Название | El ladrón de la lechera |
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Автор произведения | Miguel Ángel Romero Muñoz |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418730023 |
Inocencio estaba desconcertado. Él habría esperado un intento mayor de huida o alguna burda excusa, pero al ver a aquel chiquillo llorando, no supo reaccionar. A decir verdad no supo qué hacer, así que decidió esperar hasta que el llanto cesara un poco; no obstante, por fin pudo averiguar de dónde procedía el ruido metálico que tantos días lo había tenido al borde de la locura. No era más que una simple lechera.
Capítulo 4
Cuando lo vio un poco relajado, Inocencio comenzó con el interrogatorio.
—A ver, chiquillo, ¿cómo te llamas?, ¿quiénes son tus padres?, ¿dónde vives?, ¿por qué estás robando leche, eh? Di algo, vamos, porque si no, te voy a llevar al cuartelillo.
—No, por favor, al cuartelillo no. Yo le pago la leche. Tome, aquí tengo el dinero.
El llanto no lo abandonaba mientras hablaba, tenía el corazón encogido. A Inocencio le costaba verle así, pero quería un porqué, y de momento no tenía nada, así que lo levantó como pudo y le dijo:
—Al cuartelillo de momento no, pero a tu casa sí. Quiero hablar con tus padres. Venga, vamos para allá. Bajaremos en coche al pueblo, y no intentes escaparte, porque entonces es cuando doy parte en el cuartel.
El chico se levantó y no hizo intento alguno de escaparse. Lo habían descubierto y solo le quedaba una salida: contarle a aquel hombre la verdad. Eso era lo único que le podía salvar, y tampoco era seguro.
No podía dejar de tiritar. El frío y el miedo que había pasado no eran fáciles de olvidar. Inocencio no podía verlo así, no soportaba ver sufrir a un niño ni cuando veía la televisión.
—Ya no tienes nada que hacer. Ahora me vas a llevar a tu casa y hablaré con tus padres. Ellos serán los que te pongan el castigo. Por mí puedes estar tranquilo que no voy a hacerte nada, ni llevarte a ningún lado, así que tranquilízate, por favor te lo pido. Tómate este vaso de leche caliente y cómete lo que te apetezca, solo tengo mantecados y roscos.
Aquellas palabras consolaron un poco a Juanito; sin embargo, no podía dejar de pensar en su pobre madre, en sus hermanos, en qué pensarían de él, y otra vez se ponía a llorar. Era incapaz de tomar nada. La vergüenza empezaba a coger forma. No sabía si su familia le perdonaría aquel suceso. Su angustia iba en aumento.
—Solo me gustaría decirle una cosa. Lo siento, lo siento mucho, de verdad; sin embargo, todo tiene una explicación. Si usted quiere escucharla, se lo agradecería. Se lo pido por favor. Después nos iremos a mi casa.
Manuel ya empezaba a preocuparse. Juanito nunca tardaba tanto, pero prefirió no decir nada de momento. Había pasado más de una hora desde que se marchó. No era normal en él, así que pregunto en voz alta:
—A ver, ¿dónde va a comprar Juanito la leche y el pan?
—El pan siempre lo compra en el mismo sitio, en la panadería que está cerca del colegio, pero la leche, a decir verdad, nunca me dice dónde la compra —dijo la madre.
—Voy a salir a buscarlo. No te preocupes, madre. Seguro que se habrá entretenido con alguien enseñándole el pájaro.
Los demás decidieron que lo encontrarían más rápido si se repartían los lugares en los que solía estar. Primero irían a la panadería donde, según su madre, compraba el pan, y a partir de ahí se repartirían.
Una vez allí, se confirmó lo peor que podía pasar: no había llegado a por el pan. Hasta el panadero se extrañó.
—Creía que estaba enfermo. Siempre llega a la misma hora, es muy puntual —comentó Diego.
Ahora sí empezaron a preocuparse todos. Lo buscaron por todos los sitios en los que pensaban que podía estar. Llegaron a todas las panaderías, preguntaron a todo aquel que se encontraban por la calle. Tampoco lo habían visto en las lecherías. Nada, nadie lo había visto.
