El pecoso y los comanches. Mabel Cason

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Название El pecoso y los comanches
Автор произведения Mabel Cason
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877983333



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con Sally, su esposa, y sus dos nietos mellizos, Timmy y Tommy. El padre de los mellizos, Buck Buchanan, y su madre, Laurie, también se encontraban allí, pero los pequeños rara vez se desprendían de su abuela. Cualquiera se daba cuenta de que constituían los dos seres más importantes en la vida de la abuela Sally. La manera en que ellos la seguían le hacía recordar a Thad a dos cervatillos siguiendo a su madre.

      Pero, para la gente joven, la abuela Sally era el miembro más interesante de la familia. En su niñez, la abuela Sally había sido secuestrada por los comanches. Cuando tenía alrededor de ocho años la rescataron los rangers, después de un combate en Possum Springs. Por entonces, solo hablaba la lengua de los comanches.

      –Nadie sabía quién era yo –les dijo ella a los jóvenes–. Me enteré de que mi familia había sido masacrada cuando los comanches me robaron. De manera que los rangers me dieron a un ranchero, Bill Judson, y a su esposa.

      –Y ¿cómo se casó con Lev? –preguntó Beau.

      –Oh, Lev Buchanan trabajaba con Judson, y cuando cumplí 18 años nos casamos –dijo ella–. Eso fue todo lo que sucedió.

      Thad nunca había visto a alguien que gozara tanto cuando cantaba, como la abuela Sally. Su padre solía describirla así: “La abuela Sally no tiene una pizca de oído, pero hace música dando golpecitos con el pie, echando hacia atrás la cabeza y chillando como un gato montés”.

      A Thad le pareció una buena descripción. La abuela Sally era delgada, llena de arrugas en su piel curtida y tenía el cabello color de paja. A los niños les parecía que era una mujer vieja, pero probablemente no contaba con más de 45 o 50 años.

      Su esposo, Lev, a menudo decía:

      –Mi esposa, cuando habla, lo hace de tal manera que parece que estuviera llamando a los cerdos.

      Thad y sus amigos la seguían a todas partes para oír de sus labios la historia de su vida entre los comanches. Solía ella repetirles algunas palabras en comanche que Thad aprendió a pronunciar.

      –Muchachos –solía decir–, los comanches son seres humanos. Su forma de vivir está bien para ellos, pero a mí me gusta más la nuestra.

      –Pero roban niños y los tratan mal –dijo Cecilia.

      –Es verdad, roban niños –contestó la abuela–, pero una vez que los han conseguido tratan de convertirlos en buenos comanches. Les enseñan que los comanches son buena gente y que los blancos son malos. “Cuchillos largos”, llaman a los blancos.

      –¿Se puso contenta cuando los rangers la rescataron? –preguntó Melissa.

      –Te diré que no. Me defendí con uñas y dientes. Estaba hecha una comanche. Eso es todo lo que recuerdo. No, no temo ni un poquito a los comanches. Eso en cuanto a mí misma, pero temo por esos dos pequeños. Espero y ruego que nunca se los lleven. Los transformarían en comanches. Vez tras vez, he visto que lo han hecho.

      Por primera vez en muchos meses, los hermanos mayores de Thad, Reed y Giles, volvieron a casa. Estuvieron durante varios de los días de reuniones, pero luego partieron nuevamente a incorporarse en su compañía de rangers.

      Cuando finalizaron las reuniones y la gente comenzó a dispersarse hacia sus hogares, Thad cabalgó sobre Cosita acompañando al carro de los Branson durante varios kilómetros. Cuando el vehículo desapareció entre los bosques junto al arroyo, se detuvo en la cima de una loma y por largo rato agitó su mano en alto dándoles el último adiós. Las chicas y el pequeño Stevie le contestaban el saludo, y Beau lo hacía con el sombrero.

      Pronto se perdieron de vista.

      Una tarde en que Thad arriaba las cuatro vacas lecheras desde un lugar de pastoreo hacia el otro lado del arroyo, oyó lo que parecía ser el grito de un búho cerca del lecho de la corriente. Otro grito se oyó como respuesta que surgía de los árboles de abajo. Cosita irguió las orejas cuando oyó eso, y empezó a resoplar y a morder el freno.

