Название | Huéspedes |
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Автор произведения | Julio Botella |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417375577 |
—Anda, Gonzalo, alcánzame la Mercromina del armario.
—¡No! ¡Mercromina no! ¡Que escuece! —se queja Carlitos.
—¡Mercromina sí! Para que no se te infecte la herida y no tengamos que llevarte a poner una inyección —Carlitos se resigna y se sorbe los mocos.
—¡Aquí no está, tía! —dice Gonzalo.
—Entonces estará en el armario de mi cuarto. Ve a buscarla, anda, hijo, y los demás ¡a tomar la merienda mientras veis la tele! Y no digáis al abuelo que os he dejado merendar allí, ¿eh? ¡Que ya sabéis como se pone cuando se enfada!
Los chicos se marchan con los bocadillos al cuarto de estar y allí les sirve la leche, enciende la tele y atiza la lumbre mientras el primo Gonzalo busca la Mercromina por el interior de la casa. Los dos se reencuentran en la cocina.
—Tía, ahora que me acuerdo, la Mercromina está en el garaje. Ayer la dejó allí Loren, que se cortó con un alambre arreglando el corral.
—Muy bien, hijo, pues tráela, anda.
Como todas las tardes de aquellos días, en ese momento suena el teléfono y la abuela corre al pasillo a cogerlo.
—¿Dígame? ¿Diga? ¿Reme? ¡Hooola Reme! ¿Cómo estás hija…?
Su amiga Reme llama siempre a la misma hora y se entretienen las dos echando un párrafo sobre los acontecimientos del pueblo.
Desde el pasillo, Gonzalo otea el cuarto de estar.
—Tía —sugiere—, si quiere, mejor le pongo yo mismo a Carlitos la Mercromina en el garaje y así no manchamos aquí, no sea que el tío se enfade al llegar.
—Muy bien, hijo, muy bien —susurra ella, tapando el auricular y haciendo un gesto de aprobación con la mano—. Anda, dale, dale.
Enfrascada en la charla con Reme, la abuela deja paso a los chavales por el angosto chiscón. Carlitos, con un gran bigote blanco de leche bajo la nariz, deja el bocadillo en la encimera de la cocina y sale cojeando de la mano de Gonzalo. Fuera, como todas aquellas tardes a esas horas, el sol va apoyando las sombras del jardín sobre la pared del garaje, donde Carlitos entra ya con el primo, que le anima acariciándole la cabeza.
Cada mañana Carlos emerge de su pesadilla catapultado por el timbre del despertador y se ducha con agua tan caliente que con el vapor apenas ve los azulejos. Sale del baño, hace café, se afeita, se viste y desayuna. Para cuando se hace el nudo de la corbata mirando su reflejo en el cristal de la ventana, ya sólo piensa en la oficina, en la hipoteca, en su ex suegra y en qué hará el fin de semana. Entonces se concede un momento para saborear el café caliente mirando el amanecer. Hasta él llegan los pasos de los madrugadores que van o vienen del metro, que entran o salen del bar o pasean a sus perros. Hasta él suben también los bocinazos de los coches pitando al camión de la basura, al de reparto o al autobús municipal cuando atascan el tráfico en el giro al final de la calle. Observa los balcones de los pisos de enfrente, unos con los trastos que no caben en las casas, otros cerrados con mamparas que transparentan plantas apoyadas en cortinas arrugadas, bultos amontonados, cosas. Aquí y allá sombras cruzando apresuradas, interiores poco iluminados y señoras que ventilan sábanas y manteles. Carteles de SE VENDE y SE ALQUILA y la silla vacía del anciano al que con este frío hace días que no sacan a tomar el aire al balcón. Un triciclo roto, un cenicero lleno, una ventana cerrada. Cada mañana Carlos apaga la luz y su reflejo se desvanece en la claridad del amanecer sobre el vecindario. Cada mañana coge su maletín y sale de casa. Entonces, en la soledad del pequeño piso, el vapor del baño alcanza la ventana empañándola mientras abajo Carlos sale del portal incorporándose a otra jornada en la que las obligaciones y los conflictos se irán enganchando unos a otros hasta ocupar toda su atención.
