Invitación. Alejandro Bullón

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Название Invitación
Автор произведения Alejandro Bullón
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789877983623



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vez menos psicofármacos. Realizaba largas caminatas diarias. Su alimentación se basaba en frutas, cereales y verduras. Tenía, además de la asistencia de los especialistas médicos, la atención de un consejero espiritual.

      El consejero notó que Mauro pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto. No participaba de las actividades en grupo, con excepción de aquellas que eran parte del tratamiento. Ensimismado, lloraba en silencio. El consejero tenía mucha dificultad para comunicarse con él. Sus respuestas eran cortas. Evidentemente, no quería ningún tipo de conversación.

      Un día, el consejero se acercó. Mauro descansaba debajo de la sombra de un flamboyán.

      –Solo quiero que me escuches –le dijo amigablemente–. Te voy a contar una historia. Si no te gusta, solo dímelo y no te importunaré.

      Mauro movió los hombros con indiferencia. El consejero comenzó a hablar:

       –Había una vez un rey. Era el rey de una nación poderosa. Un día, mientras su ejército estaba en la batalla, subió a la azotea de su palacio y vio a la esposa de uno de sus principales generales, bañándose al calor del sol. Tú sabes cómo son las cosas del corazón. El rey se enamoró de esta mujer casada. Al principio luchó con sus sentimientos, pero en vez de ahuyentarlos los fue acariciando hasta que se transformaron en un deseo incontrolable. Como era el rey y tenía todo el poder, ninguna mujer del reino se atrevía a negársele; y ambos pecaron. Más tarde, cuando el rey se encontraba solo, sintió un dolor extraño en el corazón. No era algo físico. Parecía que un peso enorme lo aplastaba. No podía dormir. Lloró, porque sabía que su conducta era incorrecta, y eso lo atormentaba. Pero, bueno, al menos nadie lo había visto. Todo quedaría en el olvido. Algunas semanas después, recibió una noticia que lo asustó.

       –Estoy embarazada –le dijo la mujer–. Y no tengo ninguna explicación que dar. Mi esposo está en la batalla. No lo veo desde hace un buen tiempo.

       El rey casi enloqueció. ¿Qué explicación daría a su pueblo? ¿Por qué se había quedado con la esposa de un general que estaba luchando por él? Su imagen se mancharía y su reino correría graves riesgos. No, el pueblo no podía enterarse de lo que había sucedido. Durante días, aquel rey urdió todo tipo de planes para encubrir su pecado. Todas sus intenciones fallaron. Entonces, en su desesperación, hizo algo que nunca había pensado que sería capaz de hacer. Mandó matar a su general. Después, en un aparente acto de bondad, se casó con la viuda, alegando que lo menos que podía hacer por su general muerto en batalla era cuidar a su esposa.

       ¿Estaba todo resuelto? Aparentemente, sí. Delante de los hombres, tal vez. A partir de aquel día, el rey trató de olvidar el crimen que había cometido.

       Se repetía a cada momento que nada había pasado. Intentaba justificar, explicar y racionalizar su pecado. Nada le daba resultado. Su pecado estaba siempre atormentándolo, de día y de noche. La Biblia dice: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor” (Jeremías 2:22). Para el pecado, únicamente existe una solución: arrepentirse, confesarlo y abandonarlo. El sabio Salomón ya lo dijo hace mucho tiempo: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). El rey no lo sabía, o por lo menos no era consciente de esta realidad. Durante varios días, trató de ocultar su pecado. Un día se presentó delante de él un profeta y le dijo:

       –Rey, por favor, ayúdeme; tengo un dilema. No sé qué medida tomar.

       El rey se dispuso a ayudarlo:

       –Cuéntame, ¿cuál es el problema?

       –En una ciudad –empezó diciendo el profeta–, había un hombre rico que tenía muchas ovejas y había también un hombre pobre que tenía una sola ovejita a la que había criado como si fuese parte de la familia. Un día llegó un visitante a la casa del rico, y este mató a la única oveja del hombre pobre a fin de preparar un potaje para su amigo. ¿Qué deberíamos hacer con el hombre rico?

       El rostro del rey se enrojeció de indignación. Con aire justiciero, dijo:

       –Ese miserable debe morir.

       Hubo silencio. Un silencio tan grande que parecía doler. El profeta miró al rey con amor y le dijo:

       –Tú eres ese hombre, mi rey. Tú tenías todas las mujeres del reino y tomaste la única esposa de tu general.

       El rey sintió como si alguien le hubiese dado un golpe en la cabeza. El corazón parecía que se le iba a salir por la boca. Se vio desnudo. La vergüenza de su pecado estaba expuesta. Salió de la presencia del profeta. Corrió como un loco, gritando en el silencio de la noche: “Soy un asesino, merezco morir, mis manos están manchadas de sangre”.

       Entró a una cueva. Allí se arrodilló y siguió llorando a gritos: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. […] Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti sólo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos [...]” (Salmo 51:1, 3, 4).

       No sabemos cuánto tiempo el rey estuvo en aquella cueva. Cuando salió, tenía paz en su corazón. Era un hombre nuevo. Había sido perdonado. Un nuevo día amaneció en su vida y partió de vuelta para su palacio, dispuesto a disfrutar la vida al lado de las personas que amaba.

      Mauro tenía los ojos perdidos en el vacío. Las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas. El consejero le colocó la mano en el hombro. El enfermo seguía llorando, esta vez casi a gritos. El consejero esperó a que se calmara y le leyó una promesa bíblica: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

      El consejero sabía que había tocado el punto neurálgico. Aquel hombre cargaba un sentimiento de culpa terrible. La culpa es capaz de paralizar y destruir. Es como un martillo que te crucifica todos los días en el madero de tu propia conciencia. Hay gente que camina por las calles de las grandes ciudades, atormentada por la culpa. Gente que se entrega al abandono. Muchas veces acaba en el suicidio.

      A partir de aquel día, Mauro se aproximaba al consejero cada vez que lo veía solo. No decía nada, simplemente se sentaba junto a él. El consejero le leía promesas bíblicas de perdón como esta: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

      Un día, el consejero lo invitó a orar. Colocó la mano en el hombro de Mauro y suplicó a Dios:

      –Señor, este hombre es tu hijo. Necesita tu misericordia y tu perdón. Yo no conozco su vida, pero sé que el peso de la culpa lo está destruyendo. Por favor, Señor, sé clemente y perdona sus pecados.

      La oración fue interrumpida. Mauro empezó a llorar a gritos:

      –Soy un asesino –dijo–. Oh, Dios mío, soy un asesino. No merezco vivir; quítame la vida, quiero acabar con este infierno.

      El consejero lo abrazó bien fuerte y le susurró a los oídos:

      –Tú no necesitas morir. Jesús ya murió y pagó el precio de tus pecados.

      –No puede ser –repetía Mauro–. Usted dice eso porque no sabe lo que hice. Si supiera, sabría que no hay perdón para mi pecado.

      El consejero le refirió lo que Jesús mismo dijo: “Todo pecado […] será perdonado a los hombres” (S. Mateo 12:31).

      –¿Entiendes lo que significa todo? –le preguntó–. Todo es todo. Asesinato, asalto a mano armada, prostitución, homosexualidad, lo peor de lo peor. No hay límite para el perdón divino.

      Mauro se abrazó