La novedad del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco

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Название La novedad del cine mexicano
Автор произведения Jorge Ayala Blanco
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786073004503



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del arroyo o cargando a su compañerita de juegos cual amenazante Frankenstein / Boris Karloff mitológico de James Whale (1931), el instante de intentar resucitar a un desplumado pollo muerto a base de cándida respiración artificial entre la mofa cruel de las risotadas parentales (“No lo puedo revivir, ya no quiere respirar”), el instante de retornar al exclusivo exilio doméstico abriendo un contenedor bermellón adaptado con trapos como hogar desgalichado (“¿Cómo te fue?” / “Bien, Luis y Poncho me invitaron al karaoke esta noche”), el instante de bailotear eufórico sin ritmo contra el techo de vigas y palma, el instante en que la frágil fornicadora Jenny se mece tiernamente desnuda encima de la curvatura del vientre inabarcable de Yo, el instante de los contrastes bufonesco-guiñolescos entre los dos metros con cinco centímetros de Yo y el escaso metro con cincuenta tanto de Jenny como del parrandero amigo chiquito Hugo (algo que “se vuelve un poco chaplinesco”, según Meyer en declaraciones a Salvador Perches Galván, revista Cine-Toma, núm. 46, mayo-junio de 2016), el instante de ver intempestivamente pujar al fugaz proletario Yo en camiseta y paliacate verde para hacer estallar el cinturón que le ciñe el pecho y ganar una apuesta ajena que lo eleva a forzudo de circo de tres centavos a la intemperie, el instante de poner a competir a Yo / Raúl Silva Gómez con el embotamiento del Bruno S. de Werner Herzog (El enigma de Kaspar Hauser y Stroszek, 1974 / 1978) al ponerlo a brincotear de gusto para celebrar en indefensa sudadera el triunfo inofensivo de una Schadenfreude ingenua que parece postular a Matías Meyer como relevo en el abordaje del diminuto mundo indígena sacro-obtuso de Nicolás Echeverría (en especial el de Poetas campesinos y Eco en la montaña, 1980 / 2013), instantes de arrasante aunque empantanado cine mínimo de simplicidad minimalista para muchos tediosa y antiemotiva, instantes oblicuos de una sencilla narrativa fílmicamente frontal y parabólicamente evangélica, instantes privilegiados y perfectos a su irrepetible manera turbada, instantes duraderos y significativos sin posible autoconciencia de ello, en vista de la improbabilidad de adoptar la perspectiva del omnipresente hombre minúsculo de talla mayúscula, de su existencia similar a la de alguna piedra más entre las piedras, de una piedra lanzada en la nocturna soledad añorante ante la cascada otrora diurna y feraz, mas no se trata de combatir la adversidad, sino de sujetar la vida ganada contra ella (ya que la película “relata los mil y un ritmos que vive un joven gigante al acercarse al despertar de sus sentimientos frente al mundo”, sea “en el espejo del agua”, sea “frente a la cascada” que “hace sentir cómo todo es pequeño en comparación con la grandeza del paisaje”: César Moheno en La Jornada, 6 de junio de 2016), la ternura púdica e informulable hacia el pinche monote medio bobo medio sentimentalón (¿pivote de un soso cuento de hadas fisicoculturistas ahíto de seudopatéticas vicisitudes premonitorias del accidental homicidio culminante?), la fantasía dentro de la cual se mueve la vida del bruto pero que nadie ve, pues nacida de las contingencias y de las limitaciones de Yo y del yo, jamás incongruentes porque han sido sorprendidas en sus propios y sucesivos logros inasibles, informulados, indirectamente visibles.

      La novedad subnormal impone una dramaturgia laxa y sin énfasis ni construcción, una dramaturgia en apariencia a la deriva e incluso al desgaire muy distinta de la vieja desdramatización protagónica de los años setenta-ochenta tipo búsqueda propositiva del tedio por el tedio para hacer magnificar lugares comunes mediante pasarelas (Reed, México Insurgente o Frida, naturaleza viva de Paul Leduc, 1970 / 1983), pues desde Los últimos cristeros va en busca de una desnudez dramática tanto no-actoral como sin estructuras ni afeites cueste lo que cueste, sólo permitiéndose algunas coqueterías irrealistas (esas texturas infernales del prostíbulo que remiten a El diablo y la dama de Ariel Zúñiga, 1983; esa estructura uterina dividida en dos partes: el enfrentamiento con el mundo al interior del vientre-restaurante y el enfrentamiento con el mundo fuera del vientre en despoblado, esas invocaciones al mar desde el paisaje árido inmisericorde), una dramaturgia mineral que arrasa con las criaturas y se torna equivalente a esas rocas desperdigadas al infinito de la cantera o son izadas inmensas por un camión, una dramaturgia donde las piedras cantan y los claros bloques pulimentados y el cascajo decolorado al horizonte rasgan la vista para tocar la fatiga, una dramaturgia de figuras sedentes a la vera de sus apartados y automarginadores lugares favoritos en el límite de ninguna parte (como los del niño-poeta huérfano cósmico Mondo o la niña decidida a no regresar a la escuela Lullaby o la niña Pequeña Cruz arrobada por el azul del cielo en otras narraciones de Le Clézio), una narración ni lírica ni patética sino simplemente sustraída del contexto y concentrada en la contemplación de sus propios vacíos rebosantes, una dramaturgia donde incluso la violencia física y la moral son anticlimáticas.

