en cuanto tal el menor valor expresivo aunque puede adquirirlo si deja de ser la ilustración de una regla o proceso demostrativo, que es lo que ocurre en el arte abstracto. Esto en cuanto a la primera diferencia. Respecto al retórico, si lo consideramos desde una perspectiva puramente discursiva como se ha hecho a lo largo de la tradición y hasta el siglo pasado, se define, a su vez, por cuatro rasgos: 1) implica una cierta desviación del uso común de una lengua; 2) busca exornar la expresión; 3) es intencional, y 4) persigue un efecto determinado en el escucha.
42 A reserva de las cuestiones propias del campo de estudio correspondiente (como las diferencias que hay entre figura, tropo y metaplasmo, que a nosotros no nos interesan aquí), quiero hacer hincapié en la condición vivencial de la figura que se constituye en el lenguaje: uno busca generar un efecto retórico en los demás porque hay algo en juego entre nosotros, de modo que por encima de la intención personal hay una intencionalidad fenomenológica que nos guía por encima del sentido que seamos capaces de expresar: por volver a nuestro caballito de batalla, la complejísima retórica de la que echa mano Melville en
Moby Dick y en la que resuenan la Biblia, la tragedia antigua y Shakespeare fundamentalmente, solo se entiende a la luz de un encuadre estético y existencial que desborda con creces la temporalidad natural de un libro de aventuras (condición que, por desgracia, corroboró el autor muy tarde ante el desdén de sus contemporáneos por un libro que históricamente lo excedía). La intencionalidad explícita en la configuración estética, a saber, la de hacer encarnar un sentido para que se le identifique en el entramado emocional del mundo humano, se hermana en el campo de la retórica con la intención de quien da a su expresión un tinte
sui generis para convencer a los demás de tal o cual cosa, de modo que la figura vuelve a quedar (al menos en apariencia) por encima del fin social o natural del lenguaje que es hasta donde se me alcanza llamar a las cosas por su nombre y facilitar las relaciones interpersonales. Y si del campo del lenguaje pasamos a lo plástico y visual, el sentido retórico de la figura hace patente de nuevo su afinidad con lo estético, pues aquí no solo da paso a la persuasión de alguien sino a su integración en un mundo de posibilidades que se proyecta de modo exponencial en cada ámbito de la experiencia cultural, sea el del trabajo, la familia, el entretenimiento, etc., que a lo largo del último siglo se han estructurado ante todo a través de los medios de comunicación visuales. De suerte que lo más lógico sería fundir lo retórico con lo estético si no fuese porque la persuasión del espectador o escucha solo se consigue mediante ciertas figuras que a la hora de la verdad corresponden a los criterios del consumo, de un ideario político o de un credo religioso cuando no de la mera conveniencia de alguien que se beneficiará gracias a la fuerza persuasiva de la configuración. Esta condición explica por qué, a despecho de la extraordinaria inventiva de, digamos, la publicidad, no hay modo de confundir un texto que promocione una vacaciones en un ballenero durante las cuales uno compartirá los riesgos del oficio y que para ello apele a las emociones que viven Acab y sus hombres (exceso publicitario mas de seguro ya más que probado por la mercadotecnia) con el encuadre fenomenológico de estas últimas con el que sale a la luz la trágica desproporción de lo animal y lo humano. En una palabra, lo retórico se halla a leguas de lo estético aunque parezcan hermanarse a través de lo figurativo. Lo que sin más rodeo nos lleva a la perspectiva final acerca de la figura, la empírica (que identifico aquí con la humana), en la que, de nuevo, cualquier regulación intelectual se queda corta ante la avasalladora fuerza desiderativa que despierta la presencia de alguien que más que “hacer girar al sol y a las otras estrellas” nos hace descubrir (así tengamos un pie en la huesa) que la plenitud del placer justifica haber venido al mundo aunque nosotros ya no podamos alcanzarla. Con todo, esta condición empírica de la figura, si bien la asimila a la estética, se opone a esta última porque plantea un dinamismo libidinal que no requiere mayor esfuerzo imaginativo que el indispensable para responder al ímpetu corporal (el deseo no solo mueve, excita e incita a realizarlo con mayor o menor urgencia); de suerte que se centra solo en los núcleos orgánicos libidinales y presta poca o de plano ninguna atención al resto del ser, por lo que mantiene nuestra subjetividad en el plano de la pasión y de su eventual satisfacción mas no proyecta realmente la unidad existencial de una forma de ser y la multiplicidad sensible que el mundo ofrece para ella. De ahí que la “intencionalidad” de lo figurativo en un plano empírico sea más bien la satisfacción de un impulso vital que en el mejor de los casos no requiere ninguna reformulación del pensamiento pues gozamos a la medida de nuestros deseos y en el peor solo produce frustración sin haber abierto una vía de comunicación con la dialéctica vivencial de la existencia, como por principio la abre la figura estética o, mejor dicho, el sentido estético de la figura. Por ejemplo, en el pasaje en el que Acab mira a su mujer y a su hijo en los ojos de Starbuck hay una reformulación tan extraordinaria de las condiciones naturales de la presencia humana (sobre todo considerando el temple de los dos personajes y la inminencia del ataque de Moby Dick) que resultaría verdaderamente grotesca cualquier consideración psicológica o de cualquier otra índole que se asentare en lo “natural” o “lógico” para hombres de esta clase. El carácter empírico de la figura, pues, solo comparte con lo estético la proyección a un mundo de sentido, mas lo reduce a una satisfacción o inmediata o afectiva para cada cual que en lugar de implicar una nueva forma de integrar el ser del hombre y el mundo confirman la condición orgánica del deseo y el orden social en el que buscamos expresarlo sin mayor pretensión.
