Huéspedes. Julio Botella

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Название Huéspedes
Автор произведения Julio Botella
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417375577



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salir a dar una vuelta al centro comercial y recorristeis juntas las galerías entre música de villancicos, entrando y saliendo de todas las tiendas sin decidirte por nada. Te probaste seis pares de botas, te cambiaste la goma del pelo quince veces de sitio, dudaste entre cuatro fundas nuevas para el teléfono móvil, contaste hasta diecisiete Santa Claus con sus campanas, once globos flotando sueltos en el techo del centro comercial junto a las rejillas de ventilación, con sus cintas colgando, y durante los veintitrés minutos que te aburriste sentada mientras mami se tomaba un café y te hablaba de la vida, te fijaste en todas las niñas que iban de la mano de sus padres. Y de repente lo viste: tus amigas tomando un helado con tu hermana pequeña, con Jill y con el resto de tu pandilla. No lo podías creer, se te nubló la mente, como a mí, mientras el veneno te entraba gota a gota. Así funciona. Tu hermana reía las bromas de los mayores ajena a estar siendo el vehículo de una venganza infantil. Te estaba robando los amigos. Se iba a enterar. Bastaron entonces unas cuantas tardes apáticas tirada en el sofá para que una avanzadilla de la vida adulta se atrincherara en tu alma arrinconando para siempre tu bendita inocencia. Una de esas tardes Bubbles murió y cuando lo enterramos junto a la puerta de la cocina, enterramos mucho más en su pequeña tumba. Yo me tuve que esconder en el baño para que no me vierais llorar. Gota a gota entra, sí señor, así entra.

      Tras pasar la arboleda me detengo junto al almacén de antigüedades. Hay otro Explorer cubierto de nieve aparcado junto a la entrada. Las huellas dejadas por el conductor están suavizadas por la nieve caída durante toda la noche. Llamo a la puerta, pero no abren. Miro por las ventanas y veo las sombras polvorientas de cientos de trastos. Aporreo la puerta varias veces, toco también en las ventanas y espero un buen rato, pero como nadie da señales de vida y no abren, me dispongo a abandonar. Entonces escucho el graznido de un águila justo encima de mi cabeza, miro al cielo buscándola, pero sólo veo una capota plomiza de nubes que avanzan deprisa arrancando tonos metálicos al terreno junto al almacén, un pastizal pelado, oculto a la carretera por la arboleda que lo rodea y cubierto totalmente de nieve virgen. Al fondo se distingue un montículo en el que no había reparado antes, una elevación del terreno circular sobre la que se levanta un granero destartalado entre troncos de árbol secos. Lo observo en silencio. Comienza a silbar el aire entre las ramas peladas de los árboles. Sopla más fuerte, arrancando ráfagas de nieve en polvo que serpentean sobre la ondulante superficie helada. Sopla más fuerte aún, aullando, y me empuja hacia el montículo.

      Cuando anoche te encontró mami por fin, llorando a la entrada de la tienda de la carretera, a ella sí le contaste lo que no me contaste a mí. Lo que había pasado en casa de los Hagen. Le contaste que tus amigos no querían jugar, sino sólo hablar de cosas, de «esas» cosas. Le contaste que mientras tú te hacías la tonta y jugabas con Max, los demás se pusieron a fumar. Y a beberse las cervezas de Frank. Le contaste que al principio te sentías rara, sólo eso, pero que cuando empezaron a hablar de tu hermana te diste cuenta de que a los chicos no les interesabas tú, sino las demás, incluida ella. Te habían estado utilizando. Le contaste a mami que entonces tuviste miedo y que huiste enrabietada tropezando en la entrada con el jarrón favorito de Linda, el que compraron ella y Frank durante una escapada romántica a Memphis. Sí, ese jarrón de porcelana, más maceta que otra cosa, con forma de Elvis tocando la guitarra. Le contaste que se rompió vertiendo la tierra en la moqueta. Y que te fuiste dando un portazo. Todo eso le contaste a mami, pero lo que pasó después en casa no se lo contaste, que subiste corriendo al cuarto de tu hermana para avisarle sobre los chicos de la pandilla. Pero tu hermana se rió en tu cara pensando que te movía la envidia, se burló de ti y tú explotaste. La frustración y la impotencia te hicieron hervir la sangre y pasó lo que pasó. Así es como funciona.

      Camino hundiendo las piernas en la nieve. El viento levanta ráfagas que me azotan desde todos lados, golpeándome en la cara como agujas heladas y silbándome al oído mientras las sombras de las nubes se deslizan arremolinándose en torno a mí y el reflejo de luz me obliga a cerrar los ojos. Cuando consigo ver de nuevo, ya estoy al pie del cerro, al abrigo del viento. Me detengo sudando como un gorrino y veo que la vegetación a mi alrededor esta tronchada, aplastada y cubierta de nieve por la ventisca fantasmagórica. Sólo se tienen en pie, milagrosamente, algunos cardos altos, erguidos como vigías que mecen temblorosos, esponjosos copos de nieve clavados en los pinchos de sus flores secas.

