Название | Dulces gritos de la ciudad |
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Автор произведения | Nayib Camacho O. |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585840720 |
Terminaron las vacaciones y volvimos a la ruta sobre el puente. Pasaba tranquilo cuando lo vi venir. Con discreción le dije a Julio que el de la camiseta verde de fútbol era el que me jodía. Cogimos por la mitad del puente. Julio lo tenía en la mira, pero resultó que el pelado venía con un colega. El socio llevaba un cuchillo más grande que el del tuerto, y también se le veía una pistola entre el pantalón. Nos pusieron las manos en la nuca y con un falso gesto amistoso repitieron su habitual trabajo con nuestros bolsillos, billeteras y maletas. Como para consolarse, Julio dijo que solo eran un par de hijueputas viciosos. Sentí que el tuerto tenía mucho poder.
Estábamos en recreo, cerca de la cancha, lejos de la gente, olvidando las clases. ¿Sabe qué pasó ayer?, dijo Julio. Iba solo, atravesando el puente y de pronto me salió el tuerto. Le dije que se quedara quieto, que no fuera a joderme, porque mi papá trabajaba con los paramilitares, que preguntara por el Orejón, que si seguía montándola lo iba mandar a quebrar. Julio agregó que el tuerto quedó paralizado y retrocedió. El problema había acabado. Supe que le contó a su papá, pero él tenía que salir de comisión a un trabajo importante por los Llanos. Le pareció que el asunto del puente era chimbo y que Julio podía arreglarlo todo. De paso, agregó, podía enseñarme a no ser tan consentido, a ser hombre. No le creí mucho pero descansé y respiré profundo. Entonces me comunicó con voz apagada y grave el plan que trazó. Yo participaría de algo escalofriante. La señal era llevar las manos metidas en los bolsillos. Cuando el tuerto estuviera cerca, el trabajo ya estaría hecho. Nos respaldarían dos amigos del papá de Julio.
A mí se me retorcían las tripas. Antes de que sonara el timbre tuve que ir dos veces al baño. No hacía calor pero sudaba a baldados. Salimos del colegio. Llevaba las manos heladas. Julio bromeaba mientras chupábamos refrescos.
–Vámonos por otra parte. Olvidemos la cosa –le dije.
–Más bien cambie de color, mijo. Está como un papel –dijo Julio.
Caminábamos a prisa. Miraba a lado y lado tratando de reconocer a los amigos del papá de Julio. En una tienda esquinera, dos hombres que tomaban gaseosa encajaban perfectamente con la profesión de los que nos acompañarían. Más adelante, unos tipos de gafas oscuras, quietos sobre una moto, daban la impresión de ser ellos. Una cuadra abajo, tres jóvenes sentados en una panadería, dándoselas de inocentes, parecían ser los contratados. A todos les veía cara e intenciones criminales. Hasta un par de señoras que bajaban pegadas de sus camándulas y escapularios, podían ser las del trabajo. Sentía las miradas encima. Insistía en decirle a Julio que mejor nos devolviéramos. Que yo no volvería a pasar por allá y listo. Llegábamos al puente y un frío lacerante se atizó. Las piernas casi ni respondían. Estaba petrificado.
Julio me envió un mensaje visual y sin abrir la boca dijo: Allá están. No pude doblar la cabeza. Estaba tieso. Debía sacar una mano del bolsillo pero se me olvidó. Al instante nos cayeron el tuerto y su socio. Tomen chinos y piérdanse de aquí. Y nos dieron un bolso. Caminamos rápido cinco cuadras. Paramos en una tienda y al momentico me llegó el alma. Tomamos agua. En el bolso estaba mi reloj, la plata y otras cosas más. Me sentí incómodo y no quería esas cosas.
Una semana después íbamos temprano rumbo al colegio. De lejos, sobre el puente, se veía un tumulto. Una patrulla regaba su destello de luces en el sector. Cuando nos acercamos vimos todo acordonado. Me asomé a ver qué pasaba, pero Julio siguió derecho. Alcancé a ver dos tipos tumbados, inmóviles y sangrantes. Uno desgonzado contra la baranda y otro de medio lado sobre la acera. Las autoridades tomaban fotos, huellas y escribían. Eran el tuerto y su colega. Un espectáculo asqueroso. Vomité el refresco. Salí rápido de entre la gente. Alcancé a Julio y le conté que eran los tipos del bolso.
