El ladrón de la lechera. Miguel Ángel Romero Muñoz

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Название El ladrón de la lechera
Автор произведения Miguel Ángel Romero Muñoz
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788418730023



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en el suelo y se volvió a sentar.

      —Bueno, antes de empezar voy a coger una cosa de mi habitación.

      Todos estaban expectantes por lo que podía traer, pero cuando apareció con la caja de zapatos, ya sí que no entendieron nada. Estaban sentados alrededor de la mesa, menos Juanito, que estaba de pie. Inocencio se sentó al lado de María por petición de ella, mientras que Manuel se sentó cerca de Juanito. Creía que podía necesitar de su apoyo.

      —Os preguntaréis qué es esto. Pues cuando termine de contaros lo que os tengo que contar lo entenderéis. Hace unos cuantos meses os escuché hablar por la noche. Muchas veces, cuando me voy a la cama, me quedo en silencio en las escaleras y si me interesa de lo que estáis hablando, me quedo un rato; si no, me marcho. Pues esa noche sí que me interesaba lo que hablabais. —Manuel ya se estaba imaginando lo que podía haber escuchado—. Habías preguntado por el tratamiento de mamá y estabais haciendo números, Manuel decía que no podíamos pagar el tratamiento, porque era muy caro y nos costaba mucho llegar a fin de mes; que no sabíais cómo conseguir tanto dinero. Madre os dijo que no os preocuparais, que ella parecía que se encontraba mejor. Todos sabíais que era mentira, porque yo también lo sé y soy el más pequeño. Manuel sabe que le he pedido dejar el colegio y ponerme a trabajar, pero siempre me dice lo mismo, que el deseo de papa era que estudiáramos, pero como todos no podíamos en ese momento, yo si tenía que estudiar. Así que decidí hacer dos cosas para poder ayudar. La primera, le conté a mi amigo Diego, el hijo del panadero, lo que le pasaba a mamá. Este se lo contó a su padre y este, a su vez, me llamó para hablar conmigo. Me ofreció trabajo para los fines de semana, por eso me voy todos los fines de semana, y no es a la casa de Diego, sino a la panadería, pero con la condición de que no podía dejar los estudios. Me pagaría un sueldo y también tendría el pan gratis todos los días. —Juanito sacó dos bolsas de la caja de zapatos y un cartón donde tenía anotadas sus cuentas—. Esta bolsa es el sueldo que he ganado y esta otra es el dinero que Manuel me da todos los días para el pan. Como me lo dan gratis, aquí lo tengo guardado. —Manuel no podía contener las lágrimas, pero cuando miró a su alrededor, vio que todos estaban llorando igual que él, incluido Inocencio—. La segunda no sé si ha sido una opción muy acertada, pero no es lo que parece. Como no conocía a los ganaderos, y quería hacer lo mismo, hice un par de intentos de hablar con alguno de ellos, pero ninguno podía darme trabajo. Como le compraba la leche todos los días al mismo decidí empezar a comprársela un día a uno y otro día a otro, a ver si alguno me la ponía más barata o me daba trabajo, pero tampoco pude sacar nada de dinero. Entonces fue cuando pensé que si le cogía la leche cada día a un animal y una explotación distinta, ningún ganadero se percataría de que le faltaba leche.

      —Pero, Juanito, ¿por qué has hecho eso? —preguntó María

      —Por favor, espera, mamá.

      —Eso, espera María, a ver si nos convence su historia, porque esta segunda parte no la veo muy clara —comentó Inocencio.

      —Entiendo que, dicho así, lo más fácil es pensar que lo que he hecho ha sido robar la leche, pero no es así. —Juanito sacó de la caja otra bolsa con dinero, la abrió y cogió un papel de dentro que tenía muchas anotaciones—. Aquí tenéis todo el dinero que no he gastado pagando la leche, y aquí las anotaciones diarias de donde he cogido la leche. Estas eran para pagar a cada uno de los ganaderos en el momento que yo empezará a trabajar. Puede que no sea lo más correcto, pero era la única salida que encontré para ayudar.

      Inocencio cogió el papel y, con lágrimas en la cara, no pudo articular palabra. Luego se levantó, cogió en brazos a Juanito y le dijo:

      —Serás un gran hombre y una excelente persona, como lo fue tu padre. —Esas palabras hicieron que Juanito se echara a llorar.

      Después de las explicaciones y de la emoción vivida por el intento de ayudar de Juanito, tenían que devolver el dinero a los ganaderos y pedirles disculpas por ello. Justo cuando estaban decidiendo quién lo haría Inocencio quiso decirles algo antes de marcharse.

