Dulces gritos de la ciudad. Nayib Camacho O.

Читать онлайн.
Название Dulces gritos de la ciudad
Автор произведения Nayib Camacho O.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585840720



Скачать книгу

la costa norte y se desplazaba aumentando su velocidad a 32 kilómetros por hora. El sistema de captación de registros indicaba un rastro de copiosas lluvias en gran parte del territorio nacional. Lucía escuchó de nuevo al meteorólogo en el televisor de su oficina pronosticando que una vez la tormenta tocara tierra, sus características se disiparían en 36 o 48 horas.

      El regreso de la oficina fue raudo, como si la velocidad de traslación hubiera sufrido un drástico aumento. Lucía encontró el apartamento algo desordenado. Cosas por aquí, cosas por allá, entre una atmósfera muy fría. Por alguna extraña razón el aire acondicionado estaba encendido. La rara circulación de aire y viento que rotaba en sentido opuesto de las agujas del reloj, levantaba en espiral las cortinas y redundaba en los sonidos de los móviles metálicos que guarecían los arcos de las puertas. Lucía pensó en los efectos de esta pequeña tormenta. Si fueran en gran escala, de seguro serían muy destructivos. Pero aquello solo había sido una arremetida repentina y breve, sin daños importantes. Terminó de encender las luces y fue a la cocina.

      El marco de la ventana vibró con el pasó de un jet. Era mayo y la lluvia persistía en sus mojados triunfos. El pronóstico fue errado. El sol ni ligeramente se asomó. Llovía y la temperatura seguía bajando. Una solitaria lógica parecía indicarle que al siguiente día tampoco habría sol. De todos modos tendría que prepararse para otro amanecer, a lo mejor se daría la ocasión. Miraba por la ventana. Sirvió un poco de whisky pero no lo probó. Lo dejó sobre el borde de la ventana. Prefirió beber de su taza de café. El paisaje gris de afuera jugaba con el silencio de su apartamento. Se sentía bien al acercarse a la chimenea. Miró la luna a través del vidrio empañado. Estaba detenida en cuarto creciente y parecía esconder una sorpresa en algún jardín.

      Hacía varios días que Maximiliano no estaba. En su nuevo apartamento, conectado a internet, el meteorólogo seguía leyendo informes y revisando mapas atmosféricos. Con el paso de las imágenes satelitales sospechaba que el cuadro climático empeoraría. Ante las evidencias le comenzó a entrar un raro temblor. Intuía una desgracia. Era como si algo estuviera en riesgo. Posiblemente probaría su propia medicina.

      A comienzos de año creía que solo se trataba de un ligero percance y no le prestó atención a Lucía. Pensaba que el trastorno de su ámbito emotivo era pasajero, como si se trataba de un ciclón, de una tormenta no frontal o de un centro de baja presión. Las cosas pasarían rápidamente y todo volvería a la normalidad. Entonces la pequeña nube le llegó a Maximiliano como un adorno en el paisaje frío. Y llegó para dejar sus estragos. El ciclón se podía predecir con algunos días de antelación, pero aquello resultó ser una tormenta. Lo que se venía era un desastre. Ahora pensaba en Lucía.

      Maximiliano no entendía cómo se fueron deteriorando las cosas. Ni siquiera alcanzó a percibir que carecía de instrumentos para medir el estropicio con Lucía. Ahora se sentía damnificado. En detrimento de su atmósfera afectiva, su capacidad para advertir posibles destrozos estaba completamente aniquilada. En menoscabo suyo, pendiente de ciclones y tormentas, Lucía fue dibujando una catástrofe que iba más allá de sus propias dolencias. Cada uno en su clima.

      Considerando su capacidad para explorar el estado del tiempo, el clima y sus circunstancias, Maximiliano inspeccionaba futuras líneas de conducta con la intención de predecir un cambio en Lucía. Reconocía que él tampoco seguía el curso de los acontecimientos de acuerdo con las trayectorias afectivas previstas. Aunque era un exitoso investigador y meteorólogo de televisión, era incapaz de controlar los tiempos de llegada a su casa. Tampoco pudo comprobar cómo su aire amoroso fue disipándose.

      Eran días difíciles para Lucía. De repente se le apilaban los recuerdos. Sentía que Maximiliano aparecía en la televisión para recordarle que no volvería a casa. Lo veía pasar como una nube repitiéndole que era una mujer sin pasiones.

      Al juntársele los días de sol y lluvia, frío y calor, Lucía tenía que arreglárselas para adivinar el clima. Como ahora aprendía de su memoria, se propuso, si no llovía, invitar a Maximiliano a comer al día siguiente. Imaginó que podían pasar un rato quejándose de sus olvidos y de pronto hablar de Lucía.

