Название | Lacanes. Historia de una superviviente |
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Автор произведения | Alba Martín Aguiar |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418470974 |
Bordeó la casa girando a la derecha y enfiló el garaje que la llevaría a la parte trasera de la misma. Las risas infantiles se incrementaban a cada paso. Sus ojos se abrieron a la par que su comisura derecha se elevaba con ganas de sonreír. Necesitaba sentir la candidez propia de la infancia después de las grotescas imágenes que habían manchado su retina por el resto de sus días. Justo antes de girar la última esquina, se detuvo a escuchar aquellas risas que, lejos de ser obra de su imaginación, competían con el sonido propio del ambiente. «Son niños». Lo pensó antes de que su cuerpo la avisara, erizándosele el vello de los brazos, las piernas y la nuca. Ella misma se avisaba de que esas risas pertenecían a niños, pero no eran infantiles.
Lo primero que encontró fue a Luna, pegada al parterre del fondo y tirada sobre la tierra que los bordeaba. Estaba viva. Se intuía porque el hierro que le atravesaba las costillas se movía con la misma dificultad con la que la perra respiraba. Tres muchachos, sucios y harapientos, se tiraban con fuerza una especie de pelota parda mientras sus risas se hacían tan estridentes que dañaban no solo los oídos, sino también el corazón.
—¡Me aburro! —gritó el más pequeño, no debía de sumar más de siete años—. ¡Me aburro, me aburro!
Lo gritó tres veces y lanzó lo que tenía en las manos contra el peral que adornaba aquella parte de la casa. Cuando cayó al suelo fue cuando descubrió que se trataba de un jovencísimo cachorro que había llegado al mundo para perder su vida entre zarandeos. Sus orejas comenzaron a arder, su vista se nubló y su garganta se sintió irritada.
—¡Eh! ¡Tú! ¿Qué coño haces?
Sin pensarlo, se acercó al niño a pasos agigantados. Los otros dos echaron a correr sin preocuparse por nada más que su propia integridad. Agarró al que era el más pequeño ante la huidiza mirada del resto, que desapareció antes de que lo levantara por la camiseta del suelo.
—Te gusta, ¿eh? —Comenzó a zarandearlo con tanta fuerza que su cabeza se desdibujó en un movimiento curvo—. ¿Te gusta que te muevan así?
El niño comenzó a quejarse de forma intermitente debido al fuerte meneo. Lo tiró con rabia al suelo y él empezó a llorar.
—Tú puedes llorar, pero él no llorará nunca más —dijo señalando la pequeña bola que yacía junto al árbol—. ¿Lo ves normal?
En realidad, no era consciente de lo fuerte que chillaba y de cómo sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas. El niño se levantó con rapidez y salió corriendo. Ella necesitó un par de segundos para volver a la conciencia. Se acercó al árbol y lloró al ver al pequeño ser. Parecía tan suave, tan indefenso. Tenía uno de sus pequeños ojos oscuros abierto y la lengua sonrosada asomaba por su diminuta boca. No podía creer la crueldad de aquellos niños. Entonces se acercó a Luna, que todavía respiraba.
—Tranquila —le susurró—. Tranquila.
La perra la miró, no era una desconocida para ella. Sabía bien quién era e hizo por lamer sus manos.
—Tranquila. —Mientras se limpiaba las lágrimas de la cara con una mano, con la otra acariciaba con suavidad a la perra—. No estás sola, tranquila.
La perra conectó de nuevo con su mirada. Ambas respiraron profundamente. Con aquellos ojos que brillaban la perra hizo su último esfuerzo y los dirigió a la esquina más alejada de la casa. Fue su último movimiento y lo hizo de un modo tan intenso que la muchacha sintió la necesidad de acercarse y observar.
