El pecoso y los comanches. Mabel Cason

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Название El pecoso y los comanches
Автор произведения Mabel Cason
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877983333



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indios, venimos a escondernos aquí.

      –¿Qué tienen guardado en la despensa? –inquirió Thad.

      Melissa abrió las cajas una por una. La primera contenía algunos trozos de carne desecada. Podía conservarse por mucho tiempo si no había humedad. En otra había bizcochos y trozos de pan. En la siguiente, el contenido era de duraznos y manzanas secos; y en la última, de varias clases de galletitas. Melissa aún tenía dos de las galletitas que había traído de las carretas; y Celie, una. Las pusieron en la última caja y tomaron algunas de las que allí habían estado guardadas.

      –Estas las puse aquí la semana pasada –explicó Melissa–. Las comeremos ahora y guardaremos las nuevas para la próxima vez.

      Thad rio.

      –Nunca he visto ardillas tan buenas para almacenar provisiones –dijo.

      Luego jugaron a los indios y a los pobladores hasta que oyeron que la señora de Branson los llamaba para almorzar. Thad nunca se había divertido tanto. Luego de la comida, Melissa, que a pesar de su aspecto delicado era bastante retozona, invitó a los demás:

      –Vengan, vamos a mostrarle a Thad el nido de la codorniz.

      A corta distancia de las carretas, bajo uno arbustos, estaba el nido. Thad se sorprendió cuando vio que en él había 18 huevos.

      –No los toques –le advirtió Melissa–, porque de lo contrario la madre los abandonará.

      –Ya lo sé –respondió Thad–. He descubierto uno cerca de mi casa, pero tiene solo doce huevos. Me guardaré dos pichones cuando nazcan.

      –¿Cómo vas a hacer para cazarlos? –quiso saber Beau.

      Thad se dio cuenta, entonces, de que Beau no había vivido mucho en el campo; de otro modo, no le hubiera hecho esa pregunta.

      –Poco antes de que nazcan, pondré los huevos bajo una gallina clueca, y allí saldrán del cascarón.

      En ese momento, su madre lo llamó porque debían regresar. Había sido uno de los días más felices de su vida. Hasta entonces, no había comprendido que había estado viviendo solo o, mejor dicho, que necesitaba la compañía de otros muchachos y niñas de su edad.

      Mientras cabalgaba de regreso al hogar con su madre y Ellie, Thad se retrasaba, envuelto en sus pensamientos sobre los Branson. Llegó a la conclusión de que las chicas eran algo especial. No eran rudas como los muchachos, sino hermosas y gentiles en su comportamiento, al menos las chicas de Branson. Si no volvían pronto a realizar otra visita, se propuso buscar él la oportunidad para verlas otra vez. Su madre no podía salir muy a menudo, pero su padre o alguno de los peones con frecuencia hacían ese camino para ver el ganado. Su padre estaba escaso de gente para trabajar, por causa de la guerra, de manera que Thad ocupaba largas horas ayudando en las tareas de la hacienda. De alguna manera se las arreglaría para ir con los peones la próxima vez que tuvieran algo que hacer por el sur.

      Habrían andado unos nueve kilómetros cuando, de pronto, Cosita irguió las orejas, y comenzó a resoplar y a tirar del freno. Mostraba señales de impaciencia y parecía querer alejarse de aquel lugar rápidamente. Thad comprendió lo que significaba. La espoleó, y en un momento alcanzó a su madre y a Ellie.

      –¡Mamá, hay indios cerca! ¡Cosita los ha olfateado!

      El caballo que montaba su madre ya reaccionaba de la misma manera, y ella le dijo a la compañera:

      –Ellie, dame uno de los niños.

      Tomó al pequeño Tommy Clark y lo sentó delante de sí. Thad empezó a oír enseguida los golpes sordos y lejanos de los tambores indios. Sus oídos eran tan agudos como los de un coyote. Las mujeres todavía no habían percibido el tum-tum.

      –Mamá, ¿no oyes los tambores?

      –¡Yo sí! –exclamó Ellie–. ¡Tambores indios!

      La madre esforzó el oído un instante y luego asintió. Ahora también ella oía los golpes rítmicos de los parches distantes.

      –¡Apuremos el paso! –gritó.

      Nadie necesitaba que se repitiera esa orden. Los caballos galopaban desesperadamente. Esos tambores solo podían significar una cosa: que no lejos había un campamento indio, y los caballos presentían el peligro. Todo caballo que hubiera estado un tiempo en manos de los comanches conocía el trato cruel al que era sometido y temía a los indios.

      Una flecha silbó cerca de la cabeza de Cosita, poniéndolos al tanto de que eran perseguidos. Thad quedó a la zaga del grupo y miró hacia unos árboles que bordeaban el arroyo. Inmediatamente desenfundó el Colt 45 que su padre siempre le recomendaba que llevara. Cosita casi rompía el freno por irse, pero Thad la sujetaba. Advirtió un movimiento apenas perceptible entre los arbustos que crecían junto a la arboleda. Apuntó hacia el lugar y disparó. Luego fue a reunirse con su madre y Ellie. No hubo más flechas. Después de un rato, aflojaron el paso. Los niños de Ellie no dejaron escapar un solo grito. Eran niños de la frontera.

      Unos cinco kilómetros antes de llegar, se reunieron con el padre de Thad y con Ben Atkins, que venían a encontrarlos.

      –Estábamos preocupados por ustedes –explicó el padre–, después de que Ben volvió de por ahí y dijo que había oído tambores indios.

      –Sí, también nosotros los oímos –respondió la madre–. Corrimos un buen trecho luego de eso.

      –También nos arrojaron una flecha –agregó Ellie–, pero Thad los amedrentó.

      El padre miró a Thad con ojos de aprobación.

      –Muy bien, hijo –expresó–; yo sabía que lo harías.

      Thad se movió incómodo, como si le apretara la ropa, y respondió, algo incómodo:

      –No fue nada...

      –Sospecho que son muchachones los que nos persiguieron –dijo la madre–. Andarían a la búsqueda de cabelleras o caballos.

      –No conviene que salgan solos otra vez–apuntó el padre–. La próxima vez, puede haber más que muchachones y quizás se los lleven. No es seguro.

      Ellie se rio en voz baja.

      –Por ningún lado que lo mire es seguro vivir en esta parte de Texas –le dijo a Conway–, pero no haremos otra vez lo que hicimos.

      Cuando desmontaban, el padre sacudió la cabeza, mientras decía:

      –Mucho me temo que tendremos que hacer frente a unas cuantas incursiones de los comanches este verano. Demasiado pronto andan rondando las poblaciones.

      Merodean los comanches

      El padre de Thad era diferente de algunos de los hombres de la frontera de Texas. Era un devoto creyente en la Biblia y gobernaba su conducta por las enseñanzas del Libro. Cada noche a las ocho, antes de ir a la cama, reunía a la familia, incluyendo a todos los que vivían en la casa y a algunos de los peones que estaban dispuestos a acompañar a la familia en sus oraciones. Cada noche, con un acento de reverencia que conmovía el corazón de Thad, su padre leía un pasaje de la Biblia. Luego se arrodillaban y él oraba fervientemente a Dios. A Thad le parecía que su padre estaba seguro de que Dios lo escuchaba. Para finalizar, cantaban un himno.

      Los pensamientos de confianza que allí se expresaban y el lenguaje sublime de la Escritura llenaban el alma del muchacho. Lo poético de algunos pasajes hacía vibrar su corazón como un poderoso trueno de tormenta, o la cálida belleza del otoño. En cuanto a literatura, era lo único que Thad