Название | ApareSER |
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Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Ahora bien, el que esta cuádruple singularidad sea circunstancial (o sea, que haya que determinarla en cada caso y no valga para ello regla general alguna), quizá daría pie para pensar que prácticamente es ilimitado el juego de lo figurativo y lo imaginativo de manera que cualquier figura podría echar a andar un proceso de recomposición afectiva y/o existencial si se le sitúa en el plano idóneo para ello, como ocurre en particular con las geométricas en el caso del arte abstracto o de las empíricas (publicitarias) en el del pop. Mas, como ya hemos señalado, el valor vivencial de la configuración obliga a que el núcleo alrededor del cual gira sea capaz de sostenerse por sí mismo con independencia de cualesquiera características físicas o psicológicas. De hecho, los grabados de Escher han mostrado que una figura tan inexpresiva como la de un pez que nada de perfil andará literalmente por las nubes solo si se integra en un ciclo total que también comprende a un ser por completo distinto a él como el ave. En cuanto a los sauces de Blackwood, su presencia sería igualmente anodina si no fuese porque se reitera ad infinitum en medio de un paraje cuya grandeza corre al parejo con la desolación que produce en los viajeros, al punto de que se hace concebible la aparición de poderes contrarios a lo humano como el que anida en Moby Dick. ¿Sucedería lo mismo si esa grandeza se captara, digamos, en medio de un grupo de turistas de esos que pagan las vacaciones en abonos? Lo dudo, pues en ese caso entre la naturaleza y lo humano se interpondría lo masivo que obligaría al autor, por más ingenioso que fuese, a trabajar la historia no en términos de terror metafísico sino de romances de verano entre un viudo y una mujer que no ha conocido el amor o algo por el estilo. De nuevo, la condición fenoménica no es reducible a las elaboraciones mentales en las que la falta de un trabajo sobre el material hace pensar que es factible imaginarse todo o darle el sentido que le huelgue a uno. Mas ni ahí es cierto eso, pues si hay algo innegable en la experiencia imaginativa común (que jamás llegará a ser obra de arte) es lo deshilvanado de la respectiva configuración, que casi de manera indefectible se queda en la ocurrencia en la acepción más elemental del término. La figura, el sentido y el mundo en el que se reconocen tienen entonces que tomarse en la unidad vivencial de la imagen y sin que sea dable disociarlos o establecer alguna relación causal entre ellos. Desde este ángulo, no sirve ni siquiera la declaración explícita del artista acerca de la gestación de la imagen en su cabeza, pues habrá casos en que haya comenzado por alguno de los tres elementos o por los tres a la vez sin que ello obste para que en cualquier fase del proceso se cambien las reglas del juego o para que otro (sea creador o no) aquilate si es suficiente el material que se le proporciona para ello o si, de plano, el autor se ha quedado a medio camino y el sentido se difumina antes de que la figura se perfile o de que el mundo se cohesione como debería hacerlo para dar una fuerte impresión. Por volver de nuevo al venero que tanto nos ha dado de qué hablar, en el género de terror o de misterio en apariencia basta con trasponer la naturalísima inseguridad que nos acomete cuando nos hallamos en un ambiente que o no conocemos o que no podemos determinar en un momento dado aunque lo conozcamos como la palma de nuestra mano; por ejemplo, en la propia casa donde moramos, en cada uno de cuyos rincones sabemos qué hay, puede intuirse algún tipo de presencia ciertamente inquietante si por las razones que sean se conjuntan dos o tres circunstancias tan comunes como que no haya la suficiente luz y crea uno escuchar que alguien anda en la habitación de junto. Y aunque de acuerdo al temperamento la impresión se disipará al instante o quizá se acrecentará, al menos se suscitará pues tiene que ver directamente con la constitución atávica de la imaginación que percibe formas de dinamismo ajenas a lo objetivo (¡preguntémoselo a Acab!). Mas esa facilidad con la que se supone que se suscita el terror es más ilusoria que real, justamente porque se realiza en un plano psicológico que es del todo ajeno al sentido estético de la configuración, como nos lo harán ver dos ejemplos, uno de ellos a mi juicio extraordinario y el otro un tanto cuestionable aunque ambos sean muy famosos.
