El tren del páramo. Pedro Sánchez Jacomet

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Название El tren del páramo
Автор произведения Pedro Sánchez Jacomet
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788468557885



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—y se acerca con precaución.

      La cabeza del Orejas parece un spuknik ruso. No tenía nada contra nadie pero le habían calentado.

      —Vamos campeón —dice Eduardo.

      —¡Cabrón! —dice Blanch, fuera de sí—. ¿¡Por qué le azuzáis!?

      —¡¿A que te pego dos hostias?! —contesta Eduardo.

      —¡Venga! —contesta el Larguirucho.

      Un grito desvió la atención de los nuevos púgiles.

      —¡Ay! —chilla El orejas—. Hijo puta…

      Y se retiró quejumbroso, retorcido de dolor. Sus manos ya no rodeaban el cuello de Nebreda, cruzadas sobre su entrepierna, calmaban el dolor de los testículos. Enmudecieron. El Larguirucho aprovechó, se acercó a Jesús: “no tengo nada en contra tuya, eres más fuerte que yo, pero estos quieren divertirse. Siento lo ocurrido”. Y le tendió la mano.

      —¡Y yo! —dice el Orejas.

      Se abrazan, Blanch se acerca, les coge por el hombro y le da un pañuelo limpio al Orejas. Se pregunta desconcertado si Nebreda le enseñó qué hay algo en nuestro interior más poderoso que los puños—el ejemplo de la violencia en casa, los palos en el colegio—. A partir de entonces empezó a sentir la razón agazapada dentro de sus entrañas. Estaba ahí. El problema era cómo sacarla. A pesar de sentir agradecimiento y admiración por Nebreda, desconocía que su recién cuajada amistad, sería muy importante para los dos.

      —Estás muy callado—dice la madre durante la cena. Llevas varios días que no sé qué te pasa.

      —¿Yo? Estoy cansado.

      Se come las cuatro cosas que le apetecen aprovechando que no está su padre y sube a su alcoba. «Qué cosa tan especial», se dice en la ducha. Y siente una especie de asco, se ve introduciendo el pito por la rajita de su hermana. «Será pecaminoso, seguro, el padre José siempre lo dice en clase de religión, «no hay que acercarse a las chicas para hablar con ellas, ni cogerles las manos para jugar, y mucho menos, abrazarlas»». A la hora de acostarse, piensa «no intentaré en el futuro más ascensiones a los árboles, debo confesarme lo antes posible (no quiero ni pensar la bronca que me echará). Por lo menos será pecado venial». Él pudo por fin colocar todas las piezas de su rompecabezas. Relajado se quedó dormido como un tronco.

      La tarde del día siguiente, en el habitual paseo de la merienda agradeció a su amigo la intervención con el Orejas, “a mí me hubiese machacado, pero te colocaste en el sitio adecuado”.

      —No me parecía bien que por envidia, Jesús te rompiera la cara. Le tienen dominado. Está como una cabra.

      —¿Envidia?

      —Sí, por aprobar todas las asignaturas. Por ser el único.

      —¿Es posible?

      —Blanch, no seas bobo, no todos son como nosotros. ¿Comprendes?

      —Sí, sí.

      —¿Cómo puedes estudiar tanto? —dice Nebreda, que enciende un cigarrillo—. Es increíble.

      — No es porque sea pelota.

      —Le tomaste el gusto, empezaste a entender las materias, de entonces te viene lo del “empolle”

      —No. Lo que no entiendo yo es cómo aguantáis los palos.

      >No se lo digas a nadie. Yo sufría mucho. El cabrón del Napias, el jarabe de palo cada final de mes, me dolía una barbaridad, todavía me duele; el golpe del palo de fresno es cómo un cuchillo que se me clava en la mano, me atraviesa la palma y me sube por el brazo hasta la cabeza; no sé cómo te sentarán, yo no podía más. ¿Sabes, macho? Un día, asustado, decidí estudiar aunque no entendiera. No se me ocurrió otra cosa para evitar los palos; no comprendo mucho las matemáticas que estudio pero las memorizo, me quedo con el mecanismo a seguir para solucionar los problemas.

      —Hay cosas peores—contesta Nebreda, serio. —Y enciende otro cigarrillo, mirando ido hacia la casa de su amigo.

