Название | La otra mitad de Dios |
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Автор произведения | Ginevra Bompiani |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878388465 |
Detrás de él, los ángeles, silenciosos y luminosos, cumplen su obra: transformar las ciudades, pujantes y corruptas, en inmensas y mudas extensiones de sal.
La pulsión destructiva
En julio de 1932, la Sociedad de las Naciones pidió a Albert Einstein que invitara a una persona de su agrado, a un intercambio de opiniones sobre un tema de su elección. Einstein invitó a Sigmund Freud a que respondiera esta pregunta: “¿Hay alguna manera de liberar a los hombres de la fatalidad de la guerra?”.
“¿Es posible dirigir el desarrollo psíquico de los hombres para que sean capaces de resistir a las psicosis del odio y la destrucción?”, pregunta Einstein. “Aquí no sólo pienso en las llamadas masas incultas. La experiencia muestra que es más bien la denominada “intelligentsia” la primera en ceder a estas tremendas sugestiones colectivas, porque el intelectual no tiene un contacto directo con la tosca realidad, la vive a través de su forma resumida más fácil, la de la página impresa.”
Freud le responde exponiendo su pensamiento sobre la “pulsión destructiva”.
Parece que el intento de sustituir la fuerza real por la fuerza de las ideas hasta el momento ha fracasado. Es un error de cálculo no considerar el hecho de que el derecho originariamente era violencia bruta y que ahora no tiene más remedio que recurrir a la violencia.
Y también:
“Usted se maravilla de que sea tan fácil inflamar a los hombres para conducirlos a la guerra, y presume que en ellos hay efectivamente algo así como una pulsión al odio y la destrucción que está predispuesta a tal instigación. De nuevo, estoy completamente de acuerdo con Usted. Nosotros creemos en la existencia de tal instinto y, en los últimos años, precisamente hemos intentado estudiar sus manifestaciones [...]. Presumimos que las pulsiones del hombre son al menos de dos especies, aquellas que tienden a conservar y a unir –nosotros las denominamos o bien eróticas (tal como el sentido de Eros en el Banquete de Platón) o bien sexuales, ampliando intencionalmente el concepto popular de sexualidad– y aquellas que tienden a destruir y a matar; estas últimas las incluimos todas bajo la denominación de pulsión agresiva o destructiva [...]. La dificultad de aislar las dos clases de pulsiones en sus manifestaciones nos ha impedido reconocerlas por mucho tiempo [...]. Especulando un poco, estamos convencidos de que [la pulsión destructiva] opera en todo ser viviente y que su aspiración es llevarlo a la ruina, reducir su vida al estado de materia inanimada [...]. Por lo anterior, concluimos que no hay esperanza de poder suprimir las tendencias agresivas de los hombres... Yo creo que esto es una ilusión”. (5)
Tanto Einstein como Freud reconocen en el ser humano una tendencia innata a la violencia y a la destrucción. No es posible suprimirla ya que, “esta se genera en todo el reino animal”, del que forma parte la especie humana. Y cuando Freud se pregunta por qué, a pesar de esta naturaleza destructiva, algunos seres humanos se oponen a la guerra, encuentra una sola explicación: se trata de un proceso de “civilización” que los obliga a ser pacifistas.
“Dado que la guerra contradice del modo más fuerte todo el comportamiento psíquico que se ha impuesto por el proceso civil, necesariamente debemos rebelarnos contra ella”.
Lo cual lleva a una conclusión: todo aquello que promueve la evolución civil opera contra la guerra.
Así, mientras que la naturaleza nos impulsa a la destrucción, algo que “podría compararse con la domesticación de ciertas especies animales”, nuestras pulsiones y la relación entre ellas mutan gradualmente. Sujetos a estas dos fuerzas opuestas, quizás podamos llegar a un cauto predominio de la razón.
La certeza de la pulsión destructiva, junto a la confianza en el progreso, probablemente sea la combinación que impulsa nuestro tiempo a ver en una el instrumento de la otra: la destrucción es justamente lo que da lugar a la creación y revierte la ley de la entropía. Y la cultura corregirá la naturaleza en un desacuerdo eterno.
