Las elegantes. Didí Gutiérrez

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Название Las elegantes
Автор произведения Didí Gutiérrez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078646784



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fomentaba mi inseguridad. Acostumbraba rodearme de amigas feas porque las guapas me hacían sentir inferior. Ella no era precisamente bonita, pero tenía un novio de mayor edad que la recogía en limusina. El iris y la pupila de los ojos se le habían fusionado en una negrura espacial, una línea blanca y delgada contenía el lóbrego color en forma circular; un poco más de oscuridad en las cuencas y se le habrían manchado hasta los párpados. Sus ojos eran dos agujeros negros, una región del espacio exterior. Creo que el guapo era él.

      Cuando le tocó de nuevo su turno, Marta parecía haberse vestido para la ocasión. Aunque hacía calor, el viento derribó varios árboles sobre los autos estacionados en la avenida. Ella portaba un atuendo primaveral que envidié: falda verde holgada con estampados de utensilios caseros, blusa morada de tela calada y botas cortas color rojo. Parecía salida de Monty Python. Repartió a cada uno las fotocopias y se acercó a Nicolás para susurrarle el relato, que para nuestra sorpresa no era una minificción, sino su primer cuento. No pude concentrarme: la voz ronca, siseante y dulce de Marta me producía placer. Sólo eran tres hojas y, mientras ella leía nerviosa, el ciego volteaba la cabeza como si pudiera verla, ladeándola al ritmo de sus palabras. Tal vez experimentara lo mismo que yo.

      Al final de la clase, una de las más emotivas que habíamos tenido hasta entonces, donde todos, hasta Nicolás que nunca lo hacía, comentamos el texto revisado, Menéndez se levantó de la silla y como un pequeño y viejo dictador impuso la suspensión definitiva de cualquier respaldo al ciego debido al supuesto desorden provocado ese día. No entendimos qué pasó. Bueno, yo sospeché que tal vez se habría puesto celoso del invidente por la cercanía con su alumna preferida. Que de algún modo lo estaría castigando. Era algo cruel, tal vez la ancianidad le restara compasión.

      Como era de esperarse a partir de ese momento, Nicolás sólo iba al taller a escuchar las opiniones sobre cuentos cuya trama desconocía y a firmar la lista de asistencia. Bostezaba y respiraba con la boca abierta; Menéndez lo ignoraba. Intenté hacer lo mismo porque sus sonidos comenzaban a provocarme asco, pero la sinfonía gangosa se oía cada vez más fuerte. Su desinterés se ponía de manifiesto en el tono de su piel, ya no se sonrojaba más. No usaba lentes oscuros ni se le desviaban los globos oculares como a la mayoría de los ciegos, pero luego cerraba los ojos y al abrirlos tenía los párpados mojados. Durante el descanso, se quedaba en el salón con los audífonos conectados a su grabadora apagada. Chocaba con las paredes.

      Por fin llegó la noche fijada para la lectura del relato de Nicolás. La historia de un niño pobre cuya única expectativa es procurar la felicidad de su madre. Se refiere a ella como una virgen, una diosa. El muchachito trabaja en una ferretería como asistente y añora cada tarde la salida para regresar en bicicleta a su casa, recordando al padre casi santo, quien ha muerto por causas desconocidas para los lectores. El texto tenía faltas ortográficas ingenuas y carecía de elementos suficientes para ser un cuento. Menéndez dijo que era «un melodrama cursi mal armado» y le sugirió que reflexionara sobre sus aptitudes para la literatura. Otra vez se fue la luz y Nicolás se enteró por nuestras exclamaciones.

      Como si con eso iluminara el salón y a nosotros sus alumnos, Menéndez intentó descorrer la cortina a sus espaldas en una maniobra contorsionista con una mano, pero no pudo porque había que tirar del cordel y no lo alcanzaba, tenía poca flexibilidad. Entonces comenzó a elogiar el libro de un autor indio que había escrito a modo de crónica su viaje por el Nilo en 1800. El ciego se levantó y se despidió con un «Buenas noches», anegándose para siempre en las tinieblas de nuestros recuerdos porque fue la última ocasión que lo vimos.

