Название | Lacanes. Historia de una superviviente |
---|---|
Автор произведения | Alba Martín Aguiar |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418470974 |
Hasta entonces había circulado con relativa calma y respetando, dentro de la situación, las normas de circulación. Sería la última vez que lo hiciera. Los zumbidos pertenecían a dos motos que se acercaban en su dirección a gran velocidad. Estaba segura de que una de ellas pertenecía al que no le había quitado la vista hacía cuestión de escasos minutos. Se sintió acorralada y quiso escapar cuanto antes de aquella situación, de aquella sensación. Aceleró con precipitación y el coche subió la acera encabritado y formando escándalo debido al roce con la elevación. Para su sorpresa, en esa parte de la acera cabía el coche al completo. Las motos cada vez estaban más cerca, pero lo que realmente la llevó a encogerse y acelerar del mismo modo que para subir la acera fue comprobar que un hombre con los ojos desorbitados se acercaba sin emitir más que un constante gruñido, empuñando en alto una barra de hierro. El temblor en la pierna izquierda provocó que se le calara el coche y mirando al hombre, que cada vez estaba más cerca, giró la llave con fuerza para volverlo a arrancar; sin embargo, el hombre siguió de largo y se situó tras el coche. Ya había conseguido hacerlo funcionar, pero la extrañeza la paralizó. Con la mirada fijada en el espejo retrovisor, observó que el hombre, ahora de espaldas a ella, seguía enfilando la rambla a la par que se acercaban las motos. Colocó la barra igual que lo habría hecho un bateador profesional y ancló sus piernas en la carretera, esperando, paciente.
Las motos se abrieron para esquivarlo y el hombre no lo dudó un instante: golpeó con fuerza a uno de los motoristas, tirándolo sobre el asfalto mientras su transporte chocaba directamente con la guagua. Con ese golpe metálico salió de la parálisis y aceleró, esta vez con más calma, pero también más firmeza para no errar en la maniobra. Al pasar la guagua, miró de nuevo atrás, valiéndose del espejo. En un instante se pueden percibir innumerables sensaciones. Ella sintió que era el blanco y que el hombre, al que en un principio creyó en contra, la había salvado. El segundo motorista, que se encontraba casi a la altura de la guagua, dio la vuelta. Supuso que iría a por su compañero. El pecho le dolía por la presión de los movimientos tan acelerados y desacompasados que seguía su corazón. No entendía nada. Le costaba respirar, pero el alivio, prematuro, llegó al vislumbrar el final de la rambla, como si lo peor hubiera pasado.
Debía coger la última curva que abría hacia la autopista, y todo sería cuestión de acelerar y poner rumbo hacia el norte, subir a por él. Dejaría a la derecha la gasolinera y se sentiría un poco más a salvo. De nuevo la asaltó la confusión cuando la construcción apareció a su diestra. En lugar de la luz blanca, reflejada sobre el amarillo y azul, era el negro el que tiznaba la baja edificación. La tienda, donde tantas veces había parado para abastecerse de golosinas, por lo general algo caras, se presentaba como una oscura grieta capaz de engullir, no sin antes desgarrar lo que fuera con aquellos dientes de cristal, gruesos como un palmo, agrietados y picudos.
Dirigió su vista al frente, tratando de obligarse a no volver a desviarla a los lados. La confusión en su mente, perturbada ante tanto cambio en tan breve espacio de tiempo, no dejaba de girar en torno a tantas ideas como era posible. En esa primera recta de autopista que su vista era capaz de alcanzar parecía todo como siempre, con la salvedad de que a su alrededor no había ni un coche, ni un movimiento. Sólo el calor, el viento y ella.
Pareció presentir el nuevo capítulo que la apabullaría segundos antes de que, irremediablemente, se presentara ante sus ojos. Poco a poco empezaron a aparecer sobre el negro asfalto trozos informes cuyas tonalidades danzaban entre el blanco más turbador y el rojo más visceral. Procuraba evitar que las ruedas deformaran aún más la masa en la que la autopista se convertía poco a poco. Un fuerte olor, que nunca antes había atravesado sus fosas nasales, se coló hasta convertirse en la ácida lágrima que enturbió su mirada. Sintió el agobio trancando la parte baja de su estómago. Cada vez que respiraba notaba disminuir la cantidad de aire que hinchaba sus pulmones. Pensó que sería a causa del olor, igual que le pasaba con los vapores del amoniaco, así que cerró la ventanilla.
