Название | El Errante I. El despertar de la discordia |
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Автор произведения | David Gallego Martínez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230387 |
Melvo estaba tendido en la cama, con la mirada perdida y un único pensamiento en la cabeza: si quería tener una oportunidad de sobrevivir, tenía que hacerse más fuerte.
—Eh, Melvo.
El chico se dio cuenta de que había otro junto a él. Era su compañero de litera, que dormía encima de él.
—Hay una gotera que cae encima de mi cama, así que te toca dormir arriba. Quita de aquí.
Obedeció sin decir nada. Sabía que era eso o recibir una paliza y terminar durmiendo arriba igualmente. Se tumbó en su nueva cama. Una gota de agua le cayó en la mejilla. Apartó la cabeza y no la movió en toda la noche, mientras las gotas humedecían la almohada a un ritmo constante. Y así pasaron muchas noches más.
El orfanato estaba en un lugar apartado. O al menos eso le parecía a Melvo. Apenas salían del recinto amurallado, salvo en las ocasiones en que los llevaban a un bosque cercano a entrenar, siempre bajo la estricta vigilancia de los encargados.
Aquella mañana los niños fueron pasando uno a uno por una de las habitaciones del edificio. Era pequeña, y no había nada dentro además de un barril lleno de agua. Cuando Melvo fue conducido allí, ya sabía a qué le tocaba enfrentarse.
—No aguantes el dolor.
Las palabras llegaban distorsionadas por el efecto del agua. Los pulmones le pedían a gritos una bocanada de aire, pero la mano que ejercía fuerza sobre su nuca no le iba a conceder ese regalo.
—Aguanta el miedo. No tengas miedo. ¡Resiste!
Al mediodía, los niños eran reunidos en el patio y colocados por parejas, y entonces el lugar se llenaba de patadas, puñetazos, agarres, arañazos, mordiscos, golpes bajos y estrategias de todo tipo. Lo que hiciera falta para ganar.
Haciendo honor a su nombre, Melvo acabó en el suelo, pero no por ello su rival decidió terminar. Lo pateó en el estómago y luego en la espalda, y decidió continuar con varios puntapiés más. Con la excusa del entrenamiento, el abuso solía ser habitual, sobre todo en aquellos como Melvo.
—Eh —sonó cerca de ellos. El chico que estaba de pie se giró y se encontró con Piedra, con gesto intimidante en el rostro—. Déjalo.
El chico escupió al suelo y se fue.
Y, cuando el sol empezó a ponerse, todos comenzaron a correr alrededor del perímetro del patio rectangular bajo la mirada de los encargados.
Melvo sentía cómo el sudor le inundaba el pecho y la espalda. Le provocaba escozor en los ojos. Las piernas le temblaban y sentía un dolor en el pecho que parecía decir que los pulmones estuvieran a punto de estallar. Aunque se esforzó para que no sucediera, Melvo cayó, lo que generó las risas y las burlas de los otros. Uno de los encargados se dirigió hacia él con un palo grueso en una mano, pero se detuvo a mitad de camino, cuando otro de los chicos cargó en la espalda con el que acababa de caer y continuó la carrera.
—¿Estás bien? —preguntó Piedra mientras corría con su amigo a la espalda.
—Sí —respondió Melvo con un hilo de voz.
Y de nuevo la noche. Después de terminar pronto de cenar, los dos amigos se escabulleron hacia un rincón del patio, donde Piedra volvió a tratar las heridas de ese día.
—¿Te duele?
—No.
—Si te duele, puedes llorar.
Sentía ganas de hacerlo. Muchas. Pero no lo hizo. Iba a ser fuerte, costara lo que costara.
—Gracias. Si he llegado hasta aquí, ha sido gracias a ti. Algún día me haré fuerte y nos iremos de aquí. Juntos.
Piedra sonrió.
—Pues mientras te haces más fuerte, yo seré fuerte por los dos.
Los dos amigos sonrieron. En cuanto terminaron de cuidar las heridas, regresaron a la habitación. Melvo siguió acompañado de las gotas de agua sobre la almohada.
Y entonces llegó uno de esos días. Un día en que, de pronto, el orfanato recibía varias visitas de personas bien vestidas. Un día en que los niños debían demostrar de qué estaban hechos. Cada cierto tiempo, al orfanato llegaban personas interesadas en adoptar niños, por lo que era habitual que, después de aquellas visitas, algunos de los niños dejaran de ser vistos por allí. Papá Oslo convocaba a algunos de los chicos en una de las habitaciones del sótano, siempre guarecida bajo llave y donde los niños no tenían permitido pasar a menos que fueran reclamados.
Aquella tarde, Melvo descubriría qué se escondía tras esa puerta. No había visto a Piedra en todo el día. Se preguntaba dónde estaría.
—Adelante —dijo uno de los encargados a dos del grupo de niños.
Los niños obedecieron y la puerta se cerró tras ellos. Los demás pasaron varios minutos a la espera, hasta que el encargado volvió a hacer entrar a otros dos, y así cada cierto tiempo. Melvo no lo entendía: por más gente que pasara, nadie volvía a salir por allí. Los tiempos de espera tampoco parecían regulares, a veces sentía que se eternizaban y otras veces apenas debían pasar unos pocos minutos antes de la siguiente pareja. Llegó su turno, pero le hicieron entrar solo.
Caminó por un túnel corto poco iluminado, acompañado por un encargado, hasta dar a una sala circular, al interior de un recinto precintado con barrotes. Sobre él había una grada que rodeaba el círculo central, donde varias personas sentadas lo observaban al otro lado de los barrotes. En el otro extremo del recinto circular había otro acceso. Melvo se fijó en el suelo de piedra gris, manchado en diferentes partes. Algunas, las más secas, presentaban una tonalidad amarronada, y otras tenían un aspecto más rojizo. Eran las más recientes.
—Toma —dijo el encargado junto a Melvo—. Cógelo.
Melvo abrió los ojos de par en par cuando vio el cuchillo que le ofrecía. Lo tomó, no sin vacilar ni preguntarse qué era aquello. El encargado se marchó por donde había venido mientras la puerta al otro lado se abría.
—Ah, y ahora uno de mis mejores chicos —Melvo escuchó la voz de Papá Oslo sobre su cabeza—. Estoy seguro de que no os dejará indiferentes.
En la puerta frente a Melvo apareció otro chico más alto, con los músculos de los brazos ligeramente marcados y con el pelo negro recogido en varias trenzas pequeñas que le caían por detrás hasta la nuca.
Acababa de encontrar a Piedra. También llevaba un cuchillo.
—Muy bien, chicos —dijo Papá Oslo—. Ya sabéis cómo va: es matar o morir.
Piedra avanzó con paso firme hacia el centro, con la respiración visiblemente agitada. Melvo sintió cómo el ritmo cada vez más acelerado del pulso le taladraba la cabeza.
—¿Piedra?
Pero no dijo nada. Levantó el cuchillo y lo descargó sobre Melvo, lo que le provocó un corte superficial en el hombro poco después de apartarse del sitio.
—Pelea —dijo Piedra rabioso.
—No, ¿por qué? No quiero pelear. No contigo.
—¡Pelea!
Piedra atacó de nuevo. Melvo antepuso un brazo por instinto. El metal le provocó otro corte poco profundo. Hacía lo posible por mantenerse alejado de Piedra.
—Esto solo puede acabar de una forma, Melvo, y yo voy a salir de aquí. No pienso perder, así que ¡pelea!
Arrojó el cuchillo y se abalanzó sobre Melvo a la vez. Pudo esquivar el arma, pero no los nudillos que encontraron su sien. El golpe hizo que soltara el