A los herederos de mi memoria. Dora Goniadzky De Hudy

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Название A los herederos de mi memoria
Автор произведения Dora Goniadzky De Hudy
Жанр Изобразительное искусство, фотография
Серия
Издательство Изобразительное искусство, фотография
Год выпуска 0
isbn 9789585564848



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mujer entró y nos empujó afuera, mientras escuchábamos los gritos de dolor de mi madre. Cuando nos dejó entrar, la vimos con un bebé en brazos envuelto en una vieja manta que por años había sido mía. Salek y yo la mirábamos sorprendidos. Ella nos dijo que nos acercáramos a ver a nuestra hermanita. En silencio, pero llenos de interrogantes que nunca serían verbalizados, vimos a aquella hermosa criatura tan frágil y pequeña.

       En ese espacio miserable en el cual vivíamos, cuidábamos a Tonia para que no se escucharan sus llantos. Tener un bebé en ese momento era lo más absurdo que podía suceder, sus posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Y ese pensamiento permanecía en la mente de mi madre las veinticuatro horas del día. Aunque no decía nada, yo presentía que mi hermana no estaría mucho tiempo con nosotros.

       Desconocía cuál era su plan, pero sabía que algo haría para tratar de salvar a Tonia. Unos días más tarde, me dijo que aplicaría una ventosa al bebé. Me pareció muy extraño porque yo sabía que mi madre usaba ventosas únicamente cuando teníamos fuertes resfriados o gripe, y Tonia no presentaba ningún síntoma de estar enferma. La forma en que lo hizo también fue muy extraña, en lugar de retirar la ventosa inmediatamente, dejó que quemara la delicada piel de mi hermana.

       Sin perder un instante, comenzó a amamantarla y pasearla por el cuarto para calmar su dolor. Observé que mi madre lloraba mucho en silencio mientras abrazaba a Tonia. Entonces, me dijo que ahora mi hermana tendría una marca que nunca se borraría.

       —Cuando veas la espalda de una niña con una quemadura así, sabrás que es Tonia. Ahora ya tiene una señal que la diferencia del resto, —me susurró mientras me entregaba a Tonia para que la acunara entre mis brazos.

       Años más tarde comprendí la razón por la cual había lastimado a mi hermana. No obstante, en ese momento, estaba muy enojada con ella.

       Pocos días después, mi madre desapareció con Tonia y al regresar lo hizo sola. Entre llantos le pregunté qué había hecho con mi hermanita.

       —Encontré un camino para salvarla. No te preocupes. Ahora sí va a estar bien —me respondió.

       Pero ella tampoco podía contener sus lágrimas. Nos abrazamos con desesperación tratando de aliviar esa profunda tristeza que sentíamos, ¿cuándo terminaría esa larga pesadilla de pérdidas y aflicciones?

      VI

       TIFUS

      En el ghetto de Varsovia, los judíos fueron confinados a vivir con estrechez, de siete a diez personas por habitación. El frío, el hambre y el hacinamiento dieron origen a la aparición de enfermedades como la tuberculosis y el tifus.

      Los alemanes tenían un miedo paralizante al tifus. Sostenían la teoría de que los judíos eran los portadores naturales de esta enfermedad, haciendo caso omiso a las condiciones miserables del ghetto como la causa primordial de las epidemias.

       UN REFUGIO PARA LOS NIÑOS

       La ausencia de mi padre y el sufrimiento por haber tenido que entregar a su pequeña hija Tonia ocasionaron en mi madre un desmoronamiento total de su espíritu. Hablaba muy poco y prácticamente no dormía. Ella sabía que nosotros íbamos a ser deportados en cualquier momento y se sentía incapaz de encontrar una forma de escapar a ese destino. Los que habíamos quedado en el ghetto era como si viviéramos en un tiempo prestado, antes de la llegada de un final inevitable.

       Un día comencé a sentirme muy mal. Escalofríos, fiebre alta y terribles dolores de cabeza me llevaron a un estado de debilidad tal que no podía levantarme del colchón sucio sobre el cual dormía. En ese instante mi madre reaccionó. Se dio cuenta que todo dependía de ella y no iba a dejarse consumir por su propia desesperación.

