Название | Huéspedes |
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Автор произведения | Julio Botella |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417375577 |
—¿Y Gonzalo?
—Se ha ido a su casa —responde con un hilo de voz.
—¿Y yo? —salta la prima.
—Ha dicho que te bajes con Loren.
—¿Y mi bici? —insiste Isa.
Carlitos se encoje de hombros. No tiene ánimo para más charla.
—¿Quieres que te acompañe yo en mi bici? —se ofrece solícito Tomás.
Se escucha el motor de la furgoneta parando frente a la cancela del jardín. Loren y el abuelo han regresado. La abuela saca un pañuelo de la manga de su rebeca y después de humedecerlo con la escasa saliva que sale de su vieja boca, mira a su nieto a los ojos y limpia los churretones de lágrima y baba que le ensucian los mofletes. Ni rastro del bigote blanco. Le aprieta suavemente los labios temblorosos e hinchados con el pañuelo, silenciando su congoja con complicidad y disimulo hasta que al niño se le cae la mirada y los dos se aguantan las ganas de abrazarse y llorar. La abuela le aplica ese alivio ancestral pasándole una y otra vez el pañuelo ensalivado por la cara. Carlitos respira la mezcla del olor a saliva y lejía. Ella, por dentro, se va cagando en Dios y en todas las criaturas celestiales que están ahí para protegerles y no lo hacen. Una por una, hasta que la puerta se abre y el abuelo entra ruidosamente llamando a Gonzalo para que ayude con la descarga del estiércol.
—Ya se ha ido —declara la abuela poniéndose en pié tras besar en la mejilla a su nieto.
Se mete el pañuelo por la manga y estirándose dignamente el delantal, recoge los restos de la merienda y se los lleva a la cocina. Allí, se apoya en la encimera apretando los nudillos contra el mármol, mirando por la ventana empañada del vapor de las judías y el humo de las patatas al fuego, hasta que las manos se le quedan blancas, sin sangre. ¡Si no se hubiera distraído tanto con Reme! Pero ya es tarde; de sobra sabe que sería inútil contárselo a su marido, un pelele en manos de su hermana. Respira hondo y después de enjuagarse la cara con el delantal sucio, se enfrasca en la tarea que aún le queda antes de la cena. Arroja a la basura el bocadillo de Carlitos, enciende la luz amarillenta, saca de la nevera unos huevos, los bate con fuerza en un plato de loza blanco y los mezcla después con las patatas. Echa todo de nuevo en la sartén, echa la sal y vigila que la tortilla quede bien cuajada, como le gusta a su marido, que a esas horas de la noche, al otro lado de la ventana, prepara con Loren los sacos de estiércol para empezar con esa tarea mañana temprano.
Carlitos se propasó unos días después con Isa y recibió su merecido de manos del abuelo, por guarro. La abuela, de rebote, lo recibió también por distraída. Los padres llegaron y se llevaron a los nietos castigados de vuelta a la ciudad.
Hoy ya nadie recuerda aquel disgusto. Es sábado y Carlos cruza la entrada de la residencia de ancianos respirando los vapores de cientos de pañales de viejo mal aseado. Se encamina a la isleta de recepción dejando a un lado una fila de abuelos que, aparcados frente a un ventanal por el que hace rato que el sol ya no entra, contemplan como la tarde se va echando sobre el jardinero que limpia de caca de paloma el paseo de acacias peladas. Carlos se cruza con los que se apresuran después de una breve visita. «Ya vendré otro día con más tiempo», escucha. Pregunta por su abuela y espera, observando a los que deambulan empujando a sus mayores en sillas de ruedas mientras hablan por sus móviles, a los críos que corretean entre la gente, a los familiares que se apiñan junto a las puertas metálicas de los ascensores esperando devolver sus abuelos, padres, madres o tíos segundos, al control de planta. A la auxiliar que ayuda a un anciano de paso quedo a alcanzar la cafetería donde le espera una hija, una sobrina, o nadie.
La anciana está en una sala oyendo misa, adormilada mientras el sacerdote oficia sobre las quebradas voces de los internos. Carlos la saca de allí empujando la silla de ruedas y ella se agita creyendo que otra vez la castigan por hablarle en alto a sus recuerdos. Salen entre las miradas envidiosas de tantas almas a punto de zarpar, cruzan el vestíbulo y entran en la cafetería donde sólo queda algún sitio al fondo, junto al televisor. La coloca junto a una mesa libre y ahora sí, deja que le vea.
