Название | El pecoso y los comanches |
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Автор произведения | Mabel Cason |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789877983333 |
–¡Mira, si apenas puede tenerse en pie!
Cuando le acarició la nariz barrosa, la potranquita meneó su cabeza suavemente y luego dirigió hacia él sus ojos tiernos. Ese gesto le ganó el corazón a Thad, en cuyos ojos asomaron lágrimas de compasión. Pero solo asomaron, porque un muchacho como él no podía llorar. Tenía doce años.
En el anca izquierda, el animal mostraba una cicatriz blanquecina que parecía una tijera abierta. Thad creyó que se trataba de la marca, pero cuando la examinó de cerca vio que era el rastro de una vieja herida. Sin embargo, a él le serviría de marca para reconocer a su potranquita. Ya podía hablar de “su” potranquita, porque su padre le había dicho: “Es tuya, hijo”.
–Parece muerta de hambre –comentó Thad.
–La tenían los indios –explicó Travis–. La conseguimos de algunos rangers (guardianes de recorrida) que andaban de este lado de Waco. Poco antes habían tenido una escaramuza con los comanches. Cuando los indios se retiraban, los rangers los siguieron un trecho y encontraron a esta potranquita. Los comanches la habían abandonado porque estaba rendida, luego de haberla exigido como lo hacen los indios.
–Me imagino que la habrían robado a pobladores blancos –agregó Thad.
–Por supuesto –convino Travis–. Quizás a algunos de esos españoles que viven en México. Pudieron haber matado a la familia también.
–Uno de los rangers le tuvo lástima, y le dio agua y algo de comer –terció el padre–, pero no podía cuidarla, de modo que la trajimos nosotros.
–¿Cuánto le diste por ella? –preguntó Reed, hermano mayor de Thad y ranger de Texas, como Thad esperaba serlo un día.
En esos días estaba en casa reponiéndose de un brazo enfermo. Había recibido una herida de flecha en una lucha con los comanches, poco tiempo antes.
–El ranger estaba en la herrería cuando lo encontramos, y nos dijo que podíamos llevárnosla por el precio de una herrada.
–¡Cincuenta centavos! –y Reed y su madre rieron juntos–. Me imagino lo que te habrá costado desprenderte de ese dinero. Y ¿qué fue lo que te indujo a comprarla? –inquirió Reed.
–El hombre me dijo que era mansa y pensé que a Thad le gustaría tenerla. Él siente tanto apego por los animales...
–Estos caballitos españoles son como el alambre: duros y flexibles –señaló Travis–, aunque no sean de mucho cuerpo. Por otra parte, este animal tendrá tres o cuatro años, a lo sumo.
Thad observó más de cerca a la potranca, y vio que las crines y la cola, llenas de abrojos, podrían llegar a ser largas y gruesas si se las rasqueteaba.
El cuero le quedaría negro y lustroso luego de que se le sanaran las mataduras, engordara un poco y estuviese limpia. Se encariñó con la potranca desde aquel mismo instante.
Empleó el resto de la tarde en rasquetearla y curarle la piel. Luego la cepilló hasta dejarla lustrosa. A la potranca le agradaban esas atenciones. Thad la mimaba y le hablaba despacio al oído, y ella parecía gustar tanto del muchacho como él de ella.
Whizzer, el perro de Thad, sabueso amarillento, grande y viejo, de incierto linaje, contemplaba echado los arrumacos. Thad debía mimarlo también a él de vez en cuando, para que no se pusiera celoso.
Esa noche, hasta la hora de ir a dormir, la familia estuvo gastándole chistes al padre por la ocurrencia de comprar la potranca.
–Bueno, se pondrá linda cuando Thad la cuide –se defendía él–. Hay quienes dicen que los caballos españoles tienen sangre de árabes. Por eso los ojos son tan grandes; los ollares, tan anchos; y los tobillos, tan delgados.
–Está bien; será una cosita interesante esta potranca –dijo la madre.
