Название | Lacanes. Historia de una superviviente |
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Автор произведения | Alba Martín Aguiar |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418470974 |
Dos lagrimones caían por sus pómulos. El primer contacto de ambas fue un roce de manos inesperado jugando con los cachorros. Se miraron y se agarraron con más fuerza. Las tardes y las charlas habían creado un vínculo entre las dos jóvenes. Ella se sentía segura con Estrella y podía revivir su historia, hablar de sus padres, de su pareja, de su familia, del amor, de todo aquello que algún día estuvo vivo en su interior. Estrella también le relataba historias de los días en los que era feliz. Hablaba mucho de su hermano, tanto que llegó a sentir que lo conocía. Cuando el Artesano llegaba, ella se marchaba de la habitación:
—Te veo bien.
—Supongo. Quería darte las gracias, porque sin todo aquello que trajiste, ellos no habrían llegado hasta aquí.
—¿Y tú?
—También estoy aquí por ti.
—No, no. Si estás aquí es por ellos.
Las lágrimas brotaron al recordar aquel fatídico día, pero había algo que quería decirle y no pensaba dejar pasar más tiempo.
—Tú me salvaste de aquel asqueroso.
El Artesano clavó su mirada en ella.
—Puede que los demás nos ayuden a salvarnos, pero la auténtica salvación está en cada uno de nosotros.
Ella permaneció estática con la mirada perdida, reflexionando sobre esa afirmación.
—Estrella me ha comentado que piensas mucho en la muerte. Sus ojos brillaron, pero no cayó una lágrima.
—No puedo evitarlo. Este dolor es mucho dolor, llega hasta los huesos.
—El dolor nunca pasa, pero aprendemos a convivir con él y nos hace más fuertes.
Sonó un fuerte golpe en la puerta y se abrió sin esperar respuesta. Era un muchacho. Lo había visto alguna vez, pero jamás habían cruzado una palabra.
—Lo han hecho de nuevo, Asunción está muy mal. La están subiendo.
No hubo más palabras. El Artesano se levantó con rapidez y salió por la puerta seguido por el joven. Ella parpadeó sin entender bien lo que pasaba. Se levantó, cerró la puerta tras de sí dejando a los perros en la habitación y siguió el eco de las voces por el pasillo. Cuando llegó al salón dos hombres bastantes fornidos colocaban a una anciana sobre la mesa. Ella estaba en camisón. Temblaba. Entonces, el Artesano cogió su mano.
—Tranquila, estamos aquí contigo. No temas, lo vamos a solucionar.
—No tengo miedo.
Su voz era apenas un gorgojeo.
—¿Qué ha pasado?
—El gigante calvo. Escuché los avisos, los gritos, pero no me dio tiempo de llegar.
—¿Estás segura?
—Lo vi cuando me tiró al suelo. Después no paró de golpearme. Me hice la muerta. Funcionó.
Poco a poco se había ido acercando a la escena por curiosidad, pero se sabía una mera espectadora.
—Aguanta un poco más. Doc está al llegar.
—¿Ese carnicero? No quiero que me toque.
La afirmación creó sonrisas en los presentes.
—No, Artesano. Este ya no es mi mundo.
El Artesano apretó la mano de la anciana que comenzó a toser esputos de sangre.
—Tranquila. Respira, tranquila.
—No te preocupes por mí. Esto es solo dolor físico. Tú sabes lo que yo he sufrido. Cargas con el sufrimiento de todos.
La anciana respiraba cada vez con mayor dificultad.
—Tranquila, Asunción. No te fuerces.
—Es mi hora, Artesano. Solo quiero descansar.
Al escuchar esas palabras, no pudo evitar sentir un poco de envidia. Observó como el Artesano se agachaba y susurraba unas palabras al oído de la anciana. Luego se incorporó, la anciana lo miró y con una sonrisa de medio lado sus ojos se transformaron. Jamás había vivido ese instante de muerte tan cerca. Se quedó estática y fijó su atención en aquellos ojos abiertos que ya no expresaban nada. El Artesano soltó la mano de la anciana y la colocó con suavidad sobre su pecho.
Aquellos ojos brillantes, sin vida, miraban a la nada. Entonces recordó los disparos, como si volviera a oírlos; los golpes secos contra el suelo; las miradas de sus padres a través de otros ojos. Sintió contraerse cada músculo de su cuerpo hasta que sus muelas chirriaron unas contra otras. Sus ojos se rayaron y cogió aire de forma brusca y entrecortada. Nadie parecía darse cuenta del estado en el que entraba y ella se alejaba cada vez más de la realidad que la rodeaba mientras se perdía en un remolino de evocaciones. Los presentes, salvo el Artesano, empezaron a salir del piso. En sus oídos, un pitido. Con aquella lágrima que cayó sobre su pecho se sintió de regreso en su cuerpo entre aquel ambiente de muerte constante.
El Artesano cerró aquellos ojos inertes. Ella se acercó más a la mesa. Lo miró a la cara, pero no pudo descifrar la mirada de aquel hombre al que todos admiraban y seguían sin cuestionarse absolutamente nada. El Artesano se disponía a salir, pero ella lo agarró del brazo:
—Mis padres, ¿dónde están?
—Enterrados. Donde va a terminar ella.
—Llévame.
El Artesano afirmó con la cabeza y continuó su camino saliendo del piso. Ella quedó sola, observando el cuerpo de aquella anciana en un extraño estado al que jamás se había enfrentado. Entonces el silencio se adueñó de la habitación que permaneció estática un tiempo. Los recuerdos bailaron frente a sus ojos y lloró hasta que sus piernas se doblaron. El duro y frío suelo la recibió mientras se encogía sobre sí misma, deseando poder hacer retroceder el tiempo. La dura realidad la golpeó: lo que estaba ya no está.
VII
—Quiero conducir. ¿Dónde están mis llaves?
—Esperaba este momento. Es un buen coche. Ten. No lo ha tocado nadie desde entonces.
Cogió las llaves y apretó el puño hasta que sintió como se le clavaban. Últimamente el dolor físico era lo único que la hacía sentir viva, a continuación llegaba la decepción. El Artesano empezó a bajar las escaleras y al darse cuenta de que ella no lo seguía, se detuvo y se giró.
—Vamos. Voy contigo. Yo te guío.
—Sé que el coche es bueno. Es mío. Sé lo que es capaz de dar.
—Podemos hacer una excepción con el coche. Al menos de momento, por las circunstancias.
—De momento no. Ese coche es mío y solo yo lo voy a conducir.
—Ya sabes que no hay propiedad.
Ella permaneció en silencio, clavándole la mirada. El Artesano subió un escalón.
—Nada es de nadie y todo es de todos.
Silencio.
—Lo entiendes, ¿verdad?
—El coche es mío.
Su voz parecía salir de otro cuerpo, de otro ser. Tenía fuerza, y el hombre lo percibió. Afirmó con la cabeza y desvió la mirada para bajar las escaleras.
—Vamos.
Ella lo perdió de vista, miró las llaves y bajó las escaleras. Cuando se sentó en el coche, su respiración tembló. No podía dejar de mirar al frente,