En la tele están dando una película de indios y vaqueros.
—¡Hiiiiiijo! ¡Tomasín! ¡Qué alegría verte! Qué guapo estás, ya era hora de que vinieras. ¡Qué sola estoy! Nadie me viene a visitar. ¿Cuándo me lleváis a casa?
—No soy Tomás, abuela, soy Carlitos. Carlitos, tu otro nieto, abuela. El mayor.
—¿El mayor? ¿El nieto mayor? ¿Carlitos?
—Sí, abuela, Carlitos
—¿Carlitos? —busca en su memoria—. ¡Ah, Carlitos! Pues eso, ¡qué alegría me das! —empieza a llorar—. Estoy muy sola, hijo, al abuelo no le he visto en todo el día.
La muerte del abuelo murió también hace ya tiempo en su memoria.
—Qué guapa te veo, abuela —Carlitos cambia de tema—. Qué bien peinada estás, qué colgante tan bonito. ¡Y vaya bolso elegante!
Mientras llora sin lágrimas contándole al nieto sus penas, él le coloca bien el bolso en el regazo y le pasa la cadenita dorada por el hombro estirándole de paso el cuello de la blusa. Tiene los ojos vidriosos y los lagrimales colorados. Saca del bolso unas gafas, se las pone y le acaricia con cariño las manos arrugadas y suaves, de piel moteada y uñas comidas por los hongos. Poco a poco ella va callando, callando, hasta que interrogándole con la mirada, comienza a jugar con la dentadura postiza moviéndola de un lado a otro con la lengua. Carlos rebusca en la manga donde sabe que ella siempre guarda un pañuelo, lo saca y le limpia cuidadosamente las babas. En una mesa junto a ellos, dos ancianas hacen que juegan a las cartas y que se hacen trampa y más allá un abuelo gasta cartuchos galantes con una mujer de visita. Una interna bajita, descentrada, recorre la sala pidiendo tabaco a voces.
—Abuela, ¿quieres merendar? ¿Te traigo un café y un bollo?
—Lo que tú quieras, hijo.
—No te me escapes, ¿eh? —bromea él.
—Pues, ¿y cómo me iba a escapar? ¡Ya ves cómo estoy!
Los dos ríen.
Se acerca al mostrador y pide un café cortado, un descafeinado, un bollo suizo para la abuela y otro de chocolate para él. Mientras espera, el canal de la tele cambia y en la pantalla se ve ahora, con gran estruendo, la retransmisión de un partido de baloncesto. Carlos la vigila de lejos, viendo cómo al otro lado de la sala ella no deja de jugar con la dentadura postiza sin mirar la televisión. La abuela escucha el partido sin prestar atención hasta que de repente fija sus ojos secos en la pantalla. Observa unos instantes las imágenes, se coloca la dentadura en su sitio y habla como si tuviera aún a su nieto sentado a su lado:
—Tomás, Tomasín, por lo que más quieras, si esta tarde Gonza te quiere llevar al garaje a solas, tu no vayas, por Dios, que no te haga lo mismo que a Carlitos —juega de nuevo con la dentadura y sigue—. Y si ves que se lo lleva a él, me avisas corriendo, ¿vale? Aunque me cueste otro disgusto con tu abuelo, por Dios Santo que esta vez se va a enterar.
Una lágrima surca despacio las arrugas de su cara.
Carlos observa cómo su abuela habla sola, sin oír lo que dice, con pena. Le sirven los cafés y los bollos, paga y cuando lleva todo a la mesa, alguien cambia otra vez el canal y los vaqueros vuelven a disparar a los pieles rojas desde unas rocas de cartón piedra. Los tiros resuenan en la cafetería y dejan nubecillas blancas en las áridas tierras del lejano oeste americano.
—¡Hiiiiiijo! —otra vez—. ¡Tomasín! ¡Qué alegría verte! Qué guapo estás, ya era hora de que vinieras. ¡Qué sola estoy! Nadie me viene a visitar. ¿Cuándo me lleváis a casa?
—No