      El frío de la ciudad comenzaba a manifestar una cierta insistencia histórica. Lucía se tumbó en la cama. Luego se deslizó bajo las frazadas y sintió que todo estaba tibio. Estaba abrigada frente a la pantalla del televisor. Al cerrar la cortina de la ventana notó que una pequeña brisa acompañaba el rastro de una nube. Detrás de ella estaba su corazón. Se olvidó de la invitación. Su corazón era un sol. Pensó que ninguna nube podía tapar el sol.

       Identidad

      Estaba con Fernando tomando gaseosa. Él quería fumarse un Pielroja, pero en la tienda no tenían. Quería seguir contando historias. Entonces atravesó la calle y fue al local de enfrente. Mientras esperaba el cambio se puso a mirar la vitrina. Regresó con una risa nerviosa. Era como si lo hubieran pellizcado por dentro. Llegó extraño, desconcertado, con los cigarrillos brincándole en la mano.

      Una imagen atrajo su atención. Le pareció familiar y se detuvo un instante. Suspendió sus ojos en el detalle. Era increíble. En uno de los bordes de la vitrina, junto a los documentos de otras personas, estaba expuesta su cédula. La encontró de chiripa. Sí, era su cédula de ciudadanía original. Completaba casi diez años de haberla extraviado.

      Puso el envejecido pedazo de plástico sobre la mesa. Era chistoso ver la foto descolorida por el sol, al lado de un desleído nombre. Mire bien, y con cuidado, lo dijo invitándome a descubrir algo. Me acerqué a lo que quedaba de documento. Fue cuando lo reconocí y me contó lo sucedido. Con el estudio fotográfico pegado a esa tienda y solo había entrado una vez. No le gustaba porque olía a cebolla vieja. Recordó el día que sacó la cédula por primera vez.

      Todavía tenía cara de ángel, pero se sentía mayor y ansiaba el documento. Cuando llegó a la Oficina de Registro Civil, la fila parecía interminable. Quedó desanimado. Fue mirando de atrás hacia adelante, tratando de ubicar a su primo. Él vivía cerca del lugar y la noche anterior dijo que madrugaría a guardar puesto. Por fin pudo verlo. Entró en la fila y los de atrás lo abuchearon, pero no les puso cuidado. Se quedó ahí y la gente se calmó. Eran las caricias de la suerte.

      Su primo estaba desde las cuatro de la mañana. Hablaron del aguacero y bebían tinto cuando un tipo se les acercó. ¿Traen las fotos? Respondieron que sí y las mostraron. Entonces el hombre comentó que esas no servían, que tenían que ser con un fondo diferente y las orejas descubiertas. Les ofreció el servicio para que no perdieran la fila y el día. A Fernando le preocupaba en dónde les tomarían a esa hora las fotos. Les dijo que el sitio quedaba a tres cuadras, que primero fuera uno mientras el otro cuidaba el puesto. Los primos se miraron. En los ojos de ambos se reflejó el mismo temor. No sabían qué hacer. Tranquilos chinos, no les va a pasar nada. Piénselo. Y el tipo se retiró hacia unos recién llegados.

      El primo de Fernando estaba asustado; no iría por allá. ¿Saben qué?, dijo una señora que iba más adelante, vengo por la copia de la cédula; en la oficina les toman la foto. Eso sí, queda horrible, pero qué se puede hacer. No vamos a salir en una revista. La escuchaban cuando pasó otro tipo con una cámara instantánea anunciando: Se toman aquí y se imprimen aquí. Ofrecía su servicio diciendo que en caso de quedar feos, él retocaba la foto ahí mismo. Insistía en que aprovecharan porque después de entrar no había nada que hacer; el retrato de adentro era tan horripilante que lo recordarían por toda la eternidad.

      La preocupación de Fernando era quedar bien en la foto de la cédula. Tendría que mostrar el documento por el resto de sus días. No quería repetir lo ocurrido cuando cambió la tarjeta de identidad de los siete años por la de catorce. Cargó todo el bachillerato con una cara de desconcierto espantosa, sacándole fotocopias a su perplejidad.

      Llevaba mucho rato esperando a que abrieran. Entonces quiso desencalambrarse, echar un cigarrillo, caminar un poco. Al llegar a la esquina se encontró con un amigo. También venía por la cédula. Conversaron un rato y le mostró sus fotos. Se las tomó en el centro comercial donde Fernando sacó las suyas. Habló de la muchacha