Название | ApareSER |
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Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Esto apunta a la necesidad de hacerse cargo de la condición dialéctica de la configuración, en la que confluyen, por un lado, la tremenda carga existencial que define el ser de cada uno de nosotros y, por el otro, la proyección imaginativa de ese mismo ser ya no en cuanto encarnación de un mundo cultural sino de una sensibilidad trascendental o transpersonal que sin cesar se redefine en un plano estético o reflexivo, al punto de que es dable recrearse con obras por completo disímiles como, v.gr., la tragedia antigua, el cantar de gesta o la novelística de Kafka sin dejar de entretenerse o, mejor dicho, de matar el tiempo con historias que por alguna razón (si es que no sinrazón) despiertan nuestro interés y con mucha mayor fuerza que las obras maestras. Lo cual resulta aberrante solo si lo vemos desde el lado de lo trascendental, es decir, en cuanto realización de la idealidad humana, pero no desde el lado de la sensibilidad individual, en el que a través de lo estético se deja sentir incluso con la máxima violencia la insuperable limitación psicológica de cada cual que responde no a ideales sino a condiciones vivenciales que a duras penas llegan a expresarse de modo verbal pues entran en acción antes de cualquier forma de comunicación consciente como impulsos para los que es casi imposible hallar una huella de la experiencia vital o de la personalidad de uno. O sea que la reflexión que libera el valor estético de la configuración respecto a la representación lo entronca de todas maneras con lo existencial y, más aún, en lo atávico o hasta en lo fatídico como formas de la consciencia en las que se perciben así sea de un modo perverso o violento la potencia formadora del espacio y el tiempo sobre la sensibilidad, que por su parte se equilibra con el antropomorfismo. Lo cual le da a la reflexión un sentido crítico que permite explicar por qué lo que a cualquiera le parecería una figura sin el menor sentido puede, sin embargo, poner de manifiesto el sentido más hondo de la existencia que alguien ha sido capaz de configurar de acuerdo con su época o (como casi siempre ocurre) en contra de ella.
Esto nos devuelve a la consideración estético-poética acerca de la configuración espaciotemporal de la identidad y la acción humanas, cuya comprensión será más expedita si analizamos primeramente cómo se da cuando lo único que importa es su función teórica o representativa que no podemos nunca dejar de lado por completo pues (como muestra el sentido original del término “estética” en el pensamiento kantiano) es el fundamento de cualquier posibilidad de entender cómo se percibe una cosa desde un punto de vista lógico o conceptual. Sin ir más lejos, es obvio que el espacio es ante todo extensión de un plano o de un conjunto de planos cuya delimitación corre a cargo de la geometría: así, un círculo o una esfera se delimitan de acuerdo con la fórmula o esquema compositivo que de la figura respectiva. Mutatis mutandis, el tiempo es la sucesión de una cierta unidad de medición de cualquier proceso de la realidad (digamos, hora, día o año), y muy en particular de esa clase de procesos a los que llamamos “acciones”, con los cuales regulamos y valoramos los alcances de cualquier ser en una determinada situación como el establecimiento de una familia o la creación de una obra plástica o literaria a partir de ello. Según esto, el espacio como extensión se determina o más bien se formula de modo general y lo mismo ocurre con el tiempo (pues ambos obedecen a medidas ajenas al contenido de los procesos que tienen lugar en ellos), lo que explica que cuando por lo que sea se dan a notar como tales nos resulten abrumadores: por ejemplo, solo de pensar en que tenemos que ir a un sitio que nos queda lejos y que tardaremos mucho en volver se nos quitan las ganas de hacerlo, por lo que es mejor no pensar en ello y concentrarnos en lo que queremos hacer al ir ahí, como aconseja la sabiduría popular que tiende a subsumir el encuadre estético en el sentido existencial respectivo (un viaje lejano permitirá compenetrarse con la diversidad del mundo, máxime si dura lo suficiente como para tener que adaptarse a ella y no nada más verla de refilón como sucede en esa abominación multitudinaria que se llama turismo).33 Y esto corrobora, por un lado, que el espacio y el tiempo se vuelven insoportables solamente cuando los abstraemos del flujo vivencial en el que se asienta cualquier forma de configuración, lo cual, con todo, es condición sine qua non de la determinación teórica de la realidad mas no de la redefinición de su identidad en relación con la de la sensibilidad de alguien o de una época, que es lo que, en cambio, sale a la luz cuando de lo teórico pasamos a lo estético y comprendemos la configuración en un sentido existencial y no como la aplicación de una fórmula a una dimensión general o infinitamente modulable en la que los puntos o las unidades de medición se concatenan de modo objetivo, sí, mas carente de sentido personal para quien la realiza.
