Название | El pecoso y los comanches |
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Автор произведения | Mabel Cason |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789877983333 |
–Iré con Ellie de Clark en cuanto puedan acompañarnos los hombres –prometió la señora de Conway.
–Y ven tú también –le dijo Beau a Thad.
Aunque había hablado poco durante la visita, Thad se sentía a gusto con el nuevo vecinito.
Con su cabello revuelto como una enramada, el rostro cubierto de pecas como un huevo de pavo, y su temperamento vivaz y alegre, Thad estaba contento con su amigo de tez oscura, tranquilo y de buena presencia. Thad nunca había gozado de la compañía de niños o niñas de su edad, y Beau le había dicho que en casa tenía dos hermanas. Una era casi de la misma edad que Thad, que contaba doce años, y la otra tenía nueve.
–No podías pasarme por alto –respondió Thad a la invitación de Beau–. Estaré muy contento de conocer a tus hermanas.
En aquellos días, la manera más segura de ir a cualquier lugar era hacerlo cabalgando, a menos que se optara por caminar, pero nadie se inclinaba por esto último. Todo el mundo andaba a caballo, hasta las mujeres como Luisa de Conway. Había cabalgado toda su vida y montaba tan bien como cualquier hombre.
Luisa y Ellie comenzaron a urgir a sus esposos para que las acompañaran a realizar una visita a los Branson, pero los hombres parecían no tener apuro. Thad estaba tan ansioso como las señoras de realizar ese viaje. Finalmente, su madre comunicó:
–Sansón, dentro de una semana iré con Ellie a pasar el día con la señora de Branson. Si ustedes, los hombres, desean venir con nosotras, serán bienvenidos; de lo contrario, llevaremos a Thad para que nos proteja.
Desde ese momento, Thad estuvo seguro de que el viaje se realizaría, porque cuando su madre llamaba a su padre por el nombre era porque estaba completamente decidida. El padre también lo sabía. En realidad, la cosa no era para hacer tanto barullo, porque tanto Luisa como Ellie manejaban un arma como podía hacerlo cualquier hombre o muchacho del campo.
Así, cierto amanecer de primavera, cuando los pájaros llenaban el aire con sus cantos, Ellie se unió a Thad y su madre en la puerta de la hacienda. Ellie montaba un caballito fuerte y de pelo suave que tenía una franja negra desde la crin hasta la cola. Venía con dos niños pequeños, sentados uno delante de ella; y el otro, atrás.
Luisa montaba el caballo de Travis, al que llamaban Avispa Azul, animal fuerte y activo que detectaba la presencia de indios a más distancia que cualquier perro. Thad cabalgaba sobre Cosita, que también era buena para husmear indios. Tomaron la huella marcada por la hacienda a la vera del arroyo y siguieron viaje.
Se dirigieron hacia el sur a través de praderas onduladas, sobre las que se recortaban, a la distancia, los perfiles de unos cerros azulados. El aire estaba impregnado del perfume dulzón de las florecillas silvestres que por kilómetros y kilómetros alfombraban el suelo de azul, dando la impresión de que se reflejaba el cielo. En otras lomadas, había grandes manchas amarillentas, formadas por miles de flores de ese color que se mecían airosas sobre sus largos tallos. Parecía una tierra inmensa y vacía, pero para Thad estaba llena de maravillas y sorpresas.
El sol subió alto y dejó caer sus rayos sobre las cabezas de los viajeros, pero pronto la huella se internó bajo la sombreada frescura de los árboles que bordeaban el arroyo. Por fin vieron un grupo de carretas en una vuelta del riacho, y a los vacunos de Branson que pastaban aquí y allá.
La señora de Branson las estaba aguardando, pues unos días antes Ben Atkins y Travis habían pasado por allí, avisándole de los planes de Luisa.
–¡M-m-m, comida! –exclamó Thad cuando percibió el olor de lo que se guisaba en el fogón al aire libre.
Una mujer de color, cincuentona y regordeta, atendía la cocina. Era la tía Dulcie, esposa del tío Wash. Ambos trabajaban para la familia Branson. Thad había visto al tío Wash una vez que arreaba ganado con otros hombres.
