Mujeres de mi historia. María Cecilia Pérez Llana

Читать онлайн.
Название Mujeres de mi historia
Автор произведения María Cecilia Pérez Llana
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789878713403



Скачать книгу

pero ese tiempo fue suficiente para sentir esa tristeza de muerte y de desgarro. Ulrich no sabía que decirle, también él había comenzado a fantasear con la idea de ser padre. Tenía que conseguir agua para que Catherine pudiera higienizarse.

      Cuando al fin el mar se calmó, todos dormían. Habían sobrevivido y cayeron rendidos por el agotamiento. El capitán visitó la bodega. Él también había perdido a uno de sus hombres en la tormenta.

      Costó convencer a la mamá del bebé de que tenía que dejarlo ir. Su cuerpo llevaba muerto 24 horas y ya nada lo devolvería a la vida. Dejaron a la familia a solas para que se despidiera del hijo y luego los acompañaron a arrojar el cuerpecito al mar, en donde descansaría para siempre. Era tal el dolor de esa madre que tuvo que ser otra persona la que finalmente entregara el cuerpo del niño a las profundidades. Hicieron un pequeño responso y cuando la madre asintió con la cabeza, lo dejaron ir. Catherine veía toda esa escena de lejos. También ella tenía una ofrenda para el océano. Cuando se estaba aseando, descubrió una pequeña bolsita roja en sus paños. Era el saquito de su pequeñísimo bebé. Lo envolvió con sus manos, lo puso en su pecho y decidió que lo entregaría al mar junto al niño que había muerto.

      Nadie había salido igual de esa tormenta. Haber sobrevivido los conectó de otra forma con la vida, con los deseos, con el camino que habían elegido meses atrás. Habían vuelto a nacer. Si Dios les daba otra oportunidad, era porque lo que vendría valdría la pena. Fue en ese instante que empezaron a sentir gratitud y a honrar más la vida. Los que buscaban pelea, dejaron de hacerlo, los que no se aseaban decidieron hacerlo, y todos trataron de tener una pequeña ocupación en la embarcación. Comenzaron a jugar a las cartas y a compartir. Atendían con cariño a la madre que había perdido a su bebé y a Catherine. Eras las protegidas de todos. Si el viaje no sufría nuevos inconvenientes, en veinte días estarían en tierra firme. Les quedaba menos de la mitad del periplo. El frío había cedido al calor y los días ya eran más largos. La angustia no se iba, pero María retomó la lectura, las traducciones sencillas y las conversaciones con Johannes.

      Llegó la Navidad y festejaron comiendo lo mismo de todos los días, las mismas galletas y carne salada. Pensaban mucho en la llegada, en lo que les esperaba. En el puerto de Buenos Aires harían transbordo a la goleta Asunción para navegar aguas arriba por el rio Paraná hasta llegar a Santa Fe. ¡Qué lejos había quedado el viaje en tren de Argovia a Olten y luego a Basilea! Esa partida dolorosa, esa separación definitiva de la madre. Habiendo pasado más de treinta días a bordo, María se había terminado de convencer de que su mamá jamás hubiera podido realizar ese viaje sacrificado y agotador. Todo parecía quedar en un recuerdo lejano, perteneciente a otra vida.

      —María, ¿quieres dar un paseo? —le dijo Johannes sacándola del trance en el que se encontraba. — El clima está lindo. — Algo le quería preguntar. Sus ojos así lo mostraban. Su mirada transmitía expectativa y ansiedad.

      —Sé que es muy pronto y que apenas nos conocemos, puedes decirme que no, pero yo te pregunto igual. ¿Te gustaría ser mi novia y casarte conmigo cuando lleguemos a la colonia?

      Lo miró desconcertada, pero con una súbita felicidad que se reflejó en su sonrisa. No se lo esperaba, tampoco imaginaba que su sentimiento era correspondido. Era la primera vez que se sentía plena desde hacía mucho tiempo. Todo en su vida había sido penuria, dolor, pobreza, privaciones. Claro que también recordaba momentos de felicidad con sus padres, pero siempre teñidos de resignación. Tampoco se había sentido atraída por ningún hombre hasta verlo a él en el puerto de Dunquerque. Era más joven que ella, pero en esa nueva vida en el mar poco importaban los años de diferencia o las convenciones sociales de un continente que los había echado.

      —Si—le respondió de inmediato y sonrojándose le dio un beso en la mejilla. — Comencemos a conocernos más. Dios dirá luego cuál es nuestro destino.— Y salió corriendo a contarle la noticia a Elisabeth, a Lisette, a Ulrich, y a Catherine. Él la siguió. También quería compartir la alegría con los Rey y conocerlos. Serían su nueva familia.

