Mujeres de mi historia. María Cecilia Pérez Llana

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Название Mujeres de mi historia
Автор произведения María Cecilia Pérez Llana
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789878713403



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—preguntó.

      —¿Qué cosa, madre?

      —¿El vestido María, no fuiste con ella a comprar la tela para su traje de novia?

      —Ah, sí, sí madre, será negro, como el de su madre, como el tuyo—respondió. Se excusó y se fue a dormir. Terminaba así una semana completamente diferente en su vida. La siguiente sería determinante de su futuro.

      Ese sábado se despertó más temprano que de costumbre. Se calentó un jarrito de leche y mientras comía un pan, oyó que alguien bajaba por las escaleras.

      —A mí no me vas a engañar. ¿A qué fuiste a Basilea, María? —le preguntó en tono inquisidor Elisabeth, su hermana.

      —¿Te irías de Argovia a empezar una nueva vida en otro país, en otro lugar en el que posiblemente seamos dueñas de la tierra que trabajemos y en donde el gobierno nos provea de todos los insumos necesarios para arrancar?

      —¿De qué hablas María? ¿Y madre? No la podemos dejar. Ella es lo único que me ata a este cantón desde que Karl me dejó para casarse con Nina. Pero sí, me iría. Quisiera volver a empezar en algún lugar donde nada me recuerde a él. Aquí, cada esquina, el templo, los Alp, todo me lleva a Karl. Nunca pensé que me dejaría—agregó Elisabeth con la mirada perdida en el recuerdo de ese amigo de la infancia con el que estuvo a punto de casarse. Ella estaba enamorada, pero los padres de Karl decidieron que para su hijo sería mejor un matrimonio con una mujer que no fuese una campesina pobre.

      Al ver que su hermana le respondió rápido y casi sin vacilar, le contó, bajando la voz.

      —Estuve en las oficinas de la Casa Beck y Herzog. Averigüé sobre la emigración a los Estados del Plata. La propuesta parece un cuento de hadas para una familia campesina.

      —Si vos te vas, me voy con vos, lleguemos o no a ser dueñas. No me importa. Acá no tenemos futuro. No le conté a nadie para no alarmarlos, pero ayer escuché a Hans decirles a otros campesinos que no tendría trabajo ni alimentos para todos. Parece que la cosecha de papa no será muy buena y que en algunas partes de la granja todavía crece papa con plaga. Tengo miedo María, nosotras somos todas mujeres solteras y mejor no pensar en dónde podríamos terminar. Si madre se queda puede vivir en la casa común. Johann la podría mantener. ¿Hablaste con Lisette?

      —No, pero sería bueno que venga con nosotros. Lo que sí, tenemos que convencer a alguien más. Los grupos familiares para la inmigración tienen que estar compuestos de cinco personas. Sería ideal que pudiéramos sumar a un hombre, y si sabe labrar la tierra mejor.

      —María, tal vez Ulrich quiera preguntarle a Catherine, su prometida, si quiere ir con él. Se podrían casar antes. ¿No has pensado en eso?

      —Ulrich no me comentó que estaba tan interesado en Catherine. No me había dado cuenta. ¡Estuve tan distraída! Desde que leí el Aargauer Zeitung, pienso en este tema todo el tiempo: mientras cocino, mientras trabajo, mientras duermo. Hablaré con él. Si la quiere la tiene que traer. Si ella lo quiere, vendrá. Podrán comenzar una vida juntos con la posibilidad de ser dueños y que sus hijos no vivan en la miseria. Solo espero que el papá de Catherine, el señor Müller, le dé su bendición.

      —¿Cuánto tiempo tenemos?

      —El barco sale en octubre, pero tenemos que tomar la decisión cuanto antes y anotarnos. Aquiles Herzog me dijo que no demoremos más de una semana. El pasaje lo costean ellos a cuenta nuestra. Tenemos que firmar un contrato.

      Al ver la cara de preocupación de Elisabeth, María agregó que le parecieron gente seria y que le mostraron toda la información oficial disponible procedente de la Confederación Argentina.

      —Quédate tranquila Elisabeth, la propuesta es real, hasta tienen avales de autoridades cantonales nuestras. Acá están desesperados por que la gente pobre se vaya. No tienen muchas respuestas para nosotros.—

      Elisabeth sacudió la cabeza, como si espantara lágrimas y dudas. Ella sabía que eso era lo mejor, lo que venía buscando: una salida hacia adelante. Quizá en esas tierras hasta se pudiera volver a enamorar. No era tan joven, pero con 33 años sentía que su vida no estaba definida.

