Название | No esenciales |
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Автор произведения | María Victoria Baratta |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789875997202 |
3 “Mi respeto y admiración por los docentes que hoy fueron empujados a esta odisea llena de monstruos que ponen en riesgo su vida” fue un comentario viral en Twitter: su autora protestaba contra el regreso de las clases presenciales.
Introducción
Mi nombre es María Victoria Baratta. Soy historiadora, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet) y docente. Tengo una hija de 4 años, que se llama Amelia. Vivo con ella y con mi marido, Federico, en Acassuso, un arbolado barrio del partido de San Isidro, donde nací. Antes de que empezara la pandemia del covid-19, dedicaba mis días a investigar sobre el siglo xix rioplatense, dar clases en la universidad y difundir la publicación de mi primer libro, basado en el tema de mi tesis doctoral: la guerra del Paraguay o guerra de la Triple Alianza, un conflicto armado que enfrentó a Argentina, Brasil y Uruguay con Paraguay entre 1865 y 1870 y terminó con una derrota muy fuerte para este último. Al menos la mitad de la población de ese país falleció durante la contienda, y la economía quedó diezmada. Niños, fundamentalmente paraguayos, fueron también grandes víctimas de esa guerra: o por quedar huérfanos, o por ser vendidos como sirvientes, o por morir de hambre, o por perder la vida en batalla. Mi tatarabuela fue una de esas niñas vendidas como sirvientas a familias de la elite porteña. Llegó a Buenos Aires con 7 años, sola, huérfana y sin saber leer ni escribir en español. Su suerte fue cambiando, y pudo formar su propia familia, dejar de ser sirvienta y mudarse a una pintoresca casa con dos habitaciones enormes conectadas por un pasillo, pisos de pinotea, una galería que la circundaba y un patio lleno de árboles de distintos frutos. La casa quedaba, queda, en San Fernando, al norte del conurbano, y yo la conocí como la casa de mis abuelos, la casa en donde nació y se crio mi papá.
Por fortuna, hoy sería impensable una guerra de esa magnitud entre los países que conformaron el mercosur en los años noventa. Las disputas territoriales ya han sido saldadas. Durante el siglo xx, y a fuerza de otras dos enormes guerras, se establecieron convenciones mundiales sobre derechos humanos. Con respecto a los niños, en las últimas décadas del siglo xix su rol en primera línea de batalla ya era cuestionable. Hoy sería directamente inaceptable. Partimos desde otro piso de derechos para niños y adolescentes. Vivimos en otra realidad histórica, de avances en la ciencia, de cambios en las formas de hacer las guerras, bajo gobiernos imperfectos, pero mucho más democráticos. Los historiadores, a diferencia de otras ciencias sociales, nos focalizamos más en las diferencias que en las similitudes. En definitiva, pensar que todo es lo mismo, que lo que pasó hace 150 años es análogo a lo que sucede en el presente, sería negar el curso, la existencia de la propia historia, el camino de avances (y a veces retrocesos) que nos trajo hasta aquí. Los acontecimientos no son inocuos. Van transformando las sociedades, aunque sin un fin predeterminado y sin que esa acumulación de experiencia necesariamente redunde siempre en mejorías y etapas superadas. La historia nunca se repite de la misma manera. Si lo hiciera, no habría historia y podríamos predecir lo que sucederá.
Un activismo inesperado
Una pandemia es un acontecimiento histórico en el sentido pleno del concepto. El tiempo parece suspenderse, y a su vez cambia el ritmo interno. Algunas cosas ya no volverán a ser iguales. La ciencia puede estimar que cada tanto tiempo quizá tenga lugar una pandemia, pero es imposible predecir el momento exacto y la magnitud. La pandemia del covid-19 es un ejemplo perfecto para entender cómo la contingencia es la que finalmente dicta el ritmo de la historia. La práctica de comer ciertos animales y en condiciones no propicias puede ser común, y el riesgo está latente. Que en un momento ese riesgo se convierta en realidad y, sobre todo, que esa realidad tome la magnitud de lo que estamos viviendo es obra de esa contingencia, de una sucesión de hechos que no pueden preverse ni modificarse, de mala suerte y también de malas decisiones. Un murciélago mal cocido provoca un tendal de enfermos y muertos, cambios de hábitos notorios y el derrumbe de la economía mundial. Se trata de un virus que pasa del animal a los humanos, que además tiene un alto grado de contagio, que se propaga con rapidez en una zona donde el gobierno demora en entregar la información; los organismos de salud y diferentes países se ven sorprendidos o reaccionan tarde; el virus es especialmente letal con un grupo de la población, demanda sobre todo camas de terapia intensiva, tubos de oxígeno y personal muy capacitado y pone en riesgo de colapso los sistemas de salud. Estamos ante prácticas de base riesgosas, bastante mala suerte y malas decisiones.