Se repartieron por todo el pueblo y acordaron como punto de encuentro la plaza de arriba. No tardaron en reencontrarse. Nada, nadie había visto nada.
Entonces Manuel pensó que a lo mejor ya estaba en casa y ellos seguían buscándolo fuera, así que se fueron para casa con la esperanza de encontrarlo. Nada. Juanito no había llegado. Se sentaron todos con su madre a pensar y a tratar de calmarla un poco. ¿Dónde podía a ver ido?, ¿dónde más podían buscarlo? Esa era la pregunta que todos se hacían.
—Madre, tenemos que ir a dar parte al cuartel y creo que debemos hacerlo ya. Cuanta más gente lo busque antes lo encontraremos. Yo ya no sé por dónde buscarlo.
—Manuel, os vais a acercar a la puerta del colegio a la hora de la entrada. Si ninguno de sus compañeros lo ha visto, entonces vas al cuartelillo y pones la denuncia. Juanito no se deja engañar por nadie ni por nada. Casi seguro que se habrá encontrado con algún compañero y se le ha ido el santo al cielo.
La madre decía estas palabras para tranquilizarlos, pero ella sabía que Juanito no era el tipo de niño que dejaba sus obligaciones a un lado para jugar. Algo le había pasado, seguro, pero esperaría a la hora del colegio, por si acaso.
El silencio se hizo en la casa, y la espera ya empezaba a desesperar, pero tenían que esperar que llegara la hora de entrada al colegio, porque ya lo habían buscado por todo el pueblo y nadie lo había visto, y fuera del pueblo era raro que se marchara solo.
—Madre, yo no puedo estar aquí quieto esperando. Mientras llega la hora, voy a darme una vuelta por el río, por los alrededores del pueblo, a ver si por casualidad lo ha visto alguien. Mis hermanos que se acerquen al colegio.
A Manuel no le dio tiempo ni de coger la chaqueta. En ese mismo instante se abrió la puerta y entró Juanito.
—¡Juanito, qué susto nos ha hecho pasar! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde te has metido?
Juanito no contestó a aquel bombardeo de preguntas; de hecho, lo único que salió de su boca fueron las siguientes palabras:
—Por favor, pase usted, señor Inocencio.
Todos se quedaron helados. ¿Qué hacía allí aquel hombre? ¿Qué le habría pasado? Los chicos lo conocían de vista, de verlo alguna que otra vez por el pueblo, pero a su madre si le dio alegría verlo. Esa alegría fue mutua, se conocían de niños y aunque hacía mucho tiempo que no se veían, no hizo falta ninguna presentación. Estaban más mayores, aunque las caras no habían cambiado mucho.
Inocencio se emocionó un poco al verla. Empezaba a entender a Juanito, pero necesitaba algo más.
—¿Cuánto tiempo sin verte? ¿Cómo te encuentras, María? No sabía que estuvieras enferma…
—He estado mejor, pero no me puedo quejar. Tengo unos hijos maravillosos, que me quieren y yo los quiero con locura. ¿Qué más se puede pedir en esta vida? Pero ¿qué ha pasado?
—Lo que ha pasado os lo va a contar él mismo y espero que sea verdad, porque si no, vamos a tener que hacer algo con este granujilla.
Nadie entendía nada. Aquel señor había llegado a la casa. Su madre lo conocía, pero ellos no. Le pedían a Juanito unas explicaciones de algo que, al parecer, había ocurrido. Todo era bastante desconcertante.
—Juanito, ¿qué ha pasado? Cuéntanos lo que dice Inocencio que tienes que contarnos. Venga, guapo. Sea lo que sea seguro que tiene explicación y buscaremos la solución más adecuada.
—Bueno, os digo lo mismo que le he dicho al señor Inocencio. Todo lo que he hecho ha sido para ayudar, y nada más. Espero que me entendáis.
Como aquellas palabras salían entrecortadas por el miedo, Manuel decidió cogerlo en brazos. Luego le dio un fuerte abrazo y le dijo:
—Juanito,