Название | La novedad del cine mexicano |
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Автор произведения | Jorge Ayala Blanco |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786073004503 |
La novedad autorreflejante retratista concentra sus baterías en la intensificación tranquila del retrato de un muchacho estancado Cristhian que ejecuta perfeccionistas rutinas gimnásticas, en muchos modos alter ego del propio cineasta apenas dos años mayor, porque semeja ser hijo y estar sujeto a un desencanto amable y beneficiarse de un seguro amor por la tolerancia, el respeto señorial hacia la dignidad de seres de comportamiento vulgar sólo secretamente excepcionales que caracteriza y determina las mejores cualidades expresivas y humanísticas de la obra fílmica de Hernández, de diez maneras emparentadas con las del transexualizado Coral el exniñito prodigio vuelto entrenador coreográfico de íntimos festejos danzarines de 15 años y prostituto esquinero bajo los pasos a desnivel en el Quebranto (2012) de Roberto Fiesco (¿o era del sublime Giroberto Fiescobaldi?), el imprescindible productor de todas las cintas del mismo Hernández; he aquí, pues, el retrato de un fulgurante bailarín-prostituido por teléfono y en el antro de chippendale, elaborado con refinamiento cultural que se alcanza a duras penas pero nunca se ostenta, indulgente epicureismo, ironía escéptica, desinhibición total, multidimensionalidad por yuxtaposición, búsqueda en pasillos, soberbia elegancia que se esconde: como una respuesta grabada sobre la frente por fin en imposible silencio, inmediata, espontánea, férrea, elocuente en su concreción misma, con una desenvoltura ahora majestuosa.
La novedad autorreflejante retratista demuestra tácitamente que “La masturbación es tener sexo con nuestra persona más querida”, que “Enamorarse de uno mismo es el comienzo de un largo romance” y que “La vida no imita al arte, imita a la televisión, por eso es tan cursi”, en involuntario homenaje a los cálidos sarcasmos de las “Buhederas” del capsulista Guillermo Farber, aparte de que el héroe hipernarciso Cristhian parece estar pensando desafiantemente a cada momento: “Amo a las personas que me siguen queriendo a pesar de todo lo que saben de mí”.
Y la novedad autorreflejante retratista termina cambiando de tono, del valemadrismo a un principio de gravedad innombrable (tal como también lo estipulaba la presentación de los autoconscientes productores del film en los catálogos de los festivales: “Respuestas, dolorosas a veces, como todas las verdades”), al crear conclusivamente en el remate del corto y en corto una leve impresión de vacío, de mucho ruido para nada (“Picas aquí, picas allá, pero no siembras nada en ningún lado”), de microgeografía intransferible de la nada que verbaliza sin pathos alguno el propio personaje (“No tengo marido, no tengo padrino, tengo que rascarme con mis propias uñas y a ver hasta cuándo tengo mi negocio”), caminando, caminando, caminando en medium shot por una plaza con iluminación nocturna, abalanzándose sin motivo específico hacia una sostenida e inacabable cámara retrocediente, como una carrera infinitesimal en pos de la soledad, mientras las trompetas pueblerinas de la Banda Pedregal con “La barca de Guaymas” suenan coruscantes sobre un epígrafe en fondo negro (“Siempre estamos solos, más solos de lo que podemos imaginar... es la soledad auténtica: Rojo”), o sea a la busca y el encuentro, o quizá a la conquista de una soledad no sólo auténtica sino absoluta, esencial y desazonante.
