Название | No esenciales |
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Автор произведения | María Victoria Baratta |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789875997202 |
Capítulo 1
Emergencia educativa
“La educación es lo que sobrevive cuando todo lo aprendido se olvida”.
Burrhus Frederic Skinner
¿Qué hubiera pasado si los niños hubiesen sido los pacientes de mayor riesgo frente al covid-19 en lugar (o además) de los mayores de 65 años? ¿Qué grado de angustia hubiésemos experimentado durante 2020 como padres de saber que si nuestros hijos contraían el virus tenían altas probabilidades de sufrir complicaciones y eventualmente morir? ¿Con qué nivel de aislamiento hubiéramos tenido que mantener a nuestros hijos durante casi todo el año y hasta que llegase una vacuna efectiva si esa hubiera sido la situación? Estas preguntas son las que los historiadores llamamos contrafácticas: lo que podría haber sucedido, pero no sucedió. Por regla general, no son nuestro objeto de estudio, sino simplemente interrogantes implícitos que nos ayudan a entender mejor las distintas alternativas que se abren a los actores ante cada hecho histórico. Más allá de las preguntas contrafácticas, lo que efectivamente sucedió es que los niños han sido hasta el momento los menos afectados por el virus. Como madre de una niña pequeña, reparé enseguida en este dato, el que más me alivió desde que empezó este problema. A partir de marzo de 2020, parecía claro que los niños y adolescentes no eran pacientes de riesgo para el covid-19 y que la amplia mayoría de ellos, al contraer el virus, cursaría la enfermedad con síntomas leves o sin síntomas. Responder a las preguntas que inician este párrafo es elaborar un relato de fantasía, pero plantear esos interrogantes nos permite tener noción de la magnitud de algunas “ventajas” de esta pandemia de las que gran parte del mundo tomó nota. Al menos hasta ahora, febrero de 2021, las nuevas variantes (mal denominadas cepas) del covid-19 siguen teniendo esa “ventaja” respecto de los niños.
La pandemia del covid-19 es un evento histórico. Modificó la vida de millones de personas a nivel mundial y, en algunos aspectos, marcará un antes y un después. Sin embargo, el hecho de que se trate de un evento histórico no significa que sea la primera pandemia en la historia. La humanidad afrontó varias de ellas; las más recientes, por ejemplo, de distintas cepas del virus influenza (en 1918, 1957-1958, 1968, 2009). Si bien la gestión de una nueva pandemia implica desafíos hasta entonces desconocidos, existen experiencias previas o simultáneas de otros países que ayudan a tomar mejores decisiones. Además, en esta ocasión la ciencia mundial puso en marcha una suma de recursos y esfuerzos sin precedentes para buscar soluciones farmacéuticas al problema.
La infancia sacrificada
El mundo tomó nota con rapidez de que los niños no eran los principales afectados por el covid-19 y, salvo excepciones, nunca prohibió (ni siquiera en cuarentena estricta) que pudieran salir a la calle para recrearse. Otro dato científico que desde abril estaba claro en las guías de recomendaciones de todo el mundo fue el que se sumó para fomentar estos paseos: el nivel de contagio del virus caía significativamente en espacios al aire libre. En Argentina, sin embargo, esas recomendaciones no parecían llegar ni al gobierno, ni a sus principales asesores, ni a una porción del periodismo, ni a gran parte de la población, a pesar de vivir en la era de internet y el acceso libre a la información.
Las decisiones poco coherentes que se fueron tomando en torno a la gestión de la pandemia en Argentina me llevaron por un camino inesperado. A mi profesión de historiadora y mi rol de madre (y docente de mi hija en cuarentena), se sumó un activismo que nunca hubiera imaginado. Las salidas recreativas de los niños estaban prohibidas a partir del decreto presidencial que dictaminó el aislamiento social preventivo y obligatorio el 20 de marzo de 2020. Si bien en un inicio reinaba la incertidumbre, con el correr de los días se podía acceder a las recomendaciones sobre niños y sobre salidas recreativas al aire libre de todo el mundo. Suiza ya había autorizado incluso los abrazos entre abuelos y sus nietos menores de 10 años. Pero aquí pasaban las semanas y nada cambiaba. El periodismo científico replicaba la voz del gobierno.