–¿Qué pasó? –le pregunté.
–Regresó mi papá, y él no puede dejar de trabajar, trabajar y trabajar...
Al respirar por la boca, Julio exhalaba un torrente de vaho frío y repulsivo. Algo parecido al olor del caño.
Confecciones literarias
Venía leyendo Cien años de soledad. De vez en cuando miraba por la ventanilla. Una puntada de recuerdos resplandecía con los relámpagos. El espesor de una historia hacía ignición en mi memoria y quería escribirla. Se trataba de un brillo fuerte y fugaz.
La lámpara de querosene no iluminaba más la cocina. Estaba vieja y en desuso. Colgaba limpia y apagada. Su bolsa de tela no flameaba. No era ya la lámpara de Aladino. Después de muchos años regresaba a la casa de mi abuela. Estaba de paso en el país y quise consolarla un rato. “Mi santa cruz, ya no está”.
Seguía concentrada en su máquina de coser. Era su forma natural de hablar. Atravesamos la sala y llegamos al balcón que daba al jardín. A un costado de la pared del comedor colgaba la daga española. Una reliquia familiar de más de ciento cincuenta años. Era una hoja de metal, de doble filo, mango tallado con pedrería y algunos metales incrustados, protegida por una cubierta de cuero con el escudo real español. El abuelo decía que la recuperó en uno de sus viajes por la madre patria.
Mi abuela le dijo a su empleada que trajera buen café y cigarrillos. Sobre su liviano saco colgaban hebras e hilachas de distintos colores, en paralelo con su cinta métrica. Se notaba que estaba trabajando, que pensaba en sus confecciones. Poniendo ante mis ojos tres o cuatro moldes en papel mantequilla, me mostró una colección de individuales.
–¿Y eso?
–Son tuyos. Hechos en el taller de costura.
–Lástima. Era mejor dibujar.
–Voy a bordar el escudo.
Me pidió que pasara el amarillo, azul y rojo por el ojo de las agujas. Lo hacía para probar mi visión. Enhebré rápido.
–Como antes.
–No recuerdo una sola vez que fallaras.
Dejó la máquina y caminamos hacia su sillón. Siempre erguida. Llegó la empleada. “Se le ofrece algo más, madrina”. Respondió que no y echando humo, se concentró en el retrato del abuelo. Gordo y sonriente.
–Es igualito a ti. Mira ese porte. Bien vestido.
–¿Te parece?
–Claro. Se nota la estirpe. Aunque tú no has derrochado el dinero.
A mi abuela la obsesionaban los abolengos. Por eso se casó con mi abuelo. Pensaba en su añeja hispanidad. El dinero y la posición eran apenas una consecuencia del apellido. Ella seguía creyendo que las fortunas se hacían, que la casta se heredaba. Cuando mi abuelo quebró, ella se encerró en su casona a reconstruir la economía familiar. Compró máquinas de coser y puso el taller de confección de blusas y tejidos de punto fino. Al abuelo lo dejó que se alcoholizara con sus recuerdos. A las tres hijas les incautó la virginidad; jamás encontró a alguien digno de su linaje. Mi madre escapó de este cautiverio.
–La semana entrante la ahijada se llevará todo esto.
Le molestaban todas esas chucherías regadas. Era una forma de advertirme que mirara todo con cuidado porque todas esas cosas iban a desaparecer. Tal vez era la última vez que las vería.
–¿Qué vas a hacer?
–Se quedará la máquina de coser. Es algo muy personal.
Me gustaba ir a la casa de mi abuela. Me complacían sus objetos. Quedaba alelado. También estaba lo de la lectura y la escritura, pero lo que realmente me entretenía era ver la colección de porcelanas y cosas raras que reposaban en el escaparate debajo de la escalera. Había un huevo azul, pesado, como de cinco centímetros de diámetro. Se abría y de adentro salía un rosario bendecido. Era la imitación de un Faberge imperial.
Me vio atento mirando algo y recordó que siempre