      Se sentaron en el escalón de granito de la entrada. El aire primaveral se levantó de repente, dejó caer algunas semillas de los enormes árboles que jalonaban la calle. Frente al chalé, los vecinos jugaban un partidillo levantando una gran polvareda ocre que dispersaba la luz de poniente produciendo figuras fantasmagóricas, muy hermosas. Se quedaron en silencio, embelesados. El Larguirucho desconocía que su instinto de supervivencia—memorizar sin entender— era un castillo de naipes, tarde o temprano se derrumbaría. Y dentro de un tiempo—en matemáticas de quinto curso—llegaría el momento crítico. No entendería nada de nada, los cimientos sobre los que crecía su edificio, de arena suelta, no aguantaría.

      Hoy juegan el Real Madrid y el Barcelona.“Es posible que lo televisen”. No sabía qué hacer, le daba vergüenza ir a casa de la familia Blázquez. Si había algún programa que le gustaba, como aún no tenían televisión, iba a casa de los amigos de sus padres: el partido, el serial, cualquier cosa con tal de ver a Lupe— Guadalupe—. “Jope, que corte, llamar otra vez, preguntarles si puedo ir, ya es hora de que tengamos TV, aunque si ocurriese, no la vería nunca”. El corazón de Blanch empezó a traquetear como un vagón de madera del primer tren de vapor que acercó Barcelona y Mataró a mediados del diecinueve. Ella le hacía tilín, tenía tres años más, la edad de la niña bonita, ojos grandes avellana, melenita medio rizada, los nervios se le desataban nada más entrar. Cuando abría la puerta, le temblaban las piernas. A veces estaba tan inseguro que, antes de llamar al timbre, tomaba la decisión de volverse, salía disparado como gato escaldado. Al llegar a su casa le decía a la madre cualquier disculpa que justificase el brusco cambio de planes. Lupe le miraba con su dulzura característica desde la puerta. La sonrisa limpia, hermosa. Su “¡Hola Vicente! pasa, va a empezar el partido”, encendía las bujías de su motor romántico, le aumentaban las revoluciones. Tenía la sensación inconsciente, de que ella podía escuchar los fuertes latidos de su corazón. Y le ponía más nervioso.

      En el salón, hablaba con su padre ante la tele, novedad hipnotizadora que tanto influyó en la sociedad. Solían ser cosas triviales, preguntas obligadas: “qué tal tus padres, como van tus estudios, y tus hermanos, qué vas a estudiar” El Larguirucho contestaba sin ganas, pendiente del trasiego de Lupe al salón; las faldas cortas al vuelo, sus bien formadas piernas, “como mueve las caderas”. En su casa temblaba sólo con pensar en ella, la imaginaba moviéndose por la casa, paseando con él camino de misa, leyendo las preces. Lupe no le sugirió al principio una atracción pasional. De momento no le excitaba demasiado, distinto a lo que sentía por Brigitte Bardot, la actriz le provocaba un ardor sexual fulminante, un deseo inmediato de poseerla. La niña de los Blázquez inicialmente estimulaba sus sentimientos más sublimes, habría sido capaz de matar, robar, si ella se lo pidiera, hubiese construido un altar para, postrado ante ella, adorarla, como su diosa. Necesitaba verla, olerla, decirle lo que sentía, ser correspondido. Enamorado platónicamente, deseaba navegar mil veces en sus inmensos ojos y, en el trayecto de su rápido tren, cambiaron sus apetencias sexuales.

      En el intermedio, su padre llama a Lupe que llegó solícita al salón.

      —¿Necesitas algo? —dice encantadora.

      —Hay que invitar a Vicente. Tráenos algo de comer. ¿Qué te apetece? ¿Café con leche? ¿Cerveza? A mí, una cerveza ¡Ah! Y unas aceitunas.

      —No sé, no—balbucea él—, bueno, café con…, tomaré café con leche.

      —¿Galletas?

      —Bueno—dice sin pensar.

      Y mira al tiempo el escote de Lupe que en ese preciso instante se agacha sobre la mesa, arreglándola. Sale del apuro como puede. Ella se queda en el salón buscando algo entre los cajones situados frente al tresillo, a él se le atragantan las galletas. Exceso de trabajo: contestar al señor Blázquez, comer y mirarla. El padre le da unos golpecitos en la espalda, ella le pregunta si está mejor, le trae agua. Se sienta a su lado. Lo que le faltaba.

      —¿Se