Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

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Название Las crónicas de Ediron
Автор произведения Alejandro Bermejo Jiménez
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418411588



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trayendo la espada hacia sí mismo y vislumbrando donde estaban las tres criaturas restantes, pues Sideris se encontraba enzarzado arrancando la yugular del primer goblin que había caído en la arena.

      De los seres restantes había uno que llevaba escudo y ya levantaba la espada para atacar a Remir. Este se adelantó pateando la defensa de su enemigo, haciendo que se tambaleara. El lobo salió de la nada y embistió a la criatura. Remir paró uno de los golpes que había lanzado otra de las criaturas y rápidamente se giró para enfrentarse a la tercera, pues había visto como saltaba hasta ponerse a una altura superior de la de Remir. «¿Qué tienen estas criaturas que no paran de saltar?» se preguntó.

      El ataque lo paró con algo de dificultad, haciendo que se hundiera varios centímetros en la arena. Con frustración, Remir se dijo para sí mismo: «Tienen más fuerza de lo que aparentan, y aprovechan cualquier hueco que pueda haber para lanzar un ataque. Debo acabar con ellos rápidamente».

      Así que, con un veloz movimiento de piernas, Remir se colocó a un lado del goblin que había saltado y que ya se encontraba en el suelo, y atacó. El enemigo paró el ataque, tambaleándose por la fuerza que había usado el humano. En cuanto el ataque fue bloqueado, el hombre usó una ligera finta y volvió a atacar a la criatura. Esta vez no pudo parar la segunda embestida. Cayó muerta al instante.

      Remir tenía en frente suyo el último goblin. Sideris seguía enredado con la otra criatura, que había cogido al lobo y mientras le clavaba afiladas uñas, intentaba morderlo. Remir, queriendo ayudar a Sideris, utilizó una jugarreta: lanzó arena con la punta de la espada hacia la criatura que estaba enfrente mientras se lanzaba contra él. El goblin se echó para atrás tras recibir el impacto de la arena en su cara y Remir lo aprovechó para atravesar su pecho con la espada.

      Una vez acabó con el goblin, Remir se giró y vio a Sideris sobre sus cuatro patas. Negra sangre le caía del hocico que tenía abierto; respiraba agitadamente mientras miraba a su vencido enemigo que yacía muerto bajo él. Un aullido rompió el silencio que había quedado tras la batalla.

      Remir se acercó a Sideris. Tenía algunas heridas en el lomo, allí donde el goblin lo había herido con sus uñas. El animal ya estaba limpiándose el morro cuando un sonido a las espaldas de Remir los alertó. Ambos compañeros dirigieron la mirada al origen del ruido: uno de los goblins (al que Remir había rajado el pecho) aún seguía con vida.

      El humano corrió, espada en mano, hacia la criatura moribunda. La cogió de la pechera con la mano libre y estampó al ser contra una roca que había cercana. Remir y goblin estaban ahora cara a cara.

      —¡Criatura oscura! —le gritó—. ¿Qué hacéis en Ediron?

      El goblin fijó sus oscuros ojos en los de Remir. En ellos se podría leer un odio muy profundo. Abrió la boca, despacio, enseñando sus largos dientes. Con una voz aguda, áspera y marcada, a la vez que escupía grandes cantidades de saliva, bramó:

      —¡¿Criatura oscura?! Sucio humano, Él nos ha traído de vuelta a estas tierras, y cuando las Tres Hermanas vuelvan a reunirse, ¡nos serviréis de comida!

      La criatura empezó a reírse de una forma perversa. Unos segundos después, la risa se transformó en tos. La criatura empezó a expulsar sangre negra y espesa por la boca cada vez que tenía un ataque de tos hasta que cesó en seco.

      Remir liberó la pechera de la criatura de su mano y el cuerpo sin vida del goblin cayó en la arena con un golpe sordo, manchando los alrededores de sangre.

      —¿Las Tres Hermanas? ¿Él? ¿De qué estaba hablando? —inquirió Remir. Sideris le miraba sin comprender. Seguía teniendo rastros de sangre negra.