       De inmediato me levantó en sus brazos y me llevó apresuradamente a un lugar que ella seguía llamando el Hospital Czyste11, aunque este ya había desaparecido como tal dentro del ghetto. En realidad, lo que menos parecía era un hospital porque se encontraba en un estado deplorable. El médico que me examinó dijo que por los síntomas probablemente era tifus. Podría haber sido una sentencia de muerte porque las medidas de higiene y las condiciones físicas de los que aún estábamos en el ghetto eran atroces.

       Había una permanente presencia de agonía en el hospital. Sin embargo, mi madre me aseguraba que yo me iba a mejorar y su fe era lo que me sostenía todos los días. Solo me dejaba para buscar algo de alimento. Ella era un ser humano capaz de transformar una debilidad en fortaleza. Advertí en su mirada que tenía un plan y confiaba plenamente en ella. Presentía que iba a encontrar una forma de salir del ghetto.

      En tiempos de guerra se pierde la noción del tiempo. Los días se transforman en horas y las horas en minutos. Recuerdo vagamente ese período en el hospital. Mi memoria me juega trucos al tratar de mantener una exacta cronología de los hechos. Cuando comencé a sentirme mejor, mi madre me dijo que íbamos a tener que hacer un largo trayecto y que necesitaba de todo mi apoyo.

       Al regresar estaba vestida como una enfermera y con una señal me dijo que guardara silencio y cerrara mis ojos. Me envolvió en la manta que me cubría y me sacó del hospital en sus brazos. La ráfaga de aire helado en mi cara me despertó de esa convalecencia que parecía no tener fin. En yiddish me dijo que no hablara. Desde ese momento solo hablaba en polaco con las personas que le hacían preguntas.

       Escuchaba su voz en un tono autoritario decir que llevaba a una niña con tifus y que no se acercaran para evitar el contagio. A los alemanes les aterrorizaba escuchar la palabra tifus. Al mencionar la enfermedad se alejaban inmediatamente. Con la ayuda de alguien logró traer a Salek y luego salir del ghetto. No recuerdo los detalles. Lo único que permanece en mi memoria es mi madre sosteniéndome en sus brazos mientras caminaba sin detenerse, con Salek junto a ella siguiendo sus pasos.

       Mi madre nos llevó por un bosque hasta llegar a la casa de una amiga que vivía en un lugar llamado Zareby Koscielne12. La señora Szwiderska y su esposo no tenían hijos. Ella siempre se sentía en deuda con mi madre porque la había ayudado en muchas ocasiones antes de la guerra. Cuando mi mamá le pidió que nos cuidara a Salek y a mí, no dudó en aceptar.

       Supe en ese instante que ella no se quedaría. Había encontrado un refugio para sus hijos y no le importaba lo que sucediera con ella. Nos abrazó a los dos y, en ese yiddish tan familiar y cálido, nos volvió a reafirmar su confianza en un futuro juntos. Aunque quería sentir esa sensación de esperanza que mi madre trataba de transmitirme, yo rompí en un llanto inconsolable. En mi mente solo aparecían las imágenes que eran frecuentes en el ghetto: familias destruidas por una guerra infame y cruel, donde la compasión por el ser humano había dejado de existir.

       Mi madre se alejaba y yo trataba de ver su figura a través de la ventana hasta que ella desapareció totalmente de mi vista. Me transformé en el punto de referencia de Salek cuando buscaba protección en ausencia de mamá. En ese instante no entendía cómo mi hermano podía creer que yo iba a cuidar de él. Yo era una niña tan indefensa como Salek. Todo mi cuerpo temblaba de terror al sentirme desamparada y completamente sola en una realidad que no quería vivir.

      VII

       ENTRE LA LUZ Y LAS SOMBRAS

      En Polonia había aproximadamente un millón de niños judíos al comenzar la Segunda Guerra Mundial. Al terminar el conflicto bélico, solo unos pocos lograron sobrevivir. La mayoría de estos niños vivieron en la clandestinidad. Cambiando sus identidades, los ocultaban generalmente del mundo exterior. Enfrentaban día a día miedos, dilemas y peligros. Sus vidas estaban entre las sombras. Cualquier comentario o denuncia de vecinos podría descubrirlos y llevarlos a la muerte.

      Mania y Salek tenían nueve y siete años respectivamente, cuando su madre los ocultó en la casa de una amiga cristiana, la señora