo postal.
Menéndez canceló, poco después, la lectura en voz alta porque, según él, se perdía mucho tiempo. El ciego lo apoyó con la condición de que lleváramos nuestros textos a su casa días antes de cada sesión