La pandemia nos modificó la vida a todos, en general para mal. La gestión de la pandemia en Argentina empezó a hacernos ruido a algunas personas semanas después del anuncio del aislamiento preventivo y obligatorio decretado el 20 de marzo. Algunos ya habían marcado un mal manejo de quienes arribaban al aeropuerto internacional. Otros comenzaron a notar que la política más exitosa de control de transmisión del virus, el testeo, rastreo y aislamiento, se estaba haciendo de forma deficiente en el país. Otros, que se estaban violando derechos fundamentales en nombre de la pandemia y sin sustento científico. El nivel de afectación que la cuarentena tenía en nuestros derechos, nuestra esfera privada, nuestras vidas íntimas y nuestra propia salud empezaba a inquietarnos. Fui una de las que inició el cuestionamiento de esa gestión.
Además de estudiar profesionalmente una guerra que ocurrió hace 150 años, comencé a dedicar mi poco tiempo libre a estudiar una pandemia en curso. Entre una pandemia y una guerra, hay similitudes que me ayudaron a comprender lo que vivía: lo excepcional, la sensación de que se paraliza el mundo, los cambios económicos, el enemigo que nos acecha. Pero hay cosas muy diferentes, como bien me ayudó a pensar uno de mis maestros en cuestiones de historia y guerra, Alejandro Rabinovich. En efecto, una pandemia no es una guerra. La guerra es violencia, y la pandemia apela a la solidaridad. El virus no es un enemigo que podremos derrotar de manera definitiva, sino que se quedará entre nosotros. Solo debemos lograr que nos permita retomar nuestras vidas, con una inmunidad masiva. Y, por último, la guerra moviliza mientras que la pandemia parece desmovilizar.
Vuelvo a hablar por mí. El confinamiento desmoviliza a la sociedad, pero en Argentina, además, parecía anestesiarla. Pocos éramos los que en aquellas primeras semanas nos animábamos a dudar de las decisiones oficiales, a buscar información científica de otros lugares del mundo, a alzar la voz por la violación de derechos. Empezó a molestarme personalmente la situación de los niños confinados. Mi hija asistía al jardín de infantes. Por fortuna, yo no perdí mi trabajo, como le sucedió a miles de personas, pero mi hija perdió el ir a su jardín, como millones de chicos a sus jardines y escuelas. Ella tuvo el “privilegio” de conectarse con sus maestras y compañeros media hora todos los días a través de una pantalla, pero algo quedó trunco.
Su adaptación quedó interrumpida; su cuaderno, colgado en el perchero de la puerta de entrada. El consorcio del edificio en el que vivimos decidió cerrar la terraza, y ella también perdió ese espacio para correr. Tuve la sensación de que la suspensión de clases presenciales no duraría solo unas semanas, pero supuse que luego de las vacaciones de invierno se retomarían. Comencé a dar mis clases para la universidad de manera virtual, pero ya fue quedando poco tiempo para la investigación. Mi hija estaba en casa y necesitaba jugar.
A principios de abril, las escuelas de más de 190 países habían cerrado, pero una situación poco común se daba en Argentina: los niños no podían tener salidas recreativas, debían estar encerrados o, a lo sumo, salir a acompañar a su papá o mamá a hacer las compras. Y entonces de golpe me convertí, primero en silencio y después usando las redes sociales, en una desobediente civil que puso la salud y los derechos de su hija como prioridad, al saber que no ponía en riesgo la salud de nadie más al hacerlo. Mi cuenta de Twitter, en general dedicada a hablar de historia, coyuntura y trivialidades, se convirtió, sin darme cuenta, en el medio para llevar otro tipo de mensaje. Los niños no eran grupo de riesgo ni supercontagiadores, y no había lugar más seguro para evitar la transmisión del virus que el aire libre. Esa información científica ya estaba disponible en el mundo.