Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

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Название Las crónicas de Ediron
Автор произведения Alejandro Bermejo Jiménez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418411588



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hombre buscaba algo en el interior de su nariz—. ¡Ese no sabe quién es hasta que se lo recuerdan! ¿Seguro que no los confundió con alguna de sus ovejas?

      —¡No! Me lo contó él mismo: criaturas que no había visto antes, de baja estatura y piel verde.

      —¡Solo le faltaba decir que tenían un solo ojo como él para describirse!

      Los dos hombres rieron a la vez con sonoras carcajadas.

      —Lo que vio seguramente fue esa maldita mosca que le entró en el ojo y no pudo sacarse con el tenedor —continuó el que estaba hurgando en la nariz. Movía los dedos de forma circular con el preciado tesoro.

      —¡Su cara era de terror cuando me lo contaba!

      —¡Esa es la cara que tiene desde que se casó con esa mujer!

      Los dos hombres rieron de nuevo, con jarra en mano, salpicando por doquier. Ambos mostraban unas barrigas grandes y redondas.

      —¿Qué va a ser? —preguntó una voz cerca de Remir. Este se giró; era el camarero.

      —Información. Querría saber dónde…

      —Tenemos cerveza —el camarero le cortó enseguida.

      Remir se lo pensó un momento y pidió una cerveza. El tabernero cogió una jarra cercana y la llenó de un barril que tenía cerca. Le dio la jarra llena a Remir, y este dejó unas monedas al lado. El tabernero se quedó mirando a Remir mientras cogía la jarra y se la llevaba a sus labios. La nariz de Remir le advirtió que no tomara el brebaje; olía a cualquier otra cosa menos a cerveza.

      —¿Dónde puedo encontrar al escribano de la ciudad? —fue directamente al grano, apartando la jarra de sus labios.

      El tabernero tardó en responder. Se lo quedó mirando a un rato, y a veces miraba a la jarra que le acababa de servir.

      —El escribano trabaja para el Regente local.

      —Solo necesito saber dónde puedo encontrarlo. Mi amigo —Remir señaló la bolsa colgando de su costado— necesita tener unas palabras con él.

      El tabernero arqueó un labio, expresando repugnancia. Remir podía ver el mecanismo de su mente que producía que los pensamientos trabajasen entre sus dos espesas cejas: se proponía evitar ayudar a Remir o hacer que se fuera lo antes posible de su taberna.

      —Al oeste de la plaza. La casa grande y roja —contestó al fin.

      —¡Tabernero, otra jarra de cerveza por aquí! —gritó uno de los borrachos.

      Inmediatamente, el tabernero cogió la jarra de Remir y la llevó hasta la mesa de los hombres. El que la había pedido empezó a tragar sin descanso. Varias gotas le caían por los lados de la boca.

      Remir y Sideris abandonaron el oscuro antro y volvieron en dirección a la plaza central. Esta albergaba más gente que antes; nuevas paradas habían aparecido, se escuchaban más gritos, y la multitud se movía constantemente. Incluso varias parejas de guardias vigilaban las transacciones que se llevaban a cabo. A veces intervenían, con algún que otro golpe de lanza, en las discusiones y disputas que se generaban.

      Humano y lobo rodearon la muchedumbre y cogieron una calle segundaria, hacia el este, según las indicaciones del tabernero. Se encontraron rápidamente con callejones sin salida, o tan estrechas que no podían pasar. En una ocasión, Remir pisó algo que no quiso saber qué era. Varias calles los llevaban en la dirección contraria para tomar otra que los llevaba en la correcta.

      Después de sortear el laberinto, Remir y Sideris vieron una casa de dos pisos, de tonalidad roja, al final de la calle de donde estaban. Se dirigieron hacia allí. Había un letrero con un dibujo de una pluma de escritura. El humano suspiró, aliviado de haber encontrado su objetivo.

      Remir golpeó suavemente la puerta con el puño. No obtuvo respuesta. Un sonido de campanas sonó en algún lugar de la ciudad. Volvió a llamar, pero esta vez golpeó con algo más de fuerza. En el segundo impacto, la puerta se abrió un poco tras un crujido. El sonido de las campanas seguía sonando. Remir miró a Sideris, y empujó la puerta para abrirla.

