Название | El tren del páramo |
---|---|
Автор произведения | Pedro Sánchez Jacomet |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788468557885 |
—Los profesores ¿son mejores que los del otro colegio? —pregunta a su nieto.
—No sé. Las matemáticas no las entiendo. A veces me lo aprendo de memoria, sin comprender nada.
“Se lo debería decir a sus padres, pero tal como es Vicente, el crío no se atreve”. “Abuela no puedo seguir así, no puedo vivir siempre asustado; me encuentro mal, quiero que me ayudéis, he de quedarme aquí, no voy a volver al chalé”. Ella intuye lo que quiere expresar y no puede, ha de pensar lo mejor para su nieto, “he de hablar con su madre, aquest xiquet no está pasándolo bien, aunque es cierto que debe de estudiar”.
—Te propongo un trato—recupera su sonrisa gatuna—. Me has de prometer que pondrás interés en tu compromiso.
—Claro abuela. Te lo prometo—contesta y sonríe por vez primera desde que entró en la casa.
—Mira cariño: tú has de estudiar más, aprovechar el tiempo, piensa en el mañana, tus padres y nosotros no viviremos siempre. Cuando no estemos, habrás de vivir de tus conocimientos y de tu trabajo, será mejor cuanto mejor estés preparado. Fíjate Narcís, él también ha estudiado mucho ¿lo entiendes?
—Sí abuela.
—Yo te prometo que hablaré con tu madre, le diré que te pegan en el colegio, que no aguantas más ese sistema, ellos han de hablar con el director; la presionaré para que le diga a tu padre que no te pegue más.
—Te quiero— dice él, abrazándola.
Merçè va al chalé un día a hablar con la madre, le cuesta hacerlo, no tienen demasiada confianza, tampoco se conocen hace tanto. La charla es amigable, se moja, cumple su parte del compromiso, la madre contesta que hablará con su marido, piensa como ella en lo referente a los malos tratos, pero lo de cambiar de colegio cree que es muy difícil, Vicente es partidario del sistema que emplean para hacer estudiar a los alumnos.
Estaba de vacaciones, era la hora de la siesta, descansaba en su cama sin dormir. La canícula apretaba más que una manta eléctrica. La loca de la casa iba de acá para allá, pensaba en sus amores platónicos, en las calabazas que él mismo se había infligido por inmadurez, desconocía la causa de las derrotas en el campo de batalla de los sentimientos y sufría, se sentía acomplejado, creía haber perdido la guerra. Cambió de postura, de golpe y porrazo, como un acto reflejo, se dio la vuelta hacia el otro lado; se inclinó sobre el borde del colchón y observó, curioseando, qué había bajo la cama: la luz tenue que se filtra desde las pequeñas rendijas de la persiana e ilumina el polvo, lo hace visible, hacia el fondo ve las pelusas, los granitos de arena acumulados. Le fascina lo que la luz fabrica, de lo invisible pare partículas diminutas. A veces miraba a contra luz el polvo finísimo que lleva el aire que respiramos—normalmente invisible —, los anillos coloreados que se forman al entornar los ojos; dirige sus ojos hacía esos haces luminosos, deja a las pestañas jugar con sus vecinas del piso alto, se cosquillean mutuamente, y entonces, la luz cambia de dirección dando lugar a figuras extraordinarias.
Harto de jugar con la luz se incorpora raudo, y en ese instante se desata una sensación terrible en su cabeza: un torbellino que gira más y más aprisa, desde la parte alta hacia la baja, en donde, animado por la velocidad, amenaza con taladrar la base del cráneo y entrar como un rayo por la columna vertebral. Como si fuera un huracán, que en vez de aminorar su velocidad, coge más y más fuerza, hasta alcanzar una intensidad tremenda. Él, asustado, cierra los ojos e intenta pensar en otra cosa. El fenómeno continúa. Así lucha durante unos minutos contra el torbellino y su miedo.
3
El Larguirucho estaba en lo alto del terraplén, cerca de su refugio. Bajó por el mismo talud por el que había trepado. Observó la trayectoria más adecuada, se acuclilló y deslizó por la pendiente. Al llegar al suelo vio que el viejo pantalón se había roto por una culada, un siete como decía su madre cuando cosía. “Vaya por dios“, intuyó el rapapolvo que le podía caer. Subía por la calle sinuosa, donde una hilera de árboles plantados en grandes alcorques jalona ambas aceras. En los extremos de las ramas se veían los primeros brotes foliares, “¿Seré capaz de trepar por el tronco y verlos de cerca?”. No era uno de sus juegos preferidos, “si me animara, sería una de las primeras veces que ascendería por un árbol”. Y se agarró a uno de los más robustos e inclinados.