Comprobó como los latidos de Luna desaparecían en la palma de su mano y se levantó. Se sentía pequeña, dolida y confundida ante tanta violencia. Puro malestar. Aquella esquina se encontraba inundada de matorrales de menta y hierbabuena. La mezcla de olores la mareó aún más. Observó la superficie sin resultado y comenzó a mover los matojos con cierta suspicacia. Nada. Se incorporó sin desviar la mirada, confundida. Observó el cuerpo, ahora inerte, de la perra a la que tanto cariño había cogido desde que la conocía. Negó con la cabeza y volvió a agacharse para buscar con mayor atención. Cuando estaba a punto de rendirse pensando que la perra no quería transmitirle nada, escuchó un gemido corto, suave, breve. Al abrir los matorrales, la luz bañó la tierra; si no se hubieran movido, los habría pasado por alto. Dos bultos pardos, pequeños, se movían buscándose el uno al otro. Eran otros dos cachorros. La emoción entrecortó su respiración. Los cogió y los pegó a su pecho. Temblando besó sus cabezas. Eran tan pequeños, tan frágiles, tan indefensos. Se movían como si el aire les molestara, acostumbrados a sentir el suelo en sus pequeñas y suaves barrigas. Uno de ellos tenía un ojo abierto, pero el otro todavía tenía ambos ojos cerrados. Eran tan jóvenes. Los envolvió con la parte baja de su camiseta y sintió la imperiosa necesidad de proteger aquellas nuevas vidas. Utilizando su camiseta como si de una cesta se tratara, volvió al coche.
IV
Gracias a su gusto por la playa tenía siempre una toalla en el coche, que utilizó para envolver a los cachorros y colocarlos en el sillón del copiloto bien pegados al respaldo. Llegó a pensar en ponerles el cinturón de seguridad de alguna manera, pero desechó la idea, porque creyó que el remedio podría llegar a ser peor incluso que la enfermedad. Los observaba y los sentía tan frágiles que se quebraba al pensar que algo podría sucederles. Se sentía responsable de aquellas jóvenes vidas que respiraban ahora junto a ella. Es increíble lo que puede llegar a presionar a un alma el peso de la carga de la responsabilidad. Introdujo la llave en la cerradura, arrancó el coche y se agarró al volante con las manos pegajosas y la sensación de vacío que en momentos venideros se incrementaría aún más.
Se encontraba en el pueblo más pequeño de la isla, que a la par sumaba algunas de las mayores riquezas de la misma. Grandes y lujosas casas intercaladas por otras más humildes y hogareñas. Siempre se había sentido agradada por aquella población semiagraria pintada por el lujo, pero en aquella ocasión solo quería llegar a casa para llorar desconsoladamente, como una niña. Sentía el dolor creciendo bajo su pecho y tenía miedo de que aumentara hasta matarla. Atravesó en dirección contraria para acortar por la única calle adoquinada del pueblo norteño. Ni siquiera el retumbar del coche la sacó de ese estado de elevada pesadez. Por ello, cuando pasó por delante del banco y los dos viejitos de siempre levantaron los bastones a modo de saludo fue incapaz de elevar siquiera una ceja para devolverles el gesto. Era tal su estado que ni le sorprendió, ni le alegró, ni tan siquiera se lo planteó.
A cada poco miraba los pequeños bultos que descansaban a su lado. No se detenía demasiado en ellos, porque su vista solo quería fijarse en la aparición de su edificio. Además, cada vez que los veía su garganta producía un trago tan áspero como una pelota de piedra. A la séptima vez que tragó ya encaminaba la autopista y descansaba la mano de los cambios. La posó sobre ellos, aliviándola el suave y pequeño movimiento que producían al respirar.
Ante su vista se dibujó el inmenso reloj digital que coronaba la refinería. Desde que todo comenzó se había convertido en una simple placa oscura que no daba nada. Recordó que el primer día que lo vio apagado pensó que algo extraño pasaba, pero jamás imaginó lo que podría llegar a vivir. Quitó la mano de los cachorros y aminoró la marcha para retener el coche y enfilar de nuevo, en sentido contrario, la rambla. Ya el último tramo. Al pensarlo, su estómago subió primero al pecho y de ahí a la garganta. Sin más anécdotas, llegó a la entrada del garaje y de nuevo la encontró abierta. Murmuró un «maldita sea» con los labios y entró sin poder prestar atención a nada de lo que la rodeaba. Si lo hubiera hecho, quizás las cosas hubieran sido algo distintas.
Con los cachorros envueltos entre sus brazos y bien pegados a su pecho subió entre lágrimas las escaleras. El alivio de sentirse en casa aflojó su tensión, que se desdibujó en el llanto que silenció al ver la puerta de su piso entreabierta. Estarán arriba. Pensó de nuevo en la organización de la cena. Abrió y entró en su casa como acostumbraba; sin embargo, al girarse para cerrar la puerta