Presenció una imagen que evocó a otra. Una de las primeras veces que condujo al obtener el carnet fue testigo de la impresión que causa ver una vida aplastada en la carretera: una incauta paloma, convertida en una plasta, desdibujaba la uniformidad cromática de la carretera. Había quedado completamente aplastada con la salvedad de una de sus alas, cuya punta señalaba al cielo aguantando con firmeza el aire que movía las plumas sin ningún ritmo específico. Aquella imagen que le había impactado tanto volvió a su recuerdo al ver una mano, igual de suplicante que aquella ala, sobresaliendo del asfalto.
El nudo que presionaba su garganta durante el trayecto se deshizo en las lágrimas que bañaron su regazo hasta la llegada. Así llegó a su destino, entre lágrimas y esquivando los restos de las vidas que poco a poco, metro a metro, minuto a minuto, iban quedando atrás.
III
Al finalizar un trayecto, siempre parece más breve de lo que se puede intuir durante su transcurso. Detuvo el coche ante la puerta de entrada y antes de parar el motor observó a su alrededor. Todo parecía en calma, todo parecía igual que siempre. Esta vez su vista no engañaba a su intuición. Había asumido durante el camino que nada de lo que viviera a partir de entonces sería parecido a lo conocido con anterioridad. Paró el motor.
Como en un sueño, llegaron los timbres de unas voces infantiles y cerró los ojos. La imaginación puede llegar a ser tremenda, eso fue lo que aquel sonido le hizo pensar. Las voces quedaron en silencio en el preciso instante en el que volvió a abrir los ojos. Inquieta, miró de nuevo a ambos lados. Se giró para mirar atrás y cogió aire. Se sentía más segura dentro del coche, pero el anhelo de sus brazos, su pecho y su barbilla al apoyarse en su cuello le dieron el valor para salir sin pensarlo demasiado.
Una vez fuera, cerró el coche sin perder de vista la entrada. La casa era grande y el terreno que la rodeaba era también bastante considerable. Tocó el timbre, pero no hubo respuesta. Una, dos y hasta tres veces. Nada. Estiró los brazos, se agarró al muro y saltando, como si de un juego se tratara, intentó ver el interior. Parecía que estuviera vacía y todo cerrado. Dirigió la vista al coche y pensó que, dadas las circunstancias, no pasaría nada por subirse a él para poder colarse en la casa.
De nuevo le pareció oír las voces infantiles de antes, esta vez le llegaron con más fuerza. Por ello, antes de gritar llamándolo, esperó sobre el techo del coche. Todo quedó en silencio salvo por la pequeña brisa que se coló entre los árboles. Alargó los brazos hacia el muro, se impulsó y quedó sentada sobre él con una pierna a cada lado. La parte frontal de la casa permanecía como siempre, con la diferencia de que tanto puerta como ventanas se veían completamente cerradas. Echó el pecho hacia adelante hasta posarlo en el canto del muro, pasó la pierna que colgaba por fuera al interior de la casa y se dejó caer con suavidad.
Se acercó a la entrada y al golpear la puerta con los nudillos recordó a Luna. Tan ladradora como era ella con las llegadas le extrañó que no diera resuello. La respuesta siguió siendo la misma: nula. Intentó abrirla, pero nada cambió. Se dirigió a ambas ventanas, cuyas contraventanas de ruda madera permanecían igual de cerradas que la puerta. Trató de forzarlas mientras una sensación de vacío y soledad se apoderaba de ella. Perdió el control y arañó la madera en su frustrado intento de reencuentro. Paró cuando, entre lágrimas, sintió la calidez propia de la sangre serpentear por sus temblorosas manos. Con ellas a la altura de su mirada, apoyó la espalda en la fachada, que no pudo atravesar, y se dejó caer en el suelo.
—No puede ser, no puede ser. —Durante unos minutos estas fueron las palabras que dibujaron sus labios—. No puede ser.
De