Название | La novedad del cine mexicano |
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Автор произведения | Jorge Ayala Blanco |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786073004503 |
La novedad autorreflejante ficcional se estructura como un relato de emoción intensiva, pero nunca meramente lineal, ni segmentaria básica, claramente dividida por la mitad para transferir su enfoque protagónico tristón del melancólico Octavio sólo pelos-de-púa cuando festeja al decadente atormentado Emiliano sólo excitado-excitante cuando liga, un atisbado retrato incompleto de cierto puñado-estrato de criaturas parte huecas, parte palpitantes, parte desazonadas, que relevan a otra análoga parte ociosa, parte zombiesca, en una construcción convulsiva que es un work in progress, que es rompecabezas infinito que se va armando y se inventa (o se reinventa) a la vez.
La novedad autorreflejante ficcional narra ante todo las aventuras, peripecias y vicisitudes de la cámara virtuosística con maniáticos dollies del formidable fotógrafo excuequero Alejandro Cantú dando vueltas desatadas e imparables sobre sus personajes, cumpliendo funciones, siempre de unión y descubrimiento inesperado, envolventes, detectoras de miradas significativas o de complicidad coqueta en el fondo insospechado de backgrounds recién creados o de frontgrounds ídem, o las más de las veces creando un frenesí de visiones móviles que van del ensimismamiento sin autocomplacencia a la artificialidad sensorial y de ahí a la sensación de virtuosismo vuelto sistemático y asombro codificado, en giros y más giros, en giros de un ballet visual que parece duplicar el que añoran los impulsos de Octavio, en giros que se consuman plásticamente en los interiores con rieles para travellings circulares (caso del estudio de la extinta Gloria Contreras para sus extrañas calistenias) o bajo los nubarrones del Espacio Escultórico de la UNAM (caso del maestro de danza), en giros que también separan después de unir figuras, en giros para intercambiar el punto de vista y el eje situacional de referencia, en giros que replican el frenesí de las relaciones líquidas, en giros valoradores a contrario porque contrastan brutalmente con los planos fijos muy cerrados (ese arranque con Octavio inmóvil al ras de una plancha para revisión médica cual cadáver de morgue que de repente abre un ojo desmesurado, esos planos frontales de la alcoba de Emiliano con fondo de lúbrico monitor encendido, ese ejercicio ritual del bailarín recuperado dando la espalda a sus examinadores, ese enfoque todoabarcador de los azotes íntimos en el baño con tina estranguladora), en giros abigarrados entre desenfoques y reenfoques desmembrados o desmenuzados pero siempre inestables, en giros de una ronda erótica sin cesar recomenzada, en giros rebotando entre figuras-personaje que de súbito entran en trance pulsional-erótico-preorgásmico, en giros asumidos como impúdica escoria de arquetipos icónicamente homenajeables (la gigantesca foto promocional en blanco / negro obsequiada por Octavio, las enormes portadas de discos de Judy Garland y José José o las evanescentes parejitas sesenteras-setenteras a punto de perder de nuevo La otra virginidad del malogrado Juan Manuel Torres en 1974), en giros presurosos por pelar la cebolla de esbozados cuerpos sulfurosos sin núcleo, en giros que constituyen una metáfora evidente del remolino de la emotividad y de la vorágine de las pasiones (como se diría en la Época de Oro del cine nacional) y de los ligues en trance de estallar o deshacerse, en giros para descobijar en erizada flagrancia a las almas fatigadas bajo sus hirvientes o reverberantes envolturas carnales, en giros que rizan el rizo melancólico y mortecino, en giros parcialmente suspendidos por un uso persistente de los fondos oscuros y absolutamente cancelados por el close up terminal de un Emiliano por completo descompuesto.
La novedad autorreflejante ficcional incluye, cual influencia heterodoxa de las conjunciones a fuego lento entre líneas narrativas del polaco Krzysztof Kieslowski (El decálogo, 1988; La doble vida de Verónica, 1991) o del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Malestar tropical, 2004) por ejemplo, un film completo que supuestamente está revisando en su monitor doméstico el cineasta Emiliano Arenales Osorio exacto en el punto medio y de inflexión dramática del film, un cortometraje de su presunta autoría con duración integral de 30 minutos (intitulado Dos entre muchos: unos muchos que son o se vuelven tres multiplicados, elevados a la enésima potencia por ellos mismos), una verdadera película dentro de la película, una obra de transferencia metafísica que salta doblemente porque está interpretada por personajes muy secundarios del relato y porque se halla expresada con otro estilo por completo distinto (verborrágico, muy gráfico) al que hasta entonces se había estado desarrollando, a modo de intermezzo, contrapunto o gran collage inserto, para narrar no exactamente una orgía, sino un partousse azotado en forma de trío en el que suceden y se muestran todos los acercamientos probables e improbables, toda la combinatoria posible, entre los tres personajes, una linda chava con estampado vestidito solferino minúsculo (Andrea Portal en un segundo papel) y un par de chavos de antojadizas nalgas omnidispuestas que encabeza cabizbajo el actor hierático Andrés de antemano derrumbado (Gabino Rodríguez cual extraviado prófugo del cine repetitivo de Nicolás Pereda) y que emblematiza un fornido objetote masculino Milton a la largo de una noche y en un espacio cerrado por ateridos ecos resonantes (“Esto es una grabación, me escucho decir: por favor deje recado, aquí no hay nadie, si una voz dejara, no estoy, escucho pero no estoy, soy un hueco que se escucha a sí mismo, no decir nada, un balbuceo, un hueco, un cuerpo yo, desnudo como un santo atravesado por las flechas, olvidado en este nicho vacío, un santo vacío en un nicho, en un aparador de moda, en un congelador de supermercado, carne helada caducando, yo”), todos haciendo perturbadamente pero con notable precisión lo que no había hecho el personaje de Octavio con sus fantasiosas anfitrionas de una noche Sunny y María, una idéntica situación reconvertida en movimiento perpetuo y permitiendo hasta top shots de la Pietà intempestiva del protagonista Andrés ahorcado con su propio cinturón (“No tengo aire, que dé mi voz, ni siquiera un pequeño grito”), una fantasía alternativamente épica y lírica de cogidas que se mantienen en la tensión copulatoria entre Eros y Tánatos porque están reguladas / saboteadas / trascendidas por las incallables voces divagantes en off de los atribulados participantes presentes en el porno soft paralógico (“Soy otro, soy tú, ser otro en tu cuerpo” / “Aquí ya no hay nadie”), una serie coleccionable de traslaciones y trastrocamientos de personalidad a partir de sus dispuestos estados previos y propagables, la superposición de una historia efervescente con una no-historia febril sin conexión posible entre ambas al margen de todo orden lineal o racional, un colapso prolongado a través del cual parece estarse investigando sin proponérselo ese punto climático del cuerpo sin órganos deleuziano-guattariano en que el goce hedonista se encuentra