En el metro recrea mentalmente las situaciones que podrían acontecerle durante la jornada: la discusión con fulano sobre las vacaciones mientras revisa la estrategia de compras para la reunión de la tarde, o la disputa con mengano sobre la renovación de tal o cual contrato mientras termina de preparar el cursillo sobre procedimientos internos. Siempre hay algún músico que interfiere en sus pensamientos con melodías andinas, el kasachof o temas de siempre, pero él sigue su hilo mental y prevé los posibles obstáculos a sortear para poder cumplir con su quehacer en la oficina fabricando eventuales discusiones con contabilidad, con ventas, con informática, con recursos humanos o con la secretaria del departamento. Elabora persuasiones que nunca planteará y disfraza de fingidos triunfos sus previsibles claudicaciones, igual que hacía con su exmujer, siguiente parada de su pensamiento inundado de agravios que se desvanecen hoy viernes, como cada mañana, cuando el vaivén de cuerpos que se agarran a la barra del vagón junto a él, marca la llegada a su destino y Carlos pugna, como todo el mundo, por un hueco por el que salir de allí.
En la oficina, tras haber despachado los asuntos de primera hora y haber aguantado alguna discusión estéril, baja a fumar junto al arbusto de hojas mortecinas de la entrada. En el corrillo se habla de planes para el «finde» y de los jefes. Él asiente distraído a los razonamientos y como muchos otros días, lee un mensaje de texto de su exmujer avisándole de que mañana sábado tampoco verá a los niños. No importa, sabe que sus hijos prefieren no tener que sufrirle y no les culpa por ello.
—¿Te apuntas, Carlos? ¡Lo pasaremos bien! —le pregunta una compañera.
—No, gracias, este finde me tocan mis hijos —miente mientras su pensamiento se acomoda dentro de uno de los aviones que en esos momentos dibujan delgadas estelas blancas sobre sus cabezas.
Viaja por unos instantes a cualquier destino lejos de allí y como todos los días apaga el cigarro y sube a la oficina para continuar con lo que le toque. Hoy, terminar el dichoso informe para la reunión de compras de la tarde. Mañana, como tantos otros sábados, irá a visitar a su abuela a la residencia de ancianos.
Regresa a casa a tiempo de pasear un rato antes de que anochezca. Desde que se divorció no le llega ni para gastar por ahí con las pocas amistades que no le rehúyen. Atraviesa el barrio hasta el parque y cruza la autopista por el puente hasta llegar a unos desmontes cercanos por los que vaga cruzándose ocasionalmente con algún ciclista, algún caminante con perro, o gitanos errabundos. Aislado por la música con que se machaca los tímpanos, no escucha ni el golpe de sus deportivas sobre la tierra ni la respiración por la que entra el olor a cardo seco, a charco sucio, a caca de oveja y ahora, al pasar esa loma, también a la carbonilla que desprende el coche que alguien ha quemado por la noche en la vega arenosa de ahí abajo. Rodea la huella chamuscada con los restos del violento desguace y regresa sobre sus pasos. Al atravesar de nuevo el parque acelera para evitar sorpresas con los que a esas horas ya se juntan al botellón donde los columpios infantiles.
Por la noche se sienta frente al televisor y fuma y bebe sin parar para no dar más vueltas a si aquello pasó o es sólo un mal sueño. Sin respuesta, se duerme en el sofá.
Hace un buen rato que la abuela ha colgado el teléfono, ha puesto a hervir las judías verdes y se emplea a fondo con las patatas para la tortilla, cuando repara en el bocadillo olvidado sobre la encimera. Cae en la cuenta de que su marido está a punto de llegar y aún no ha recogido la merienda de los chicos.
—¿Y Carlitos? ¿Y Gonzalo? —pregunta al no verlos en el comedor, ausente como ha estado durante su trance telefónico con Reme.
Tomás y la prima se encogen de hombros. La abuela se asoma a la ventana y ve el garaje cubierto por las sombras del anochecer. Llama a voces a Carlitos y a Gonzalo. Silencio. Llama de nuevo. Nada. Entonces el corazón le da un pálpito y ahora chilla llamando a los dos a voz en grito. Cuando Carlitos y el primo salen por fin del garaje, este susurra algo al oído del niño, se sube en su bici y se marcha deprisa despidiéndose con un gesto.
Al