Se ha dicho que “Si un templo ha de ser erigido, un templo ha de ser destruido: esa es la ley”. Una ley que hoy reina soberana.
De púrpura y escarlata
La furia destructiva que se revierte en una magnificencia creativa no nace con nuestro mundo, es tan antigua como nuestra civilización y el sueño más grandioso del Apocalipsis.
La primera parte del texto sagrado está dedicada a la destrucción de lo Creado por parte del Creador, disgustado por el comportamiento corrupto y mercantil de sus creaturas. (6) Por última vez, después de la destrucción de Sodoma y Gomorra (donde salva a Lot y sus hijas), después del diluvio (donde salva a Noé, su familia y los animales), después de Babel y de tantos gestos furiosos, Dios, en un gesto final, revierte en odio y venganza el amor hacia su propio pueblo. Lo que se salva, esta vez, es la idea de ciudad. La última parte del Apocalipsis de Juan está dedicada a la Jerusalén celeste, ciudad perfecta destinada a la contemplación.
La ciudad tiene la forma de un cuadrado, cuya longitud es igual a su anchura [...]. La ciudad no tiene necesidad de la luz del sol, ni de la luz de la luna porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero. (7)
Pero entre el horror de la primera parte y el esplendor de la última, hay un largo pasaje que describe la destrucción de Babilonia, la gran meretriz, y (estridente como la voz de los perros) el llanto de los comerciantes por ella:
Los comerciantes que se habían hecho ricos gracias a ella, se mantendrán a distancia por temor a sus tormentos; llorando y gimiendo, dirán:
“¡Ay, Ay, ciudad inmensa,
toda repleta de vicios,
de púrpura y escarlata,
adornada de oro,
de piedras preciosas y de perlas!
¡En solo una hora se ha dispersado una riqueza tan grande!” (8)
Los mercaderes, que se habían hecho ricos gracias a ella, se vuelven para mirar y llorar lo que se perdía con ella. (9)
La mujer de Lot se vuelve para mirar justamente esta tortuosa riqueza: desobedeciendo la orden del ángel, la mujer se vuelve y observa la ciudad en llamas. Mas no ve un espacio libre y límpido, sino muerte, ruina y cuerpos quemados. Y vuelve a ver la casa, las personas que la habitaron, las calles, las voces, entre las que nació y creció. Voces quizás malvadas pero vivas. Se voltea y siente el crepitar de las llamas, los gritos, el olor a carne ardiente. Ve ruinas donde había casas y palacios. Desesperación y terror donde había fiestas y mercancías. Y puesto que ella no era ni poeta ni comerciante, su mirada la transforma en una estatua de sal.
Transformarse en una estatua de sal no es una metáfora sino un salto en el tiempo. Sodoma y Gomorra surgieron en las costas del Mar Muerto, un mar cerrado que la evaporación estaba transformando en una tierra salina, árida y deshabitada. Este será el paisaje después de que el fuego haya destruido la ciudad y todo el valle con todos los habitantes de la ciudad y la vegetación del suelo. Una especie de Napalm que volverá la tierra estéril para siempre. La mujer de Lot, al observar la destrucción, queda fulminada. Entra en el silencio del nuevo paisaje, como un árbol, como una piedra. Es transformada en la inmovilidad de la vista. No ve en la ruina al ángel que limpia la tierra de la corrupción humana. Así como los mercaderes no ven en la destrucción de Babilonia a la Jerusalén futura, nacida de sus cenizas. Lo que ven son cuerpos calcinados, derretidos, escombros, escorias, en el lugar de la impura riqueza de la vida. Púrpura y escarlata se disuelven en sangre y brasas.
Con todo, aquí mismo es donde, fuerte, obstinado y masculino, se funda el mito de la “destrucción creativa”.
3 Escribo Dios con mayúscula cuando me refiero al dios monoteísta, donde Dios es un nombre o, si se quiere, un absoluto. Mientras que, si es seguido por su nombre (dios