      —Solo queda entonces hablar con Lisette, con Ulrich y después…hablar con madre. ¡Qué difícil, qué triste! Dejarla a ella…Ojalá quiera venir—dijo María con una tremenda congoja en el pecho.

      Había pasado exactamente una semana desde que María tomara el tren a Basilea. Apenas siete días desde aquella jornada llena de preguntas y de emociones, pero colmados de decisiones. Le parecía que toda su vida había tenido ese ferviente deseo de emigrar. Lo más difícil, sin dudas, sería la conversación con la madre.

      Cuando todos estuvieron de acuerdo, pero sobre todo cuando lograron juntar el valor necesario, le contaron su decisión. Ella lloró desconsolada, pero entendió que era lo mejor para sus hijos. No quería que ellos siguieran respirando pobreza. Se sabía mayor, con una vida ya hecha. Intuía que no le quedaba mucho tiempo. Si sus hijas se lanzaban a una nueva vida, sentía que hasta se moriría más tranquila, triste sí, pero ilusionada con ese porvenir que Suiza no les había dado ni a ellos ni a sus antepasados más lejanos.

      María volvió a hacer el mismo recorrido, pero esta vez fueron todos los interesados, incluido el padre de Catherine. Eran una pequeña delegación con destino a Basilea. Herzog los invitó a tomar asiento y les adelantó que todavía había lugar en el barco a pesar de que se habían anotado ya más de cien personas para la primera fecha de partida.

      Aquiles Herzog les leyó el contrato. María escuchaba con todos sus sentidos, pero se estremeció cuando oyó por segunda vez que el Gobierno de la Provincia de Santa Fe se comprometía a otorgar veinte cuadras cuadradas, animales, semillas, harina y un rancho a cada familia de colonos. Como contrapartida, ellos harían lo que sabían hacer y al cabo de cinco años serían los dueños de la parcela. Trabajarían la tierra, entregarían parte de la producción a la provincia, otro tanto a Castellanos y se quedarían con el resto para su sustento. Alcanzaría para que ella y sus dos hermanas tuvieran un rancho y su hermano con Cathy otro.

      Ulrich firmó como cabeza de la familia y les entregaron los pasajes. Entre la gratitud y la esperanza, apareció la sensación de que la vida que hasta entonces habían tenido se acababa. Catherine abrazó fuerte al padre, que no pudo contener las lágrimas: su hija, que apenas había cumplido los veinte años, se iba para no volver. Lo buscó a Ulrich con una mirada de súplica sofocada. Cuídala, le decía con cada lágrima, no se olviden de nosotros, no dejen de escribir, menos mal que mi mujer ya murió, no hubiera resistido esta partida.

      Volvieron a Argovia en silencio, cada uno con su tempestad interior. No podían creer lo que estaban por hacer, o, mejor dicho, lo que ya habían hecho. En dos meses partirían para la Confederación Argentina. No habían visto un barco ni siquiera en un cuadro y menos que menos podían imaginarse esa travesía de decenas y decenas de días en alta mar. Había mucho por hacer: preparar la boda de Ulrich y definir qué llevarían al nuevo mundo.

      Catherine se probó el vestido de novia que usó su madre. Erny lo había guardado para esa ocasión, aunque jamás se hubiera imaginado que su hija lo usaría para convertirse en esposa y mujer emigrante. El vestido estaba en un baúl. Lo sacaron juntos. Era negro. La parte superior estaba bordada con guipur del mismo color. Llevaba botones, un lazo en la cintura y un cuello también de raso. El padre le había comprado unos guantes blancos y un tul del mismo color. Catherine lo abrazó y lloró en su hombro. El guardó ese abrazo para siempre. También había comprado un prendedor de perlas blancas, que iría en el costado izquierdo del vestido y una roseta para sujetar el cabello.

      Erny sacó su traje de bodas para Ulrich: un saco a la rodilla y una galera negra. No había tenido hijos varones. Su traje tendría en su yerno un nuevo dueño. Le gustaba la idea de regalárselo, de que se lo llevara y que tal vez, algún día, lo volviera a usar un nieto… un nieto al que no conocería. No resistió ese pensamiento y comenzó a ahogarse en sollozos.

      Las últimas noches habían sido difíciles. No lograba conciliar el sueño porque pensaba que