      —Juanito, entiendo que solo vistes ese camino. No es el más adecuado, pero sabiendo que ibas a devolverlo todo, no creo que ninguno de mis compañeros tome represalias contra ti; de eso me encargo yo, así que dos cosas: el dinero se lo devolveré yo a todos. Les explicaré la situación y te aseguro que todos la entenderán, no habrá ningún problema. Y la segunda es que a partir de hoy mismo, si tu madre lo permite, quiero que vengas todas las tardes después de terminar el colegio y los deberes a mi casa a ayudarme con el ganado. Por las mañanas, como veo que no te cuesta madrugar, también me ayudarás con el ordeño, que se te da muy bien.

      En ese momento todos empezaron a reírse, incluido Juanito.

      —Por mi parte no hay ningún problema Inocencio —dijo María.

      Manuel asintió con la cabeza, también daba el visto bueno. Y la cara de Juanito lo decía todo. Era muy feliz, por fin podía ayudar a su familia y cumplir con el deseo de su padre.

      —Por último, me gustaría pediros a todos un favor. —Todos asistieron a las palabras de Inocencio—. No me llaméis señor Inocencio ni me habléis de usted, que me hacéis más viejo. Juanito te espero esta tarde, y venga, que llegas el último al colegio. —Juanito cogió el gorrión y lo dejó en su jaula; se colgó la mochila y repartió besos y adioses, incluido al señor Inocencio. Este, justo antes de despedirse, cogió el papel de las anotaciones y sacó una parte del dinero y se lo entregó a Manuel. Sabía que si se lo entregaba a María, esta no lo aceptaría—. Manuel, esto es un regalo mío. Quiero que lo aceptéis como un regalo de Reyes, te lo pido por favor.

      Manuel, emocionado por el gesto, se levantó y le dio un fuerte abrazo a Inocencio.

      —Gracias, mil gracias por haber entendido el gesto de mi hermano, y otras mil gracias por ser tan generoso.

      —Bueno, me marcho, que yo no estoy acostumbrado a tantas emociones en tan poco tiempo. Lo dicho, cuidaré de vuestro Juanito como si fuera hijo mío.

      María se levantó, le dio un abrazo y le dijo:

      —Estaremos siempre agradecidos contigo, Inocencio.

      Capítulo 5

      De vuelta a casa, Inocencio no paraba de darle vueltas a lo ocurrido. Pensaba en el gesto que Juanito había tenido con su familia y se emocionaba. Era increíble como un chiquillo podía pensar más en su familia que en sí mismo. Durante el trascurso del día se fue encontrando por el campo con sus compañeros y a todos les fue contando la historia. Ninguno aceptó el dinero, todos prefirieron que Juanito fuera ahorrando ese dinero para poder ayudar a su madre y en casa.

      Inocencio no recordaba cuándo fue la última vez que tuvo los sentimientos a flor de piel como los tenía en ese momento. Se sentía emocionado, feliz, pero cuando leyó —no lo había hecho antes, porque no se había detenido a ver el papel— la tristeza lo desbordó. La vida que estaba llevando aquella familia, la infancia tan dura de aquellos hermanos no debía pasarla nadie, y menos por el maldito dinero. Aquello tenía que cambiar, aunque fuera lo último que hiciera en su vida. No podía permitir que siguiera aquella injusticia, y menos si estaba en su mano.

      Recogió el ganado pronto y bajó al pueblo a comer en la taberna. No era habitual que bajara a mediodía, de ahí la sorpresa de Paco y de su mujer, pero tampoco le dijeron nada. Eran personas prudentes y sus clientes eran siempre bien recibidos, mucho más si encima eran amigos.

      El tabernero lo notó un poco nervioso. Cuando lo vio sentado en la mesa escribiendo, le resultó extraño, pero decidió dejarlo tranquilo. Ya se enteraría por su amigo de qué iba todo aquello, y si no lo hacía, tampoco pasaba nada. Inocencio escribía y rompía los papeles que escribía; volvía a escribir y así durante toda la comida. Parecía un escritor más que un pastor. Al menos, eso pensaba todo el que lo veía, pero nadie quiso entrometerse en lo que le pudiera estar pasando a Inocencio.

      Una vez terminada el almuerzo, se quedó sentado en la mesa durante un largo rato. Ya no escribía, ahora leía y releía lo escrito. Paco lo miraba, pero seguía sin querer