       Susana Miranda (Cuernavaca, 1957)

      Técnica electricista, desertora de la carrera de Ingeniería Química y comerciante de autopartes. Sólo lee autores rusos. Formó parte de la Nueva Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (NLEAR). Su última novela, Apenas martillo y hoz (2008), en edición mimeografiada, se consigue en Refacciones Illich, ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

      Encontré la versión original de «Topo» en un fanzine de 1987 llamado La comuna nociva, del Instituto Politécnico Nacional. El texto está ilustrado con gráfica de un artista anónimo. Cuenta la historia de Baruch, un escritor celoso y paranoico. Es notoria la influencia del modelo literario patriarcal en el interés de su autora por seguir con la tradición e imitar la escritura masculina a través de un narrador hombre, en lugar de uno femenino, para explorar un problema como la celotipia, que atañe a ambos géneros por igual. Localicé a Susana, sentada detrás del mostrador de su negocio de refacciones, y le pedí su autorización para la publicación del cuento. Ella aceptó con la condición de que le permitiera hacer algunas modificaciones. Quería «actualizarlo». En esta versión corregida y aumentada, introduce el teléfono celular como detonante del conflicto en lugar de las cartas originales. Aunque insistí en que eso no concordaba con la época en la que había sido escrito, Susana condicionó la publicación del mismo a la aceptación por mi parte de dichos cambios. Se consagró en su momento como la escritora más obesa de Las Elegantes con un peso de 110 kilos. Sus personajes, por el contrario, son todos delgados.

       Topo

      A Baruch le gustaba tender las camas. Observarlas unos minutos antes de hacerlas, en desorden, le provocaba un placer similar a la revelación del culpable en un crimen. El estado de las cobijas, la forma de las almohadas y el olor de las sábanas permitían saber si el propietario era insomne o alcanzaba el sueño con facilidad. Cuando él y Renata decidieron vivir juntos, Baruch eligió el aseo de la habitación. Ella aceptó con gusto; estaba al tanto de esas habilidades de recamarero que le habían valido burlas entre sus amigos. Pero, sobre todo, conocía los elogios de sus padres por la destreza innata de su hijo: tendía camas como un profesional.

      Jaló el cobertor y algo salió disparado de entre las cobijas. Al chocar contra el piso, vio el teléfono de Renata convertido en piezas. Olvidó su celular, pensó Baruch. Recogió cada una de las partes y se sentó en la cama para ensamblarlas. Era un Nokia morado. Mientras unía las caras de la cubierta transparente supo que faltaba la batería. Se asomó debajo del closet y alcanzó la pila con el pie. Puso el aparato sobre la repisa.

      Una mancha rosada en la sábana hirió sus ojos. Parecía un rastro de helado. A Renata le gustaba comer unas cucharadas antes de dormir. Aunque tal vez estuviera menstruando, más bien. Sacó una funda limpia y la extendió lisa en el colchón. Miró el teléfono de reojo. La cobija, el cobertor de caballos y la colcha. Dejó la cama a medias. Salió de la recámara inquieto, como si algo extraño se hubiera instalado en su alma.

      Nunca olvida su celular, pensó Baruch. Dicen que las cosas pasan por algo. Pero también quien busca encuentra. Mordió una manzana y se encaminó otra vez hacia el cuarto.

      Cogió el teléfono y a punto de encenderlo se detuvo. A ella le molestaba que tomaran sus cosas sin permiso. Se recargó en el alféizar de la ventana: la mañana era de nubes. No había nadie en la caseta de vigilancia del fraccionamiento. Por eso luego se metía gente desconocida como si nada.

      Renata se daría cuenta de que había husmeado en su teléfono, tenía una cualidad especial para descubrir si alguien tocaba sus pertenencias. Una vez él tomó su agenda y ella lo notó porque la dejó bocarriba en el cajón, sin darse cuenta de que al sacarla estaba bocabajo. Baruch hurgó en sus pantalones en busca de algún cigarro milagroso. Nada.

      ¿Y si Renata había dejado el celular encendido? Nunca podría saberlo. Pero no quería reclamos. Ella no creería eso de que mientras Baruch tendía la cama se cayó el teléfono y se desarmó. Pensaría que él estaba de vuelta en las viejas prácticas de espionaje.

      Entró al cuarto como si estuviera prohibido y alguien lo mirara. Se paró en la cornisa a terminarse la manzana. No podía creer que un aparato lo distrajera de sus quehaceres cotidianos. Encender el teléfono tenía más ventajas, pensó, y comenzó a silbar una tonada de Queen.

      Ese día había planeado avanzar en su trabajo: un guion para el desfile del aniversario de la fundación de Las Bonitas. Debía entregarlo la próxima semana y aún le faltaba resolver