      —¿Hola? —saludó Remir al entrar en la casa.

      El recibidor de la vivienda contenía una gran moqueta que se extendía y luego se dividía a izquierda y derecha, hacia otras habitaciones. La moqueta amortiguaba los cautelosos pasos de los recién llegados. Había un banco de madera con varias almohadas, y en la pared de enfrente, un pequeño aparador con papeles desordenados. Remir pudo ver un armario con vitrina que contenía muchos libros, de gran tamaño y cuidadosamente mantenidos.

      Remir siguió inspeccionando la estancia, atento a cualquier movimiento.

      —¿Hay alguien aquí? —preguntó de nuevo, pero solo el silencio le contestó.

      «Quizá deba esperar a que regrese», pensó a la vez que se acercaba al banco para sentarse. Pero justo antes de hacerlo, un objeto le llamó la atención: un recipiente de tinta estaba tirado en la moqueta, cerca de la puerta de la izquierda, tiñéndolo todo de negro.

      El cazarrecompensas se acercó a la estancia y entró, intrigado por el pequeño charco de tinta. Un gran escritorio inundado de papeles, libros y otros documentos ocupaba la habitación, pero Remir se concentró en otra cosa: en el cuerpo sin vida, tirado boca a arriba con una espada clavada en el pecho, que yacía en la misma moqueta que llegaba del recibidor. La sangre había coloreado todo alrededor del cadáver del mismo color que el exterior de la casa.

      —Oh, no, ¡no! —asustado, Remir se acercó al cuerpo. Las campanas seguían sonando.

      Pudo deducir con facilidad que el cadáver pertenecía al escribano. Lo identificó porque en una de las manos había una pluma y un portapapeles, que seguramente contenía el frasco de tinta que había visto antes. Rápidamente, Remir salvó una gran montaña de cenizas, apartó un pedestal donde los libros de la víctima habrían reposado, y se arrodilló ante el escribano e inspeccionó el cuerpo: la espada le había atravesado el esternón y se mantenía fija dentro del cuerpo. El arma también estaba manchada de sangre, pero eso no pudo ocultar algo que a Remir le asustó aún más: la misma marca que había encontrado en las armas de los goblins, en el desierto, se encontraba allí.

      ¡BUM!

      Remir se puso de pie de golpe. Tenía las manos y las rodillas manchadas de sangre. Sideris ladraba. Las campanas seguían sonando en la ciudad.

      —¡ASESINO! ¡ALTO!

      Varios guardias habían entrado en el despacho del escribano con las espadas desenvainadas.

      —¡No! ¡No lo he atacado yo! —intentó aclarar Remir. Los guardias estaban muy cerca de él, gritando y salpicando más la estancia de sangre con sus pisadas. Sideris seguía ladrando, soltando alguna mordedura al aire—. ¡No Sideris, tranquilo!

      Un fuerte golpe en la mandíbula lanzó a Remir contra la pared. Apoyó las manos en ella, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Se giró y vio a dos guardias que le cogían de la pechera y lo arrastraban fuera de la estancia. Remir estaba desorientado por el golpe, pero puso pies en firme e intentó resistirse.

      —¡Sideris, déjalo, corre!

      El lobo se defendía de los guardias que le atacaban con las espadas. Lo estaban acorralando contra la pared cuando otro guardia apareció. Lanzó una red sobre Sideris que lo atrapó rápidamente. El guardia empezó a arrastrarlo. El lobo cayó de lado mientras el guardia se lo llevaba; pataleaba y lanzaba dentadas sin parar, pero la red solo hacía más que enredarse en el cuerpo del animal.

      —¡NO! ¡SIDERIS!

      Remir sentía una inusual rabia en su interior. Un fuego impulsado por el cautiverio y el maltrato a su compañero. Intentó usar esta renovada fuerza forcejándose con los guardias que lo retenían. Solo quería salvar a su compañero e irse de esta sucia ciudad. En un descuido de uno de sus captores, logró zafarse con un codazo dirigido a las tripas. Pero de poco le sirvió, en cuanto dio un paso, un par más de manos