–¡Cosita! –gritó Thad al tiempo que saltaba de su silla–. ¡Ese es el nombre que le voy a poner: Cosita!
–Había olvidado decirte algo, Thad –intervino el padre–. El que me la vendió me dijo que puede olfatear a los indios a más distancia de lo que un galgo puede hacerlo con una liebre. Así que, cuando te alejes de casa préstale atención, y te hará saber si anda cerca algún indio.
Los padres de Thad habían nacido en Misuri, que por aquellos días era la frontera del país, pero descendían de esas familias infatigables que continuamente se desplazaban hacia el oeste con la esperanza de encontrar mejores oportunidades. Así fue como el país se engrandeció.
Como se sabe, México y Texas pertenecían a España. Luego, cuando México se rebeló contra la tutela española en 1821, arrastró consigo a Texas. Moisés Austin obtuvo permiso del nuevo gobernador mexicano en Texas para introducir trescientas familias de pobladores de los Estados Unidos, a través del río Sabino. Poco tiempo después murió, pero su hijo, Esteban F. Austin, siguió adelante con los planes. Los dos abuelos de Thad, el abuelo Wilson y el abuelo Conway, vinieron con aquellos primeros pobladores de Texas y establecieron sus hogares a orillas del río Brazos. Allí crecieron juntos Luisa Wilson y Sansón Conway, que luego se casaron. Desde el día en que habían llegado a Texas, ambas familias y sus vecinos habían combatido a los comanches.
Después de que hubieron nacido sus dos primeros hijos, Sansón y Luisa sintieron los mismos impulsos que sus antepasados, y se trasladaron más hacia el oeste, hasta la misma frontera de la civilización, en Brown County. Allí fundaron su hacienda a la vera del Pecan Bayou, arroyo que serpenteaba entre altas márgenes, perpetuamente sombreadas por olmos enormes y árboles de pacana.
Eso ocurría en 1851 y los comanches, que constantemente eran empujados hacia el oeste, desde entonces habían estado provocando dificultades. El robo de caballos era la actividad más frecuente para perjudicar a los pobladores blancos, pero también acompañaban esas fechorías con incendios y muertes. De vez en cuando, cometían algún rapto.
“Durante dos años después de que nos establecimos aquí –solía escuchar decir Thad a su madre–, no vi ninguna mujer blanca. Había unos pocos hombres solteros, pero ninguna mujer en la frontera. Me sentí feliz cuando los esposos Clark se mudaron a tres kilómetros arroyo arriba”. Por supuesto que pronto se hizo amiga de la señora de Clark, amistad que duró mientras vivieron.
La charla junto al fuego o en la galería de la hacienda con frecuencia se refería a los comanches y sus andanzas. A veces, se comentaba la guerra entre Estados de la Unión que se desarrollaba lejos de las fronteras de Texas, que en ese tiempo ya pertenecía a los Estados Unidos. Todo poblador apto de la frontera occidental era indispensable para la protección contra las incursiones de los comanches.
Una tarde de primavera en que la brisa del golfo lejano soplaba suave y el frío ya había pasado, Reed advirtió:
–Cualquier noche de luna vendrán los comanches por aquí. Yo debo tomar servicio con los rangers mañana, pero ustedes estarán seguros con Atkins, Weaver y Bynum. Mamá, Travis y Thad estarán bastante bien con un rifle.
–¿Dónde piensas que se esconden cuando no andan de correrías? –preguntó Thad.
–Ellos lo saben muy bien, muchacho –repuso Reed–. El Gobierno les ha dado tierras al otro lado del río Rojo.
–¿Es eso lo que tú llamas “territorio indio”?–insistió Thad.
–Eso es –respondió su hermano–. El Gobierno les da alimento y ropas, si se quedan allí, y la mayoría de las tribus están satisfechas. Pero los comanches son una manada salvaje. Cuando el tiempo es bueno, se vienen al oeste de Texas y roban a los pobladores a lo largo de los arroyos.
–Por eso no nos molestan en invierno –sugirió Thad.
–Así