La novedad patinadora
En la coproducción con Alemania Te prometo anarquía (Interior XIII - Foprocine / Imcine - Rohfilm, 88 minutos, 2015), conmovido quinto largometraje pero primero con asunto mexicano neto del talentoso autor total estadunidense-guatemalteco excececiano alternativamente hiperrealista o experimentalista de 40 años Julio Hernández Cordón (Gasolina, 2008; Las marimbas del infierno, 2010; Polvo, 2012; Hasta el sol tiene manchas, 2012), el chavo gay de clase media alta Miguel (Diego Calva Hernández) vive en el rechazo de mamita arrogante de buena familia (la pionera videocronista de tribus urbanas lumpenjuveniles Sarah Minter a punto de fallecer de cáncer) y en el ocio absoluto, pese a sus numerosos contactos sociales bastante envidiables, pues tiene años manifestándose como un fanático exclusivo de la patineta, al lado de su pobretón homólogo de inclinaciones bisexuales Johnny (Eduardo Martínez Peña Pelucaz), el hijo de la sumisa sufrida criada gorda de su casa (Martha Claudia Moreno), con el que sostiene desde la infancia una intensa relación homosexual, hoy amenazada en su acendrado nexo erótico por la intromisión de la escuálida chava pelandruja sin gracia Adri (Shvasti Calderón Rivera), incluso dentro de la sensual guarida de la pareja gay para coger, produciendo una violencia latente (“Espérate, Adri está aquí”), una violencia de vendedores de sangre propia o ajena en el mercado negro y una violencia hiperkinética en los interruptus cuerpos patinadores o en pelotas en la cancha de frontón: tres formas de violencia que habrán de engrandecerse y estallar de funesta manera colectiva cuando a Miguel se le haga fácil emboletar a esa desairada chica y a 51 jodidos muertos de hambre barriales más, para una supuesta donación masiva de sangre, como las que ya acostumbraban organizar en pequeño, pero ésta de inmediato muy bien pagada, a mil pesos por sujeto, que el ingenuo Miguel ha agenciado ahora con el ridículo actor de comerciales Gabriel (Gabriel Casanova Miralda) y que de pronto se convierte, por la acción del alevoso sicario David (Milkman), en una criminal remesa de “vacas” (según el término que designa a las víctimas de la trata de personas) dentro de un camión-prisión de redilas, a raíz de la cual los dos chicos amantes quedan trastornados por completo y, forrados de billetes inútiles que no valen una Adri tentadora del conflicto bisexual por última vez encaramada sobre una torre fabril ni una buena tunda con almohadas antes del coito adivinado desde una ventana fractal del Hotel Cozumel de cuarta categoría, los desdichados jóvenes amantes deben separarse, echando contra su voluntad miles de kilómetros de distancia entre ellos, ya que el furioso incontrolable Johnny va a ultimar brutalmente a Gabriel a golpes de patineta y ambos muchachos no habrán de hallar otra solución que correr a refugiarse con sus respectivas mamitas, aunque la progenitora sirvienta de Johnny haya sido corrida de su empleo y se lleve a su hijo a residir en un restaurante a la orilla de una carretera, y aunque Miguel sea debidamente abofeteado por mamá para después ser llevado por un amigo del padre ausente hasta el sur de Texas, para sobrevivir trabajando en lo que humildemente le salga.
La novedad patinadora se torna patinetómana al enseñorearse en la descripción, tan morosa cuan precipitada, ora expresiva ora dramática, del mundo autónomo y tangencial de los chavos patinetos que se enseñorean en la vía pública por encima de las clases sociales y de otras opciones eróticas que no sea la segregadamente homosexual, por calles y pistas y avenidas, atravesando túneles hexagonales cual galerías de minas cerradas, protagonizando deslizamientos imparables, luciéndose en el cruce por las arterias atiborradas de mercadería de un tianguis permanente, deambulando orondos o riñendo en puentes peatonales con fondo de señalamientos hacia Mixcoac o Av. Universidad, incorporándose a las autopistas tras trepar patinando sobre los techos de un paso a desnivel o exultando en libertad dentro de un inmenso travelling lateral al son de un resurreccional cover-tributo a los años sesenta en voz de Los Iracundos (“Sunny, gracias por tus ojos y tu miraaar / No sabes el bien que me das túuu / Gracias porque tú viniste a míii / Gracias por la luz que tú me daaas”), un mundo dinámico ágilmente abordado, sólo interrumpido por la irrupción sarcástico-punitiva de canciones que son cualquier cosa menos acompañamientos ni meramente vehiculares, desde las lúbricas atmósferas rojizas en una especie de sucedáneo del inframundo-cloaca, hasta la monomanía de un equivalente lumpenizado de la célebre pieza fundacional sobre autistas skaters desatados Wassup rockers, los nuevos guerreros de Larry Clark (2005), con edición instintiva quasi bestializante de Lenz Claure, dirección de arte firmada por María Elizabeth Medrano cuyo prurito realista nunca desentona porque nadie debe advertirlo, diseño sonido de Axel Mishael Muñoz y Alex de Icaza que impone una atmósfera crujiente a cada momento, y en sitio primordial una fotografía de María José Secco autodestruida y destructora de sus propios regodeos rutilantes, fincando en su disonante / detonante conjunto un marco a las improvisaciones continuas de soberbios jóvenes intérpretes no-profesionales a quienes “no se les pidió actuar sino mentir” (Hernández Cordón dixit), rumbo al redondeo de una metafísica de la patineta,