Tenemos, pues, que mientras el conocimiento teórico abstrae lo espaciotemporal para garantizar la objetividad de sus resultados, la configuración estética surge de algunas de sus modalidades que (aunque no demuestren nada) muestran que hay una innegable expresividad en la realidad que desborda la mera fantasía de cada cual (como nos han hecho ver cada uno a su manera el dinamismo perceptivo del revoque o las creaciones de Escher y Blackwood). En otras palabras, si bien hay una interpretación psicológica de la configuración según la cual cualquiera proyecta sus fantasías o, mejor dicho, quimeras para compensar la falta de algo o la imposibilidad de satisfacer un deseo, hay también una contundencia estética tal cuando el proceso se echa a andar como forma del devenir que lejos de dudar de él nos ponemos a reflexionar en sus posibilidades expresivas, lo que en este caso involucra no el discernimiento de los conceptos sino de las afinidades sensibles entre, digamos, el ciclo de la migración anual de algunos animales y el de las cosechas en una comarca cuya prosperidad depende del equilibrio de ambos factores, por lo que debe configurarse de modo simultáneo. En sí, como esas posibilidades se dan como marco de un proceso existencial con sentido propio (la compenetración de lo natural y lo humano o de lo climatológico y lo geográfico en cuanto fundamento de la vida social) es dable fijarlas sin tanta dificultad desde una perspectiva filosófica aunque a la hora de aplicarlas en la configuración singular varíen de modo significativo. Esto quiere decir que si bien ontológicamente lo espaciotemporal es ante todo una determinación absoluta del ser concreto que se vive como corporalidad y finitud, en un sentido estético es una condición maleable que responde a la situación en la que aquel se define, por lo que tiene que tomar en cuenta posibilidades en principio inimaginables o generarlas al margen tanto de las determinaciones existenciales como, sobre todo, de las empíricas que se rigen por una causalidad abstracta respecto al flujo emotivo que ahí se suscita. O sea que si el espacio y el tiempo tienen que coordinarse de alguna manera, es porque en esencia apuntan al desarrollo figurativo y no a la verosimilitud de las circunstancias (que serían, en cambio, decisivas en el plano fáctico). Y para muestra basta un botón: se conoce de sobra que en el teatro los acontecimientos se suceden con un ritmo que no tiene nada que ver ni con el significado de los conceptos ontológicos correspondientes ni mucho menos con lo que ocurriría en la vida real, por lo que en muchos casos de una escena a otra hay terribles cambios de fortuna que por su complejidad situacional exigirían mucho tiempo para realizarse pero que se resuelven en un santiamén porque permiten realizar algún valor que propone la obra o unificar caracterológicamente a los diversos personajes. Por ejemplo, al final de Británico, cuando apenas ha habido tiempo para que Junia corra a ver el cadáver del príncipe epónimo que acaba de morir envenenado al otro lado del palacio imperial, uno se entera junto con Agripina y Burro (a quienes Nerón ha dejado entrever su culpabilidad mientras busca a Junia para hacerla suya) que la joven ha huido hacia el templo de las vestales para escapar al déspota, no sin antes tener tiempo de implorar la ayuda de Augusto con una emotiva endecha en medio del Foro y de salvarse de Narciso, un liberto que para rematar ha muerto víctima de la cólera del pueblo cuando intentaba arrastrar a Junia de vuelta al palacio en el que Nerón vaga lleno de furor por haber perdido a la joven