      Remir observaba la criatura sin vida todavía con esas preguntas en la cabeza. Pero cuando decidió ignorarlas e irse, se fijó en la espada que portaba. Como había apreciado antes, el arma tenía una calidad superior a las ropas que llevaban. Remir cogió la espada que aún estaba entre los verdes dedos del goblin que acababa de perecer. El acero de la hoja estaba impoluto, sello de que hacía poco que se había fabricado y no había visto muchos combates. La guarda de la espada era muy pequeña, y la empuñadura larga en proporción a su guarda. Con todo, la espada se manejaba bien en el brazo experto de Remir. Tras realizar varios movimientos con el arma, le llamó la atención un símbolo al final de la empuñadura: tres círculos situados de manera horizontal y uno solitario encima del círculo central de los alineados, de manera que el círculo único quedaba encima de los otros tres. Del círculo superior salían tres líneas: una hacia cada uno de los círculos inferiores, quedando así unidos con los demás.

      La espada del goblin más cercano también era de la misma calidad y con el mismo marcado. Remir supuso que todas las criaturas tendrían el mismo símbolo, aunque desconocía su significado. Dejó caer la espada al lado de su dueño.

      Remir y Sideris volvieron a la mano del Gigante que les había servido de campamento. Habían dejado los cuerpos de los mercenarios y de los goblins, pues pronto serían engullidos por los constantes movimientos de las arenas del desierto de Arân. Remir aprovechó para limpiar las heridas que tenía Sideris, y tras recoger todas sus pertenencias, pusieron rumbo al este.

      «¿Quién es “Él”? ¿De verdad ha traído a los goblins de nuevo a Ediron? ¿Con qué objetivo? ¿Qué relación tiene esto con las Tres Hermanas? ¿Y quiénes son ellas?». Remir seguía formulándose preguntas sobre lo que había escuchado del goblin. Sabía que los goblins habían llegado en grandes barcos a las costas del este de Ediron con el propósito de conquistar Ediron con grandes números. Pero la conquista se vio frustrada antes de empezar, pues en las mismas playas encontraron una defensa que los hizo ceder. Su pérfido plan para expandirse por Ediron fracasó. Los goblins que quedaron con vida volvieron rápidamente a sus barcos y jamás volvieron a Ediron. «¿Qué las ha hecho volver tras tanto tiempo? ¿Les ha ofrecido Él algo? ¿Cómo han llegado sin que nadie se percatara de su presencia?».

      Las estrellas empezaron a aparecer en el cielo mientras Remir seguía buscando alguna respuesta. Un ladrido de Sideris sacó a Remir de sus pensamientos: la Corona de Arân ya era visible en el horizonte.

      A medida que se acercaban a la ciudad, esta parecía más imponente. Una enorme cabeza de Gigante surgía de la arena, con una mirada sin ojos fijada en el lejano horizonte del firmamento. Toda la boca estaba oculta bajo la tierra. La muralla de la ciudad, de cuadradas almenas, rodeaba toda la cabeza creando una corona de piedra para la cabeza del Gigante. En cada baluarte había varias antorchas encendidas.

      Desde la distancia, bajo la noche estrellada, la enorme cabeza parecía estar encumbrada por una corona de piedra, llena de titilantes joyas de fuego creadas por las antorchas de los guardas.

      4

      La oscura luna lucía imponente en el cielo, rodeada de una infinidad de estrellas. Algunas parpadeaban y otras se movían dejando a su paso un rastro de luz que poco a poco se iba difuminando.

      Toda la belleza del firmamento estaba siendo ignorada, pues la noche estaba llena de vida: la música envolvía todos los rincones, las risas explotaban constantemente, unidas por muchas más. Los diferentes aromas envolvían la congregación, y pequeñas mariposas de color azul, brillando gracias a la luz de las estrellas, aleteaban alegremente alrededor de vivas llamas puestas en largas antorchas. Las alegres conversaciones mantenían el nivel de risas.

      Las columnas que Iliveran había colocado estaban cubiertas por diferentes plantas que se habían enredado en ellas para luego saltar de una columna a otra formando arcos. Este fenómeno había sido conseguido gracias a los elfos que habían usado el Mutualismo. Cada planta había creado una flor distinta: algunas eran pequeñas y rojas, y un característico aroma dulce emanaba de ellas. Otras, igual que las mariposas, se iluminaban de azul, y muchas otras cambiaban su color a voluntad.

      Elira estaba sentada en una de las mesas junto a su madre. Observaba a todos los habitantes de Feherdal, que, por una noche, se habían unido como hacían en cada ciclo para celebrar la llegada de uno nuevo, aunque esta vez celebraban algo más. Todos se iban acercando de vez en cuando para felicitar a Elira. «¡Qué afortunada eres de cumplir años en un día tan señalado!».