El primero nos lo ofrece Sheridan Le Fanu en su espléndida historia Té verde.46 El narrador, un “filósofo médico” de origen germánico, cuenta en un informe que su secretario decide publicar tras su muerte que durante una estancia en Inglaterra conoce a un clérigo anglicano de edad madura y amante de las letras que sabe que él sostiene la tesis de la continuidad espiritual del universo allende la muerte o las diferentes formas de ser. El clérigo le pide una entrevista y le dice que desde hace tres años lo atosiga un simio de pequeño tamaño y de color negro que literalmente ha salido de la nada una noche en un ómnibus de camino a su casa y que al menos durante un buen tiempo no ha hecho más que observarlo de hito en hito sin dejarlo ni un segundo, esté donde esté, haciéndole sentir que encarna “una insondable malignidad”, la misma que se percibe aun en medio de la obscuridad. El horror de esta permanente presencia es que “hay en su manera de moverse un indefinible poder para disipar el pensamiento y para arrastrar la atención de uno hacia esa monotonía, hasta que las ideas se disuelven, por así decirlo”. Y es que con el paso del tiempo la táctica del engendro ha cambiado: en vez de meramente observar al clérigo, le habla “a través de su cabeza” y lo conmina a cometer crímenes abominables o a suicidarse mientras lo cubre de maldiciones. El filósofo promete analizar el caso y hallar un remedio mas antes de que lo haga le llega una nota de que el clérigo se ha cortado la yugular. Cuando llega a la casa y habla con el ayuda de cámara de la víctima, este le dice que la última vez que ha visto a su amo él estaba “hablando mucho consigo mismo, pero [que] eso no era nada raro”. En un epílogo, el narrador explica la tragedia por la inveterada costumbre de tomar té verde que tenía el clérigo, costumbre que según él en ocasiones puede hacer que se abra “un ojo interior” que permite captar fuerzas que de otro modo pasarían desapercibidas y cuya naturaleza es tal que desquicia por completo a quien entra en contacto con ellas pues exceden con mucho la capacidad humana de organizarlas o más bien de resistirlas.
Después de la glosa que hemos hecho de Moby Dick, quizá resulte extraño juzgar esta historia como un proceso de configuración prácticamente perfecto, pues si tiene sentido que una protervia capaz de desquiciar a un hombre encarne en un ser descomunal y en un medio proceloso como el de altamar (ajeno al orden sociocultural que impera en tierra), es absurdo que encarne en un ser insignificante al que con una patada se le ahuyenta mientras uno sigue en sus ocupaciones personales y en la práctica de la religión. La figura del simio como verdugo de alguien en principio sabio, según esto, debería considerarse un fracaso, pues no da pie para imaginarse lo que se nos cuenta; sin embargo, aquí es donde se aquilata la unidad vivencial de la imagen en la que hemos hecho tanto énfasis en los últimos párrafos: el núcleo estético de cualquier proceso de configuración no es una figura física sino la presencia o carácter problemático del ser singular que lo sitúa en la irreducible diversidad del existir en el que en cualquier momento puede tomarnos por asalto lo inimaginable. Un simio pequeño, ciertamente, no causará espanto alguno a menos que de súbito manifieste una fuerza que justamente es monstruosa porque excede por completo su pequeñez y porque en realidad no es más que la del pensamiento del propio protagonista (como él lo dice), que por alguna razón en verdad inescrutable se corporeiza en el animal. Desde este ángulo, al menos, la desproporción física entre el tamaño y el sentido de la figura resulta ser un motivo muy poderoso a favor del horror que el simio provoca, en el cual se deja sentir, por cierto, el hecho de que ese animal en particular es el que más se asemeja al hombre, como su nombre lo indica: “simio” viene de “símil”, de algo que se parece mas no es idéntico, lo que, de hecho, contribuye a hacer más insoportable la semejanza. Mas no para aquí