La otra mitad de Dios. Ginevra Bompiani

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Название La otra mitad de Dios
Автор произведения Ginevra Bompiani
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9789878388465



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sus hijas, debemos asignarlo a todo un pueblo, el pueblo alemán, (20) que estaba convencido de que el ataque era ineludible y estaba dispuesto a no dar un paso hacia atrás para preparar la reconstrucción. Según Enzensberger, “la misteriosa energía” que aplicaron los alemanes en la reconstrucción de sus ciudades se explica por su rechazo a tomar conciencia de la catástrofe colectiva. (21)

      Lo creativo entonces no sería la destrucción sino el rechazo a mirar hacia atrás, que permite reapropiarse de la vida con una ciega tenacidad. Tan ciega como Lot que permanece obstinadamente dormido mientras sus dos hijas, una después de la otra, yacen con él motivadas por la única intención de reproducirse.

      La mujer de Lot, en cambio, se detiene, mira y no transforma la visión: para ella la destrucción es el punto de no-retorno.

      Y sin embargo dos poetas prestaron su voz, una veinte años antes y la otra treinta años después de aquella fatídica década de 1940.

      Una de ellas es rusa,

      Y siguió el hombre justo al enviado de Dios,

      grande y resplandeciente, por la montaña negra.

      En tanto una voz penetrante habló a la mujer:

      “No es demasiado tarde, aún puedes mirar

      las torres rojas de tu Sodoma natal, la plaza

      en que cantabas, el patio donde hilabas,

      las ventanas vacías de la casa en lo alto

      donde diste a luz los hijos a tu amado esposo”.

      Miró tan solo. Y presas de un dolor mortal

      sus ojos ya no pudieron volver a mirar;

      todo el cuerpo se volvió de sal

      y los ágiles pies se arraigaron a la tierra.

      ¿Quién querrá llorar a esta mujer?

      ¿Acaso no parece la menor de las pérdidas?

      Mi corazón jamás podrá olvidar

      La otra es polaca,

      Miré hacia atrás, dicen, por curiosidad.

      pero, además de curiosidad, pude haber tenido otras razones.

      Miré hacia atrás porque me dio tristeza la escudilla de plata.

      Por distracción: amarrándome la sandalia.

      Para no mirar más la nuca justa de mi marido, Lot.

      Por la súbita certeza de que si yo muriera,

      él ni siquiera se habría detenido.

      Por la desobediencia de los sumisos.

      Escuchando cómo nos perseguían.

      Conmovida por el silencio, pensando que Dios cambiaría de idea.

      Nuestras dos hijas se perdían ya tras la colina.

      Sentí la vejez en mí. La lejanía.

      Lo inútil de vagar. El torpor.

      Miré hacia atrás mientras ponía mi hatillo en el suelo.

      Miré hacia atrás preocupada por el siguiente paso.

      En mi camino aparecieron serpientes,

      arañas, ratones de campo y pichones de buitre.

      Ni buenos, ni malos; todos los seres vivos

      simplemente brincaban y se arrastraban en un pánico colectivo.

      Miré hacia atrás por mi soledad.

      Por la vergüenza de huir a escondidas.

      Por las ganas de gritar, de regresar.

      O porque justo entonces se desató el viento,

      soltó mi cabello y me levantó el vestido.

      Sentí que me observaban desde los muros de Sodoma

      y se morían de risa, una y otra vez.

      Miré hacia atrás por rabia.

      Para gozar plenamente su ruina.

      Miré hacia atrás por todas las razones mencionadas.

      Miré hacia atrás sin querer.

      Fue sólo una roca la que giró crujiendo bajo mis pies.

      Fue sólo una grieta la que de pronto me cortó el paso.

      En la orilla un ratón agitaba las patas delanteras.

      Y entonces ambos miramos hacia atrás.

      No, no. Yo seguí corriendo, arrastrándome y trepando

      hasta que la oscuridad cayó del cielo,

      y con ella gravilla ardiendo y aves muertas.

      Por falta de aliento varias veces perdí el equilibrio.

      Si alguien me hubiera visto, habría pensado que bailaba.

      No descarto haber tenido los ojos abiertos.

      La lengua agradece las ruinas.

      Paul Celan

      “Se lanzaron 75 000 toneladas de explosivos”, se complace en decir la delegación.

      La única mujer, la diputada estadounidense Phoebe Frost, susurra por lo bajo: “Oh my...”.

      “Estamos bajo mucha presión”, admiten los delegados, cuando discuten la posibilidad de mandar ayuda, que tanto cuesta a los contribuyentes estadounidenses.

      “Reactivar la industria, volver a poner en marcha las máquinas... sobre todo dar de comer al pueblo”, dice uno de ellos. “No es posible que todo un país hurgue en la basura”.

      Otro precisa: “Si das a un hambriento un trozo de pan es democracia, si se lo das envuelto es imperialismo”.

      Entre estos muros derrumbados se encontraba Marlene Dietrich, quien alguna vez había sido la condesa Erika von Schluetow, amante de un jerarca de la Gestapo prófugo y ahora cantante en un local nocturno. Hablando con la diputada estadounidense, cuyo destino se había cruzado inesperadamente con el suyo, Marlene le cuenta que, para vivir, tenían que keep going and going [seguir adelante] entre todo tipo de ruinas.

      Ella también tiene “la desobediencia de los humildes” de la que habla Szymborska, se las rebusca entre