Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

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Название Las crónicas de Ediron
Автор произведения Alejandro Bermejo Jiménez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418411588



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Un fuerte golpe contra un árbol hizo que parara su trayectoria, cayendo de bruces contra el suelo. Todo se sumió en negro.

      5

      Remir y Sideris habían pasado la noche en el desierto. Aunque la Corona de Arân había sido visible durante la noche, aún les quedaba una distancia considerable hasta llegar a la ciudad. No fue hasta ya avanzando el día cuando los dos compañeros vislumbraron carros y diferentes personas yendo y viniendo en dirección a la ciudad. Se acercaban para vender sus mercancías, así como para comprar otras.

      La única manera de acceder a la Corona era a través de una rampa que empezaba en la nuca del Gigante e iba ascendiendo, rodeando la cabeza hasta llegar a la entrada de la ciudad, situada por encima de la frente. La rampa, construida de madera y piedra, tenía diferentes zonas donde parar debido a su gran tamaño. En cada zona de descanso existían diversos establecimientos: desde pequeños comercios, casetas de guardias y zonas de abastecimiento y descanso para animales. Varios carros de mercancías necesitaban ser empujados para poder subir la pendiente.

      Cuando Remir y Sideris llegaron a lo alto de la cabeza estaban sin aliento. El hombre notaba el zumbido de una vena en la sien palpitando sin cesar. Sideris no estaba mejor: su lengua pendía de la boca, arrastrándola como si fuera un peso más con el que cargar. Hacía mucho calor y Remir estaba seguro de que todo el sudor que estaba expulsando podía llenar varios cubos. Se acercó al borde de la rampa para disfrutar del aire y, mirando hacia abajo, Remir podía ver la protuberancia de la nariz de la cabeza del Gigante. Desde su posición, tenía una visión clara de todo el terreno alrededor de la ciudad. Era imposible acercarse sin ser visto.

      El ajetreo se intensificó en las puertas de la ciudad, que, incluso estando abiertas, varios guardias hacían parar a los extranjeros, inspeccionando a los visitantes y las cargas que traían para decidir si entraban o no. Muchos animales de carga se quejaban tras la gran subida, pero sus amos seguían presionándolos para seguir avanzando con sus bultos. Remir vio a varios mercaderes dejar algunas bolsas en las manos de los guardias.

      —¡Alto!

      Un guardia se dirigía directamente a Remir y Sideris, quienes caminaban en dirección a la entrada de la Corona de Arân. Portaba una capa sobre su uniforme de guardia, necesaria para protegerse del constante movimiento de arena de la ciudad. Una lanza estaba en su mano, aunque Remir supo que llevaba una espada debajo de la capa.

      —¡Alto! —repitió el guardia, ya cerca de los dos compañeros. Echó una mirada con el ceño fruncido a Sideris—. ¿Qué propósito os trae a la Corona de Arân?

      —Venimos a ver al escribano de la ciudad.

      —¿Al escribano? ¿Qué asuntos tratáis con él?

      Remir cogió la cabeza del bandido de su cinto y la sostuvo enfrente del guardia. Este se apartó un poco.

      —El bandido autoproclamado rey del desierto quiere tener unas palabras con él.

      —Guarda eso —ordenó el guardia tras recomponerse. Miró a Sideris, y de nuevo a Remir—. No es buena idea que entréis en la ciudad. Estamos prohibiendo el paso a extranjeros con animales.

      Remir frunció el ceño. Se ató la cabeza de nuevo al cinto, y luego señaló a todos las personas con animales que estaban entrando en la ciudad.

      —Creo que estos extranjeros tienen animales y están entrando. Mira, por ahí entra un buen hombre con un buey.

      —Esos animales sirven para el transporte de mercancías, tu chucho puede dar problemas.

      —A mi «chucho» no le gusta que le llamen así. Es un lobo muy dócil, ¿verdad que sí?

      Sideris soltó un gran ladrido. El buey que estaba en la entrada arrastrando un carro se sobresaltó, obligando a su amo a mantenerlo a raya con una vara.

      —Parece que el buey puede dar problemas también, y esos cuernos que tiene… —puntualizó Remir. Después miró al guardia, quien no le estaba dando la mejor de las miradas—. Solo queremos ver al escribano, darle la prueba de que el bandido está muerto, y cobrar la recompensa. Con esto, mi compañero y yo nos iremos de la ciudad hoy mismo. No tenemos intención de causar ningún altercado.