Miró a los lados de la calle y viendo que no había moros en la costa, trepó apretando con fuerza los muslos contra el tronco, estiraba los brazos hacia las zonas de agarre más altas, pero el ascenso era más difícil de lo previsto, le arañaba la zona interior de los muslos, se escurría; se arrimó más al tronco, lo abrazó con más ganas, y cuando conseguía ganar una posición, se ayudaba con los brazos para arrastrar la parte baja del cuerpo, así repetidamente, ascendía poco a poco hacia la copa. De vez en cuando descansaba, permitía que la respiración, entrecortada por el esfuerzo, volviera a la normalidad pero entonces volvía a bajar, perdía parte de lo subido. “Tengo que hacer un sprint antes agotarme”; puso toda la carne en el asador y tiró con las fuerzas que le quedaban hacia arriba sin parar, consiguiendo progresar rápidamente. En el ascenso rozaba y volvía a rozar la entrepierna contra la madera de la corteza, ya estaba casi tocando las hojillas nuevas de una rama pero sucedió algo estremecedor: perdió la visión de las hojas, un escalofrío muy placentero recorrió todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, donde estalló en mil descargas eléctricas. Le hicieron perder la visión de todo lo que le rodeaba, y por unos instantes, su cabeza quedó vacía de cualquier pensamiento; se esforzó para no caer, el cuerpo se había relajado mucho. Este fue el primer ascenso del Larguirucho al árbol de la vida, muy distinto a lo que ni siquiera en sus más audaces sueños se hubiese figurado, no había subido a los árboles, pero éste ascenso era diferente; bajó poco a poco por el tronco del placer y se sentó en la acera, desconcertado.
«¿Qué podría ser aquello, tan nuevo y placentero a la vez?», pensó saliendo con dificultad del mundo de las sensaciones para entrar en el racional. «Es algo raro que no ha sentido nadie, solo me pasa a mí». Al ver que no hay testigos se relaja, pero continúa aturdido por el placer que había invadido su cuerpo. «Si alguien hubiera pasado bajo el árbol no habría notado nada raro en el ascenso». Siente la sangre fluir palpitante por su cuerpo joven. Se para y, apoyándose en un árbol, observa el vuelo de una mariposa blanquinegra entre las ramas. «Qué libertad tan envidiable, hacen lo que quieren».
Camina por la calle como si fuera un tranvía, rozando los muros de las casas con una rama seca. Así de liada andaba su mente, intentando atar cabos de lo sucedido, cuando se encontró frente a la cancela del chalé. Había pasado por una experiencia agridulce. Era tan importante, marcaría su vida para siempre, pero el Larguirucho no podía imaginar hasta qué punto su correa (como denominaba su abuelo al pene) le complicaría la existencia. Permaneció callado ante las preguntas de su madre durante la cena, absorto en sus pensamientos.
—Hijo ¿por qué estas tan serio?
—Por nada.
«¿No habré hecho algo malo esta tarde? ¿Deberé confesar por pecar contra el sexto mandamiento?».
Nebreda y Blanch deambulaban por la colonia toda la tarde, mataban el tiempo. Aquel día merendaron en casa del primero pan y chocolate, la madre de su amigo le había preguntado por su familia; sus ojos azules y el acento andaluz, le trasmitían una bondad infinita. El comienzo del calor recordó a los chicos el inminente verano, él siempre salía a un pueblo de Almería de donde procedían sus padres, Garrucha, conservaban la casa familiar. Como la mayoría de sus compañeros, tenía un pueblo, bien de los padres o abuelos, tíos, o alguien cercano, el Larguirucho se sentía un poco acomplejado, ninguno de sus progenitores era de Madrid y sin embargo no iban ni a Cataluña ni a La Mancha. “¿Habrá algún impedimento de peso o se trataba simplemente de que a mis padres no les gusta?”. Los abuelos iban un mes a Barcelona y a Llançà, todos los veranos, los Blanch “veraneaban” siempre en el chalé, había que pagar las deudas de la casa, es lo que sacaba en conclusión al preguntar a su madre que cantinfleaba bien — tenía una habilidad especial