El pecoso y los comanches. Mabel Cason

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Название El pecoso y los comanches
Автор произведения Mabel Cason
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877983333



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tú los encontraras, ¿les quitarías algunos de los caballos que nos han robado? –inquirió Thad.

      –Mira, muchacho –continuó su hermano–, para cuando nosotros nos topemos con los ladrones de caballos, ya los habrán llevado a Nuevo México y los habrán vendido a los comancheros. Los comancheros los venden en México, y allí nuestras marcas no valen nada. Los caballos están perdidos, y quizá sea mejor así.

      Al llegar el verano de 1863, comenzaron las incursiones. La familia Fairless, que vivía junto a un arroyo a 25 km de distancia, fue barrida, con la excepción de un muchacho de catorce años que se hallaba fuera del hogar en la ocasión. Para el 1º de julio, los comanches habían llegado dos veces hasta la hacienda de los Conway, robando caballos en las dos oportunidades. Parecía que un miembro de la banda le había tomado afecto a Cosita, porque en las dos ocasiones estuvo entre los animales robados.

      El perro de Thad y los de Travis habían despertado a la familia las dos veces, antes de que los indios se alejaran con unas pocas cabezas de ganado, pero Cosita había sido robada primero. Las dos veces había vuelto luego de una semana o dos, extenuada, sedienta y con hambre, y con la boca llagada y sangrante por el tipo de rienda que usaban los indios.

      –Tengo el presentimiento –dijo el padre– de que esos ladrones deben ser muchachos, quizás adolescentes, y a uno de ellos le gusta mucho tu pony.

      Nadie conocía mejor que Sansón Conway las costumbres de los comanches, por lo que Thad pensó que así debía ser.

      Siguió cuidando de su potranca hasta que su pelaje fue negro y reluciente, y la crin y la cola estuvieron largas y suaves como la cabellera de una mujer. No extrañaba que un muchacho indio la codiciara.

      Después de que la hubieron robado la segunda vez, Thad la sujetó cerca de la ventana de la pieza en que él dormía. Usó una fuerte cadena para atarla a un cerco de troncos gruesos. Así, pensaba él, le resultará difícil a cualquiera robarla.

      Una semana después, en noche de luna, a la madrugada, Thad oyó que Cosita resoplaba asustada. Pateaba el cerco y los perros ladraban furiosamente. Thad tomó su rifle y saltó de la cama.

      –¡Trav, Trav! –gritó–. ¡Vienen a llevarse a Cosita! –y corrió a la ventana.

      Los perros ladraban ahora en dirección a los graneros y los corrales que estaban cerca del arroyo. La potranca resoplaba y tiraba de la cadena.

      Thad salió para seguir a Travis, cuando vio que Atkins y Weaver venían corriendo del galpón y se dirigían hacia donde ladraban los perros. Entonces prefirió cerciorarse de que Cosita se hallara bien y fue a verla.

      Cinco flechas estaban incrustadas en el cuerpo del animal. Su padre las extrajo. Él no había ido tras los otros porque pensó: “Estos indios pueden tendernos una trampa, atrayendo lejos a los perros para que los sigamos, mientras otros atacarán la casa”.

      Cuando vio lo que había sucedido con la potranca, dijo:

      –Creo que los comanches se quieren salir con la suya; ya que Cosita no puede ser de ellos, no quieren que sea de nadie.

      –Papá –preguntó Thad con marcada ansiedad–, ¿crees que se va a morir por los flechazos?

      –No, hijo –lo tranquilizó su padre, mientras terminaba de sacarle una del lomo–, no creo que las heridas sean de gravedad. Está perdiendo un poco de sangre pero no sufrirá malos efectos. De una cosa estoy seguro: ninguna flecha le ha tocado partes vitales.

      Volvían ya los que habían ido a los corrales.

      –Se fueron –dijo Atkins–. Apostaría a que se trataba de una pareja de muchachos que querían llevarse a la potranca.