      Yo sé que no sólo tuviste miedo por tu hermana, chiqui, sé que también tuviste miedo por ti, por no tener el cariño de tus amigos, que te compensa el que yo te arrebato cada día en casa. Tuviste miedo, sin saberlo, de que sin uno ni otro, al crecer te fueras a perder de ti misma como me perdí yo. Erré el tiro, chiqui, no debía haber descargado mi cólera sobre ti, sino sobre mí. No te odio, hija mía, te quiero y me enfurezco porque me veo en ti y no sé cómo ayudarte.

      Arriba del cerro el interior del granero se abre amenazante y oscuro por el hueco del portón desmoronado, como si fueran las fauces abiertas de una fiera sobre sus dominios. Subo la pendiente, miró hacia atrás y veo el rastro que he dejado a mis espaldas. Contemplo, al final del camino emprendido, a mis pies, la balumba de huellas de todo tipo dejadas allí arriba por ciervos, coyotes, mapaches, conejos, ardillas, zorros, aves, mofetas, zarigüeyas y qué sé yo cuánto bicho más. El registro silencioso de la vida invisible. El aire sopla de nuevo entre las ramas de los árboles secos que flanquean la ruinosa construcción y silba contra los tablones de la pared del fondo. Escucho entonces algo que me hace estremecer, un tintineo metálico, un cascabeleo justo detrás, el mismo sonido metálico de mi sueño. Rodeo el granero y a sus espaldas me encuentro, abandonado, el remolque caravana, plateado, deslumbrante entre la nieve que cubre sus ruedas, se amontona a los lados y corona su techo. Con su puerta cerrada esperándome en silencio para que la abra y desaparezca por ella y una cadenita que tintinea colgando del picaporte. Quizás de ahí colgó alguna vez una llave. La nieve cruje bajo mis pies cuando me acerco. Limpio con el brazo el recuadro de un estrecho ventanuco y veo lo mismo que vi anoche en el reflejo de la ventana de vuestro cuarto: mi monstruo furibundo y cobarde blandiendo entre rugidos frente a su hija las tijeras que le acaba de arrebatar.

      Entonces giro el picaporte. Adiós chiqui, me voy. Yo también tenía un mundo inocente y confuso, pero al crecer se desmoronó igual que ahora el tuyo y me quedé tan solo como lo estás tú ahora. Así albergamos el dolor y la rabia, el miedo y el rencor que ahora estoy condenado a traspasarte. El odio, chiqui, un odio que se aloja en nosotros y nos usa como huéspedes para sobrevivir pasando de unos a otros. De repente unas ramas se agitan y el águila que no conseguí ver antes aparece ahora desplegando sus alas, enorme y majestuosa, y emprende el vuelo aleteando sobre mí. Pero la puerta no se abre, chiqui, la puerta está cerrada. No hay escape. Este es mi rastro, hija, la herencia que no sé cómo evitar legarte. Así que vete, vete que estás mejor sola en la oscuridad de la noche que con este niño rabioso y descontrolado, ofendido y cruel que se ha convertido en tu padre. Esta bestia solitaria y febril que husmea entre la nieve y el hielo buscando un huésped al que traspasar su condena. Un huésped que no seas tú.

      Cuando llamo al timbre de los Hagen, escucho a Linda a través de la puerta mosquitera, pero ella a mí no me oye porque está al teléfono. Espero en el porche. ¿Hace un mes? ¿Embargarnos la casa? Entra en el recibidor y mira la mancha en la moqueta mientras encaja lo que esté escuchando, intentando que la dejen hablar. Hay ciertas cosas que sí se tramitan con celeridad en el condado de Hamilton. Finalmente confirma, doblegada, que avisará a su marido sobre no sé qué de un último plazo, repara en mí y abre. Sin saber qué hace el vecino en su casa, el padre de la friki, el que se lleva por las noches a su marido a beber por ahí, con algo humeante envuelto en papel de aluminio.

      Sin saber que mendigo comprensión y perdón para ti.

      Qué va a saber, si cuando Frank regrese del trabajo discutirán como siempre, habrá bronca como siempre, él beberá y la tomará con los chicos como siempre. ¿Tendrá suficientes ansiolíticos en casa?

      Desde la orilla opuesta del río, del otro lado del bosque, llega el ruido de la procesadora de la River, un sonido que cambia según el viento pero que siempre está ahí.