      María y Johannes comenzaron a pasar más tiempo juntos, a contarse cosas. Ella quería saber por qué él viajaba con la familia de su tía; si sus padres vivían, si tenía hermanos; por qué emigraba. A lo largo de las conversaciones Johannes le fue contando que su familia era de Maguncia, que su padre y su madre eran sastres y que la reforma agraria los había dejado a merced de los señores feudales; que fueron expulsados de sus tierras y que les era imposible pagarles a los nuevos dueños la renta en moneda metálica o con un trabajo cada vez más excesivo. La familia Schnell había terminado cediendo las parcelas porque ni con el trabajo de toda la familia lograban pagar la renta. Mientras eran despojados de esas tierras comunes y la agricultura iba perdiendo protagonismo en la naciente burguesía industrial de los estados alemanes, les llegó la noticia del contrato de Castellanos para ser dueños de la tierra en el otro confín del mundo. La misma historia, la misma desesperación.

      El calor se volvía sofocante y el nuevo color del agua, antes azul y ahora marrón amarillento, les mostró que estaban a pocos días de llegar.

      El 20 de enero de 1856 divisaron tierra. María se abrazó con sus hermanos y lloraron de la emoción, de la alegría de haber sobrevivido, de dejar atrás las semanas de incertidumbre en alta mar. Atrás también quedaba esa tormenta que había terminado con el embarazo de Catherine y con ese otro bebé tan chiquito. Pero de ese viaje también había nacido algo bueno: cercanía, cotidianidad y amor entre dos jóvenes migrantes.

      Los botes de mercaderes, pequeños almacenes ambulantes, se acercaron al Kyle Bristol para ofrecer cigarros, tabaco, carne fresca y frutas a quienes hacía más de sesenta días que no comían casi nada. Aceptaban francos, marcos alemanes, pesos bolivianos, pesos moneda corriente. Como el Río de la Plata era de bajo calado, tuvieron que anclar a un kilómetro del muelle para que los trasladaran a la costa en carretas. La adrenalina por el descenso los tenía impacientes desde hacía más de un día, pero si algo habían aprendido en el mar eterno era a esperar.

      Tal y como les adelantaron en Dunquerque, en el Puerto de Buenos Aires los esperaba el Señor Iturraspe para su trasbordo al vapor Asunción, que hacía poco había arribado a la Confederación procedente de Inglaterra. Sería la primera vez que ese vapor navegaría el Paraná. Urquiza lo había comprado especialmente para el traslado de los inmigrantes.

      El Asunción estaba anclado en la isla Martín García para su navegación de unos cinco días hacia la Provincia de Santa Fe. Parecía increíble que ese viaje que había comenzado en Argovia casi noventa días atrás estuviera llegando a su fin. Sentían que habían vivido diez vidas. Cada grupo debía mantenerse unido para realizar los trámites de inmigración, así que tanto María como Johannes permanecieron con sus familias. Debían contestar preguntas sobre sus profesiones, nivel de educación, procedencia, estructura familiar, destino, motivo de llegada, nivel de alfabetismo. Tenían que estar atentos a lo que escribía el empleado de Migraciones, porque al no hablar el idioma local, a varios pasajeros les habían cambiado el nombre, el apellido, la edad, o el país de origen.

      En el estado de Buenos Aires estuvieron pocos días. Los colonos notaron que eran un “botín codiciado”. Venían distintos hombres de negocios a ofrecerles tierras en distintos lugares de la provincia. Algunos querían mejorarles la oferta en relación al contrato que tenían con Castellanos, pero ninguno del grupo desertó. Todo se venía cumpliendo bien. Además, no entendían ni podían hacerse entender bien en caso de algún problema o contratiempo. Mejor permanecer todos juntos en ese lugar tan ajeno, tan desconocido para ellos.

      El 29 de enero de 1856 los colonos que habían partido tres meses atrás durante el otoño europeo llegaban al puerto de Santa Fe, exhaustos, con menos kilos, con algunas enfermedades, deshidratados, con mareos permanentes y con una gran emoción contenida. El paraíso prometido aparecía frente a ellos. La tierra anhelada se dejaba sentir. Tantos meses de constante balanceo había afectado su sentido del equilibrio. En cuanto a las mujeres, esos vestidos que llevaban puestos no eran aptos para el clima santafesino que se hizo notar enseguida, y menos aún en los meses del verano. No paraban de