      En esos lejanos días, Brown Country, en Texas, era un hermoso lugar para vivir a pesar de los peligros, pero nadie pensaba demasiado en eso, excepto en el verano, cuando los comanches estaban activos.

      En la primavera, con las flores tapizando el pasto por kilómetros y kilómetros, y el aire lleno de perfume, Thad salía a galopar montado en Cosita. Siempre llevaba el rifle a cualquier lugar que fuera, invierno y verano, y su madre constantemente le recordaba que no saliera sin el arma. Parecería extraño el consejo de una madre para un niño de doce años. Pero nadie se atrevía a salir sin tomar esa precaución. Nunca se sabía cuándo podían aparecer los indios.

      También había serpientes y osos. En invierno, podía presentarse un lobo vagabundo. Un ternero o un potrillo tenían poco que hacer si los atacaba un lobo, así que a los lobos se los mataba en cualquier parte.

      ¡Silba una flecha!

      La señora de Conway servía el almuerzo de nabos con carne de búfalo asada y porotos, mientras Thad llevaba los platos a la mesa, juntamente con jarras de leche y mantequilla, cuando oyeron que el padre entraba cabalgando en el patio.

      –Alguien viene con papá –dijo Thad–, y no es Trav ni ninguno de los peones.

      –Me pregunto, entonces, quién será –agregó la madre al tiempo que sacaba una hornada de galletas de su cocina nueva.

      Momentos después, su esposo entraba en la cocina, acompañado por un hombre y un niño. El muchacho, oscuro, delgado y serio, parecía ser uno o dos años mayor que Thad. Se mostraba algo vergonzoso.

      –Luisa –dijo Conway padre–, saluda a nuestro vecino, el Sr. Wiley Branson.

      Thad miró al muchacho, que también le clavó la vista. Pero, ninguno habló.

      –Este es mi hijo Beauford –dijo Branson–; Beau, para abreviar.

      Ambos muchachos hicieron leves inclinaciones de cabeza a modo de saludo y luego se dijeron “¿Cómo te va?”

      Los Conway habían tenido noticias de que una nueva familia se había instalado en un lugar de la zona sur, a unos veinte kilómetros, y estaban ansiosos de conocerlos. La señora de Conway y Ellie de Clark ya habían conversado sobre la visita que le harían a la nueva vecina. En esos díasy en esos lugares, las mujeres eran contadísimas, aunque un buen número de familias se había trasladado a la región. Pero se hallaban muy distantes entre sí y muchos “ranchos” o haciendas habían sido establecidos por hombres solos. Así que, las mujeres suspiraban por visitarse una o dos veces al año. Estaban a la caza de cualquier excusa (válida, por cierto) para lograr que los hombres las acompañaran. A los hombres no les agradaba dejar que las mujeres fueran solas, por causa de los indios. Había también algunos hombres blancos en la región que no eran de mucha confianza. Esa era todavía una tierra sin ley, y con mayor razón desde que los soldados habían sido llamados a combatir en la guerra.

      Los Branson, padre e hijo, se sentaron para almorzar con los Conway y los peones. Travis y Ben Atkins llegaron de los corrales justo cuando comenzaba la comida.

      –Así que, por lo que veo, ha estado en una cacería de búfalos –comentó Branson al padre de Thad–. ¿Tuvieron que ir muy lejos?

      –Tanto como un día de viaje en carreta–respondió Conway–. Hacía muchos años que no los encontrábamos tan cerca.

      Esa parte del país aún estaba densamente arbolada, con bosques tan grandes que podían ocultar al rebaño más crecido de bisontes. Pero Sansón Conway y sus hijos habían estado en la llanura una semana antes y habían vuelto con el carro lleno de carne de búfalo.

      Thad nunca olvidaría los detalles del día en que los Branson comieron en su casa. Fue un día importante para él, mucho más de lo que en ese momento le pareció, pues conoció a los dos primeros miembros de la familia Branson.

      Wiley