Tres (Artículo 5 #3). Simmons Kristen

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Название Tres (Artículo 5 #3)
Автор произведения Simmons Kristen
Жанр Языкознание
Серия Artículo 5
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583063329



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lejos —dijo Chase—. Apenas hace unos minutos estuvo aquí.

      Me consoló sobremanera saber que él también la había estado vigilando.

      Sean echó la cabeza hacia atrás y se quejó.

      Nos separamos, cada uno tomando una dirección diferente a través del bosquecillo. Detrás de mí, todavía podía escuchar a los demás en nuestro grupo, pero cuanto más profundo me adentraba en la arboleda, más se silenciaban sus voces. Pronto, lo único que podía escucharse era el canto de las aves y el crujido de las ramitas y hojas caídas bajo mis pies.

      —¿Rebecca?

      Un movimiento repentino a mi izquierda me sobresaltó. Me enredé, los zapatos resbalaron sobre un trozo de fruta negra y podrida, y perdí el equilibrio con una rama que colgaba a poca altura. Cuando volví a mirar, lo único que había era la base color marrón grisáceo del árbol, y una muleta de metal apoyada en ella.

      —¿Rebecca?

      Mis palabras quedaron amortiguadas por la densa vegetación. Agarré esa única muleta, buscando cualquier señal de Rebecca.

      Un ruido detrás de mí me hizo dar la vuelta como un trompo y me encontré mirando a un niño cuyo rostro estaba cubierto de barro y estaba medio oculto bajo una salvaje maraña de pelo marrón. Su atuendo era extraño: no llevaba camisa ni zapatos, y alrededor de sus caderas colgaba una falda plisada que se detenía justo por encima de sus huesudas rodillas. Él no era uno de los sobrevivientes. No tenía idea de dónde venía.

      —Hola —dije.

      No respondió. Se quedó mirándome fijamente, con los ojos como platos, como si yo lo estuviera forzando a abrirlos lo máximo posible.

      —¿Qué edad tienes? —Era una pregunta estúpida, y no estaba segura de por qué la hice.

      Extendió sus manos, indicando el número siete. Mis cejas se enarcaron. Le habría puesto, al menos, doce años.

      —¿Dónde está tu familia? —le pregunté.

      Sus ojos se posaron más abajo, hacia la abrazadera plateada de Rebeca que yo todavía llevaba agarrada. Inmediatamente me puse de pie, dándome cuenta de que probablemente tenía el aspecto de alguien que se disponía a asestar un golpe.

      —Es de mi amiga. ¿La has visto? —Toqué mi pelo—. Ella es rubia. Tiene pelo amarillo. Ella es de más o menos mi estatura.

      Él se dio la vuelta y se echó a correr.

      —¡Oye! —Salí tras él, y me adentré en los árboles. Al ser este su territorio se movía con toda seguridad y muy pronto ganó distancia. Finalmente, me detuve, con la frustración hirviendo en mi interior. Podría jurar que cuando le pregunté por Rebecca hubo un parpadeo de reconocimiento en su rostro, y no era invento mío.

      Una rama se rompió justo detrás de mí y me volví. De mi garganta brotó un pequeño alarido de sorpresa cuando otros dos chicos, sin camisa y manchados de barro como el otro, me arrojaban algo. Tratando de bloquear lo que fuera que me arrojaban, solté la muleta y en cuestión de segundos, mis brazos y mi torso quedaron atrapados. Cuando me eché hacia atrás, ellos dieron un tirón y caí de bruces.

      Había quedado atrapada en una red, como si fuera algún animal. La sentía retorcerse alrededor de las piernas; cuanto más luchaba, la cuerda más me apretaba y me cortaba en el cuello y la cara.

      —¡Qué hacen! —grité—. ¡Déjenme ir!

      Los dos muchachos juntaron el extremo de la red sobre sus hombros, se dieron media vuelta y procedieron a arrastrarme sobre un terreno lleno de montículos. El olor a podredumbre y tierra húmeda se metió de lleno en mis narices en el instante en que di la vuelta y la cara entró en contacto con la tierra. Entrecerrando los ojos, miré hacia arriba y vi al chico al que había estado persiguiendo y que ahora mantenía el ritmo a nuestro lado. Me sonrió con dientes amarillos y torcidos. Giré para tratar de darle un puntapié, pero lo único que logré fue dar una nueva vuelta.