      –¿Has oído a los indios, Cosita? –le preguntó Thad.

      El muchacho sintió un misterioso cosquilleo cuando oyó que los llamados se repetían. Aun cuando se trataba de una perfecta imitación del grito del búho, estaba seguro de que eran señales que se estaban intercambiando los indios. Apuró a las vacas tanto como pudo hacia el corral de ordeñe, donde encontró a Travis llenando de heno los pesebres.

      –Hay indios cerca, Travis –dijo Thad.

      Travis le revolvió el cabello y se echó a reír.

      –¿Qué te hace pensar que hay indios cerca, muchachito?

      –Me lo dice Cosita. Además, se oyen gritos de búhos en la arboleda.

      –Quizá sean búhos –arguyó Travis, pero estaba seguro de que su hermano no le creía.

      –Aún no es hora de que anden búhos. Además, Cosita sabe siempre cuando hay indios cerca.

      –Entonces será mejor que traigas los caballos al corral y asegures bien la puerta –concluyó Travis.

      Cuando llegó su padre con los peones, ayudaron a tomar otras medidas de seguridad. A la hora de ir a dormir, Travis y Thad salieron a la galería posterior para escuchar. No se oía ningún ruido raro. Pero, cuando fueron a dormir, Thad puso la cabecera de su cama cerca de la ventana a fin de oír mejor. Luego de pasarse un largo rato escuchando, al fin captó nuevamente los misteriosos gritos de búhos con su correspondiente respuesta. Uno sonaba cerca del establo de los caballos. Travis también oyó. Se levantaron rápido y se vistieron. Tomaron sus armas y salieron.

      Dieron vueltas alrededor de la casa y luego fueron hacia los corrales. Las vacas estaban todas en su lugar, y en el corral de los caballos solo Cosita y Avispa Azul parecían intranquilas. El resto de los animales estaba tranquilo.

      –Parece que no hay indios ahora –musitó Travis.

      Thad no estaba del todo convencido, pero siguió a su hermano de vuelta a la cama.

      Antes de que amaneciera, mientras la familia se levantaba y la madre preparaba el desayuno en la cocina, Joe Rivers, que vivía a unos diez kilómetros en Windy Creek, llegó al patio de los Conway, en un brioso caballo.

      –Sr. Conway –dijo–, los indios nos atacaron, se llevaron todos mis caballos y mataron al viejo Lev Buchanan, y luego le sacaron la cabellera. También se debieron de haber llevado a la abuela Sally y a los mellizos.

      –Y ¿qué pasó con Buck y Laurie? –quiso saber la madre.

      –Fueron a Waco hace una semana y se llevaron con ellos al niño mayor. Deben volver un día de estos.

      –¿Han enviado a alguien para que avise a los rangers? –preguntó el padre.

      –Sí, señor, enviamos a Gibson, pero nadie puede decir cuánto pasará hasta que ellos vengan.

      –Cosita y Avispa Azul nos dijeron la verdad, después de todo –dijo Travis.

      –Podríamos organizar nosotros la persecución y no esperar a los rangers –dijo el padre–. Los seguiremos y trataremos de rescatar sus caballos. Pero ya no podemos ayudar al pobre viejo Buchanan.

      –Desayúnense antes de salir –sugirió la madre.

      Thad se colocaba ya su canana, listo para salir, montar sobre Cosita e ir a la caza de los indios, cuando su madre le dijo:

      –Thad, no te ilusiones con ir a cazar indios.

      –Papá –gimió Thad–, ¿puedo ir yo también? Sé manejar un arma tan bien como cualquier hombre.

      –Sí, hijo, es verdad –comentó su padre–. Pero será mejor que te quedes y cuides de mamá y de los animales. Nadie sabe lo que tendremos que pasar ni cuánto tiempo nos demandará esta salida. Ayer, Ben Atkins se lastimó la pierna cuando el caballo lo volteó; él quedará también para ayudarte.

      –Pero