      El buey de la entrada no estaba respondiendo bien a los constantes azotes de su amo. Varios guardias se unieron para calmar al animal. El guardia que estaba con Remir y Sideris se giró para controlar el altercado, y viendo que sus compañeros le llamaban, asintió a Remir, dándoles el permiso para poder entrar en la ciudad. Humano y lobo no se lo pensaron dos veces y atravesaron las puertas, dejando atrás al encabritado buey.

      Se decía que la Corona de Arân cada vez era más y más pesada por la cantidad de personas que vivían en ella, y hacía que la cabeza del Gigante se hundiera más en la arena. Existía una gran superpoblación en la ciudad, que era más bien limitada. Las nuevas edificaciones se comían el espacio libre con más frecuencia, provocando que las calles secundarias se estrecharan, lo justo para que pasaran una o dos personas a la vez. Lo único ancho era la calle principal, por donde desfilaban arriba y abajo los mercaderes con sus carros.

      Una gran muralla rodeaba las casas, lo cual las protegía del viento y de la arena que traía en cada ráfaga. Aun así, muchas viviendas tenían telas en los techos para minimizar la entrada de polvo y arena en sus hogares. Estas estaban construidas de una arcilla capaz de absorber el calor del día y expulsarlo por la noche, combatiendo de esta manera los cambios drásticos de temperatura del desierto de Arân. Este material hacía que adquirieran un color parecido al de la arena.

      Remir dirigió la mirada hacia una de las calles estrechas para decidir qué recorrido escogían para llegar hasta el escribano. Parecía que no había ninguna pista que les indicara por donde ir. En la calle, una mujer había abierto la ventana de su casa y había sacado un cubo que contenía un material marrón y maloliente. Remir no hizo más que imaginarse el contenido del cubo que estaba siendo arrojado a la calle, junto a un hombre que estaba aliviándose en la pared. Otro hombre, no muy lejos de donde habían caído las heces del cubo, estaba a cuatro patas, expulsando un líquido blanco por la boca. Remir y Sideris decidieron no interrumpir el día de aquellas buenas personas y continuaron andando, viendo que la mayoría de la población se movía por allí. No tardaron en llegar a un lugar grande y espacioso, que Remir supuso era la plaza central.

      En la plaza había congregada una multitud de personas que iba y venía por la misma calle que conectaba con la entrada principal de la ciudad. Había varias paradas que vendían diferente género, desde verdura, carne ya cortada, hasta armas y armaduras de todo tipo. Aun desde la distancia, Remir escuchaba los gritos de los vendedores, intentando hacerse notar respecto a su competencia.

      —¡Estás en el medio, muchacho!

      Una voz en la espalda de Remir le sobresaltó. Era el propietario del buey alterado. Remir se movió a un lado, y aprovechó la oportunidad para preguntar:

      —Disculpa, ¿me podrías decir dónde puedo encontrar al escribano?

      —¿Me ves con cara de letras, chaval? —sin esperar respuesta, escupió al suelo tras un breve ataque de tos—. Que no te engañen las gafas, son del buey. Pregunta en la taberna, al noreste desde la plaza.

      El hombre siguió escupiendo según avanzaba entre la multitud. Siguiendo las instrucciones, Remir y Sideris se dirigieron al noreste desde la plaza. Por suerte, durante el trayecto por varias calles secundarias no encontraron ningún ciudadano expulsando desechos humanos y pronto se encontraron de frente con un edificio con un gran letrero gastado, con una jarra de cerveza dibujada, y rezaba El Piojo Ebrio. Remir y Sideris entraron.

      La taberna estaba a oscuras, la luz del exterior apenas entraba por los sucios cristales de las ventanas. Si no fuera por las velas puestas en las mesas, la estancia estaría completamente a oscuras en pleno día. Los ojos de Remir tardaron un rato en acostumbrase a la penumbra. El antro estaba casi vacío, a excepción de dos hombres sentados en una mesa redonda, con sendas jarras de cerveza y discutiendo en voz alta. Los hombres mostraban signos de que esas cervezas no eran las primeras del día. Remir los dejó atrás y se dirigió a la barra, donde