      —¡Auxilio! —grité—. ¡Auxilio!

      Los dos chicos que me halaban se detuvieron. Eran mayores, tal vez de unos trece años, y demacrados. Sus costillas se pegaban a la piel, y se notaba un hueco hondo en el lugar donde quedaban sus vientres. Ambos llevaban los mismos desteñidos pantalones amarillentos, destrozados en los extremos, y demasiado apretados. Tenían atadas a su cabello toda una variedad de plumas.

      El chico de la derecha retrocedió y me dio una patada en el costado. Los brazos se me habían atorado en la red. Ni siquiera podía protegerme. El aire salió expulsado de mis pulmones y jadeé intentando recuperar el aliento.

      —Cállate —dijo.

      No me llevaron lejos. Pronto escuché otras voces: la estridente orden de Rebecca para que la soltaran y la de otro chico diciéndole que no se moviera.

      Me soltaron frente a mi antigua compañera de cuarto, que estaba sentada con las rodillas en alto en medio de un angosto claro entre dos hileras de árboles. Su rostro estaba tensionado por la furia. Me obligué a levantarme, pero solo logré apoyarme en los codos, pues la red me había dejado los brazos atados a mis espaldas. Un segundo después, alguien fue arrojado encima de mí, y una vez más me quedé sin aire de golpe.

      —¡Sean! —gritó Rebecca en el momento en que él cayó rodando. Sean se frotó la sien, por donde corría un hilo de sangre.

      —Malditos —refunfuñó. Ahora había tres más. Ocho, contando a los que habían estado aquí con Rebecca.

      Detrás de nosotros se produjo una discusión. Me di la vuelta para ver a Chase rodeado por otros cinco chicos salvajes, todos apuntando lanzas hechizas en su dirección. La mirada en su rostro era una mezcla de confusión e irritación. Cuando me vio, sus ojos se ensombrecieron, y un gruñido le contrajo los labios. Intentó acercarse, pero uno de los chicos le dio una patada detrás de las rodillas, y con un quejido cayó hacia delante.

      —Por favor, dime que todavía tienes un arma —dijo Sean.

      Algunos de los chicos se habían reunido entre nosotros, jadeando de alegría y chocando entre sí las palmas. A juzgar por la expresión de Chase, el arma de fuego había llegado a las manos equivocadas.

      Se escuchó un disparo, un fuerte estruendo que resonó entre los árboles. No era el restallido de una pistola, sino algo más grande y poderoso, proveniente de la dirección en la que habíamos entrado al bosquecillo: donde los otros del grupo se habían detenido a descansar.

      No recordaba que ninguno de los sobrevivientes tuviera un rifle.

      A nuestro alrededor, los chicos se habían quedado congelados y apenas si respiraban, todos mirando en la dirección de donde había venido el sonido. Al segundo disparo, salieron corriendo, con pasos tan silenciosos como si hubieran alzado vuelo.

      Los cuatro nos quedamos solos en el bosquecillo.

      —Esto no tiene buena pinta —dijo Sean.

      Los oídos me zumbaban mientras luchaba por liberarme de la red. Lo que fuera que había asustado a los chicos todavía estaba aquí. A lo lejos, se filtraban entre los árboles gritos de confusión, una inquietante advertencia del peligro que se agazapaba más allá de nuestra vista.

      Chase llegó donde me encontraba y liberó mis piernas. Hice una mueca cuando las delgadas cuerdas se ajustaron alrededor de la parte superior de mi cuerpo. Procedió a romper la red con los dientes, hasta que finalmente pude escabullirme. Me palpé las tirillas de la piel, en jirones como si hubieran sido parte de una telaraña gigante, y miré por el callejón en busca de señales del autor de aquellos tiros.

      —Fueron los sobrevivientes, ¿no es cierto? —preguntó Rebecca nerviosa.

      Chase me dirigió una mirada sombría. “Era alguien más”.

      Sean había estado ayudando a Rebecca a levantarse, pero se detuvo de repente y la dejó caer al suelo. Rebecca se aferró de las pantorrillas de Sean, esforzándose