–Ya hace bastante tiempo que desayunamos –afirmó Thad mientras se aproximaban–, y me estoy muriendo de hambre.
Veinte kilómetros de cabalgata le habían abierto el apetito.
Deberías esperar por lo menos tres horas, Thad –le recordó su madre–. Apenas son las nueve de la mañana.
–Todavía vivimos en las carretas –se disculpó la señora de Branson, pero señaló hacia donde los hombres habían puesto los fundamentos para la casa y había una chimenea de piedra a medio construir.
Marcela de Branson era una mujer menuda y amigable, de ojos oscuros y llenos de vivacidad. Tenía el cabello ondulado recogido en un moño sobre el cuello. Hablaba queda pero rápidamente, con un acento fluido y suave que Thad no había oído nunca antes. Después supo por qué su manera de hablar era distinta de la de Ben Atkins, aunque ambos eran de Kentucky. La señora de Branson había sido maestra de escuela antes de casarse y cuidaba mucho su inglés. La mayoría de la gente de la región central de Texas no se tomaba esa molestia por aquellos días. Thad notó que el cuello blanco del vestido azul de la señora estaba asegurado por un prendedor con una hermosa piedra. En el borde inferior, tenía grabada la letra M.
Además de Beau, había en la familia otro niño de tres años llamado Stevie, de cabellos rubios y ojos castaños, como su madre. Parecía ser el mimado de toda la familia, especialmente de su hermana mayor y de la tía Dulcie.
Para Thad, los miembros más atractivos de la familia eran Melissa y Cecilia, a quienes llamaban “Lissy” y “Celie”. Eran dos niñas tan hermosas como Thad no había visto nunca y, pensaba él, nunca volvería a ver. Admitía que su trato con niñas era francamente escaso porque, fuera de las de Morton, que eran varios años mayores que él y vivían a más de veinte kilómetros hacia el norte, y algunas primas que había conocido en un viaje a Fort Worth, nunca había visto otras.
Él era un muchacho rudo de la frontera, criado en una hacienda, pero que gustaba de lo que fuera bello. Le costaba quitar los ojos de encima de las dos muchachas: Melissa, de cabello oscuro y ensortijado; y Cecilia, de cabello color de miel y ojos castaño oscuro. Sus vestidos eran iguales, con una diferencia de color: el de Celie era de una tela a rayas rosadas y blancas mientras que en el de Lissy las rayas eran azules y blancas.
–Vamos al arroyo, que te voy a mostrar algo–invitó Beau.
Pero antes Melissa trajo algunas galletitas para todos.
–Tía Dulcie dice que esto sostendrá el estómago hasta la hora del almuerzo –dijo.
Thad estaba seguro de que eso no le arruinaría el almuerzo, así que, masticando a dos carrillos siguió a los otros hacia unos cobertizos que el padre había levantado a poca distancia de las barrancas del arroyo.
Bajaron por una senda que atravesaba espesas formaciones de arbustos hasta que llegaron al arroyo, donde unos árboles enormes crecían entre ambas riberas. Allí había un remanso, formado en un sitio hondo que habían cavado los desagües de las lluvias de primavera. Un gigantesco álamo americano se inclinaba sobre el remanso, sombreando el lugar. En la orilla opuesta, otros árboles proyectaban sus ramas sobre el arroyo, entrelazándolas con las de este lado.
Era un paraje solitario y misterioso. Thad pensó que se trataba de un magnífico lugar para que un muchacho tuviera su escondite secreto, y eso era precisamente lo que Beau y sus hermanas habían hecho. Cuando Thad fue conducido a través de los tupidos arbustos, vio una senda apenas visible que corría por una de las barrancas, justo encima del remanso. Beau levantó una cortina de plantas silvestres y dejó al descubierto la entrada de una cueva.
Entraron y Beau dejó caer la cortina; todo quedó negro. Nadie habría sospechado la existencia de esa cueva porque estaba completamente fuera de la vista.
En un lado de la pared de la cueva, había cavado un estante. En él se veían algunas velas, y Beau encendió una. En el estante también había unas cuantas cajas de hojalata que llamaron