Para mediados de abril, empecé a reclamar por el encierro injustificado de los niños por las redes sociales. En la vida real, concreté este reclamo con salidas “clandestinas” con mi hija a la plaza y al parque en las que muchas veces terminaba discutiendo con la policía, que hacía su trabajo, pero que a la vez se empoderaba con un relato del miedo y un decreto que violaba libertades fundamentales. Si bien mi experiencia no pasó de cruces de palabras, algunas “violaciones” de la cuarentena terminaron en apremios ilegales y muerte, como el caso de Luis Espinoza, un trabajador rural detenido por violar la cuarentena por la policía de Tucumán. Espinoza estuvo desaparecido, y luego se comprobó que fue asesinado por la misma policía en Simoca y que su cuerpo fue trasladado a Catamarca. Su caso no fue el único en el que en nombre de la pandemia se violaron gravemente derechos humanos.1
En cuanto a los niños, la experiencia y las recomendaciones de muchos otros países revelaban que no tenía ningún sentido ese encierro, que perjudicaba su salud mental y física y que además vulneraba sus derechos. En esta desobediencia civil de sacar a mi hija a jugar, no estaba sola en las calles (ni en las redes sociales), pero éramos muy pocos los que entonces nos animábamos a alzar la voz. Éramos fuertemente cuestionados por expresar nuestra opinión. La cantidad de casos de covid-19 era, además, bastante baja en ese momento. En la red social Twitter, nos acusaban de querer asesinar a nuestros hijos, a nuestros vecinos, a la gente mayor que podíamos cruzarnos; nos tildaban de ignorantes por no seguir “a los que sabían”, es decir, a los infectólogos que entonces asesoraban al gobierno. Como si no existiera internet, como si las recomendaciones de organismos oficiales de todo el mundo no estuvieran a nuestro alcance. Como si el mundo estuviera equivocado y Argentina estuviera en lo cierto respecto de que al aire libre se ponía en un gran riesgo a la sociedad. La información estaba disponible. Solo como un ejemplo, la científica Muge Cevik en sus redes sociales ya había citado unos quince artículos científicos publicados entre marzo y mayo que hablaban del tema.2
El 23 de abril, el gobierno de España pedía perdón a los niños por haberlos mantenido bajo estricto confinamiento durante un mes, encierro que no tuvo lugar en otros países europeos.3 La polémica allí fue enorme. Los medios del viejo continente lo reflejaban con incredulidad. A mediados de mayo, Pedro Cahn, el infectólogo líder del equipo asesor del presidente Alberto Fernández, declaró en una charla con niños a través de Instagram que los pequeños eran “las poblaciones con menor riesgo y gravedad de la infección por el coronavirus. Son los que menos pueden padecer una forma severa de la enfermedad y necesitar una internación”. Sin embargo, en la misma conversación defendió que permanecieran confinados: “Siéntanse orgullosos de que quedándose en casa están haciendo mucho. Piensen que son jugadores de fútbol y quedándose en su casa están ayudando a meterle goles al coronavirus”.4 Los niños y adolescentes de Argentina llevaban casi dos meses de encierro injustificado según la evidencia relacionada con su propio riesgo frente al covid-19 al aire libre, en detrimento de su propia salud física y mental.
Recién a mediados de mayo, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (caba) se autorizaron salidas recreativas de los niños, por pocas horas y solo un día del fin de semana. En el conurbano, en cambio, los niños solo podían acompañar a los adultos a hacer compras, una actividad no recreativa y en espacios cerrados, mucho más propicios para el contagio. Todavía algunos comercios tenían recelos de recibir a los pequeños, y los padres que no tenían manera de hacer las compras sin llevar a sus hijos recibían miradas despectivas, cuando no recriminaciones.
De todas maneras, los niños ni siquiera eran protagonistas del debate, y el aire libre era demonizado principalmente contra la demanda de quienes querían ejercer su legítimo derecho a hacer ejercicio físico.5 Mientras se demonizaban las prácticas de bajo riesgo y se ignoraban los derechos de los niños y adolescentes a tener salidas recreativas, las medidas de testeo, rastreo y aislamiento recomendadas en todo el mundo como una forma efectiva de controlar mejor el virus no eran llevadas adelante en el nivel requerido para nuestro país. La sociedad civil era la que hacía presión para que se visibilizaran estos temas. Un joven economista, Iván Stambulsky, dedicaba su tiempo libre, en redes y en los medios, a reclamar por el aumento en el nivel de testeos.6 El biólogo Alejandro Alice también hacía hincapié en el tema en redes sociales. No eran los