Название | El Errante I. El despertar de la discordia |
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Автор произведения | David Gallego Martínez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230387 |
Pero no se había movido. Estaba sentado en el suelo embarrado, con las piernas cruzadas y el cuerpo encorvado hacia delante, utilizándolo como un escudo para proteger lo que quiera que llevase en la mano.
Al oír el sonido de la puerta, el chico levantó la cabeza con un pequeño hálito de esperanza. Garrett estuvo un instante en el umbral mientras observaba el aspecto frágil del chico, que había comenzado a tiritar.
—Entra —dijo, mientras se apartaba y describía un movimiento con la mano.
El chico se levantó con torpeza y obedeció.
—Acércate al fuego —volvió a decir Garrett.
El muchacho aceptó con gusto la orden y se puso todo lo cerca que pudo de las llamas. Apenas sentía las extremidades por culpa del frío, que había penetrado en su piel hasta llegar a los huesos. Garrett retiró la cacerola con cuidado y la puso frente al chico.
—Mete las manos.
El muchacho lo hizo, y entonces notó cómo la sangre f luía de nuevo por sus brazos. El calor del agua se propagaba desde la punta de los dedos hacia los hombros. Sonrió, aliviado. Desde esa posición, se fijó en el rostro del hombre, que contaba con algunas arrugas de expresión marcadas y una barba de varios días. Se encontró con que los ojos grises de él también lo miraban. Así estuvieron durante casi un minuto, hasta que Garrett habló:
—¿Qué se supone que puedes aprender de mí?
—Te vi pelear en el bosque. Fue impresionante, tú solo te libraste de tres enemigos. Quiero aprender a luchar así.
—¿Para qué, para dedicarte a matar?
—No —respondió el chico con decisión—. Para ser fuerte y proteger a las personas que me importan.
Garrett rio como si le acabaran de contar un mal chiste.
—Claro que sí —se tomó un tiempo para dejar de reír antes de cambiar de tema—. Entonces, ¿siempre has estado solo?
El chico bajó la mirada hacia las tablas del suelo.
—No siempre —dijo, con un hilo de voz.
Garrett frunció el ceño.
—¿De dónde has salido, entonces?
El muchacho lo miró a los ojos otra vez, y entonces empezó a hablar.
Capítulo 12
—Duele.
—Lo sé, Melvo, pero estate quieto.
El orfanato era todo cuanto tenía. Todo cuanto había tenido nunca, al igual que los demás niños que vivían allí. Estaba allí desde que tenía memoria, y no había estado en ningún otro lugar ni conocido a más gente que la que se reunía entre los muros de aquel sitio antiguo y estropeado. Y por eso, ninguno de los niños consideraba extraña la forma en que eran criados.
En cuanto los niños alcanzaban los diez años, los encargados del orfanato comenzaban a entrenarlos diariamente. Los hacían correr alrededor del patio exterior varias veces al día, los obligaban a repetir rutinas de ejercicio agotadoras y les enseñaban a pelear.
Tal y como recordaba que le dijeron, Melvo terminó allí en sus primeros años de vida, cuando el orfanato ofreció una suma de dinero a cambio del bebé a los padres, incapaces de mantenerlo por culpa de la miseria en la que vivían. No tenía ni un solo recuerdo de ellos, así que, para él, era como si nunca hubiera tenido padres. El orfanato era su único hogar y, desde entonces, como todos los niños, había sido educado para un único propósito: ser el más fuerte.
Vivían para pelear. Un día tras otro, sin descanso. Entrenar y pelear. Y si se negaban o el cansancio los superaba, eran castigados con la suficiente severidad como para que ninguna de esas dos situaciones se repitiera en los niños. Pero algunos encontraban dificultades para mantener el ritmo impuesto.
—Ya te he dicho que duele, Piedra.
—Y yo te he dicho que no te muevas —llevó el trapo a la herida de la frente de Melvo—. Esta vez te han dado bien.
—Al menos esta vez solo me han pegado puñetazos.
La cara de Melvo estaba llena de moratones e hinchazones. Su cuerpo tampoco reflejaba un mejor aspecto, con múltiples marcas moradas y negras por la piel.
—Odio ser así —dijo Melvo—. Ojalá fuera más fuerte. Así todos me tratarían bien. Ser fuerte tiene que ser maravilloso.
—No creo que sea para tanto.
Melvo miró a su amigo, ocupado en humedecer el paño en alcohol.
—Tú no lo entiendes. Tú ya eres fuerte. Por algo te llaman así.
Al parecer, los encargados del orfanato no encontraban necesario dar un nombre a los niños, pero de esto al final se encargaban ellos mismos. Se asignaban nombres unos a otros en función de la personalidad o la manera de comportarse. De ahí que a su amigo lo llamaran Piedra, por la fuerza de sus puños.
Lo mismo era para él. Los demás niños lo habían bautizado como Muerdepolvo, pero era demasiado largo para llamarlo siempre así, de modo que se quedó en «Melvo».
—¿De dónde la has sacado? —Melvo señaló la botella de alcohol.
—De la despensa.
—Se enfadarán si se dan cuenta. Te pegarán.
—La pondré en su sitio antes de que se den cuenta.
Piedra siguió unos pocos minutos más cuidando las heridas de Melvo.
—Bien, ya estás. Será mejor que vayamos ya a la habitación, o se darán cuenta de que no estamos.
—Sí.
Tan pronto como acabaran la cena, los niños tenían la orden de ir a los dormitorios, situados en el sótano del orfanato, y permanecer allí hasta que fueran levantados temprano a la mañana siguiente. Quebrantar el toque de queda también estaba castigado, pero Melvo nunca había conocido a alguien que lo hubiera hecho. Tras la actividad intensa de cada día, todos agradecían ir a dormir.
Los niños aún estaban despiertos, hablando animadamente entre ellos, y los que se tomaban más tiempo para comer aún regresaban del comedor, por lo que nadie reparó en Piedra y Melvo cuando entraron en la habitación, aun cuando habían sido de los primeros en terminar de cenar.
—¡Silencio, niños! —la voz de un hombre se impuso a la de los niños—. ¡A dormir!
Todos ocuparon su lugar en las diferentes literas que llenaban la sala. En la puerta esperaba el hombre que acababa de dar la orden, y, cuando todos los niños estuvieron acostados, otro hombre entró. Tendría unos cuarenta años, con una barba perfilada y cuidada, vestido con un jubón elegante y con una coronilla que mostraba una calvicie incipiente.
—Hola, mis pequeños. Confío en que os estéis portando bien.
Papá Oslo, el responsable del orfanato, los visitaba con frecuencia. Los observaba mientras entrenaban, y varias veces a la semana acudía por la noche a su habitación para hablarles. Y casi siempre les dedicaba las mismas palabras:
«El mundo fuera es peligroso. Tenéis que haceros fuertes.
»Aquí estáis a salvo, fuera todo son enemigos.
»Es matar o morir. Debéis aseguraros de matarlos primero.
»Soy vuestro único aliado, los demás son enemigos.
»Solo podéis confiar en vosotros mismos».
Y,