      Y la novedad subnormal abandona la plaza (“No tengo nada más que decir por el momento”, cesa de monologar Yo), mostrando al héroe soñando con su idealizada vida anterior en una especie de relato bifurcado por fin entre la realidad crasa y la imaginación pura, la de mamá ya no increpándolo por briago en su chiquera, sino despertándolo en su lecho irrestituible con un amoroso “Levántate, hijo, ya está tu desayuno”.

      La novedad luciferina

      En la coproducción con Bélgica Lucifer (Mollywood - Películas Santa Clara - Mantarraya Producciones, 108 minutos, 2014), tan irritante cuan seductor tercer largometraje del esteta experimentalista flamenco de 29 años Gust van den Berghe como última parte de una trilogía fantástica (junto al Pequeño niño de Flandr, 2010, y el Pájaro azul, 2011, y antes del mediometraje Nacimiento azul, 2015), radical y erradicalmente basado en el hostil poema épico-trágico Lucifer del escéptico dramaturgo político-religioso Joost van den Vondel (1587-1679) del fundacional teatro neerlandés barroco del siglo XVII, el desencajado ángel ambivalente Lucifer (Gabino Rodríguez, quién más, tan ufano cual si se interpretara a sí mismo) ha rebotado, dentro de su viaje-caída del cielo al infierno, en el pueblito michoacano de Angahuan, perdido al pie del volcán Paricutín, para descubrirle a sus habitantes dedicados al pastoreo una escalera colgando del cielo (“Yo misma la vi”) al lado de la nueva iglesia en proceso de construcción por el exigente párroco cura ensimismado (Sergio Lázaro Acosta), asentarse por un momento en la humilde choza del taimado septuagenario por varios años tullido Emanuel (Jerónimo Soto Bravo), quien no tardará en ser sanado por el huésped, pues sólo se fungía paralizado para dedicarse a la bebida y al juego de azar, dejando la atención del rebaño al cuidado de su también añosa hermana Lupita (María Acosta) y de la nieta de ésta, la joven y bella aborigen María (Norma Pablo), quienes creen con fervor en esa mágica sanación que exacerba a otros enfermos y es celebrada por la pequeña comunidad con una gran fiesta, de bailongo callejero bajo guirnaldas de papel picado e inspiracional júbilo alcohólico por la múltiple ocasión bienhechora, pero el ángel pronto desaparece y sólo puede ser rescatado en sueños por sus anfitriones, o por la memoria viva de la ingenua María que ha quedado embarazada de él, antes de que el viejo parta un día hacia la cima del volcán para purgar sus pecados con un bajada al infierno tirándose desde el ventanal abierto en unas ruinas, mientras los pobladores deben conformarse con la gigantesca torre de la iglesia que edifica el cura y Lúpita y María, las santas mujeres deudas de Emanuel permanecen como crédulas viudas indefensas, a merced de un satánico alguacil judicial representante del gobierno (Fernando Silva) que, ávido de cobrar las impagables deudas monetarias del anciano, pronto las emplaza legalmente y las despoja de su morada, obligándolas a vivir errabundas por las laderas volcánicas, hasta que Lupita sea obligada a participar en una fatídica procesión penitenciaria con otras mujeres, sólo para ser acogida por un ángel blanco en la ribera de un río, rumbo al más allá, y María merezca el disfrute a solas del milagroso parto de un bebito.

      La novedad luciferina debe ser proyectada en formato circular ya que ha sido filmada de acuerdo con el sistema Tondoscope creado sólo para este original proyecto por el director de fotografía Hans Bruch jr., cual si retomara el empleo único, constante, tenaz, invariable, monomaniático, de una sola mascarilla en forma circular de la Venus (2006) del fervoroso documentalista etnoantropológico Juan Álvarez (y más lejos del encarnizado carnaval de mascarillas del Ernst Lubitsch silente), para significar, al igual que él, una especie de largo tubo visual a través y desde donde no se mira ni observa la realidad social, sino sólo se le atisba, a la distancia y sin involucrarse con ella, en sus mutaciones inasibles, en su falta de fijeza y en sus imprevisibles derivas a simple vista arbitrarias, incompletas, inabordables en su esencia, a semejanza de las redondísimas