Estas observaciones nos llevan a ahondar en la dialéctica de la configuración y la existencia de la que surge lo estético: ¿hay o no hay una diferencia substancial entre las distintas clases de figura que acabamos de analizar? La respuesta a esta pregunta es un contundente sí pero no, pues con excepción de la geométrica las otras tres comparten el espacio existencial, que se reorienta de maneras a la par incidentales e inequívocas, lo que parecería absurdo si no fuese porque en el desarrollo de la vivencia aparecen así y no de manera casual: el perpetuo asedio de lo real (que líneas atrás hemos llamado “el ser salvaje”) explica esta condición ciertamente paradójica mas estructural de lo sensible. Por ejemplo, la visión de un cetáceo que quién sabe cómo encarna una protervia que en principio solo el hombre conoce, en vez de simplemente seguir sus instintos como lo haría cualquier otro animal, provoca sin ir más lejos un estado de ánimo que dista mucho de aquel desinterés que según Kant suscitan las formas naturales que nos llevan a que imaginemos solo por el placer de hacerlo y sin que le prestemos a ese juego ningún valor excepto el de disponernos a unificar la experiencia con la imagen de una naturaleza a la medida de nuestra subjetividad, cosa que es indispensable no para validar el conocimiento aunque sí para darle un sentido existencial: “las leyes empíricas particulares tienen que considerarse […] de acuerdo a una unidad […] a fin de hacer posible un sistema de la experiencia según leyes naturales particulares”.43 La vida, pues, no se reduce a un conjunto de ecosistemas que se eslabonen por la cadena alimenticia, su mismo ímpetu sugiere la existencia de un sentido total que aunque sea científicamente indemostrable nos da un motivo para identificarnos con ella: “este concepto trascendental de una conformidad a fin de la naturaleza […] representa el único modo en que debemos proceder en la reflexión sobre los objetos de la naturaleza con vistas a una experiencia cabalmente interconectada”.44 Esto no obstante, hay que decir que la figura de un ser vivo en su singularidad (que aquí opondremos a la forma orgánica genérica) insinúa en este y en otros muchos casos una intencionalidad auténticamente contra natura o aberrante que lejos de asimilarnos a la “gran cadena del ser” nos hace buscar por todos los medios a la mano cómo romperla así nos vaya en ello el ser.45 Mas esto no es posible por la simple y sencilla razón de que la fuerza que se intuye en un animal que por su descomunal tamaño o por cualquiera otra de sus características nada tiene que ver con nosotros fuera de ser por casualidad un mamífero también nos aherroja a través de la obsesión o de la necesidad que se impone de vivir en la soledad aun cuando uno tenga una familia y un mundo social muy animado alrededor. Lo cual no es más que el reflejo de las condiciones en las que al margen de lo estrictamente natural vive el animal que nos desquicia o nos atemoriza y que parece mostrarnos que si él no tiene escape, mucho menos nosotros que al instinto agregamos la consciencia de nuestra finitud. Claro, si volteamos la tortilla tenemos la esquematización de los ciclos naturales con los humanos dentro de una visión orgánica de la existencial o, incluso, el simple juego de las figuras con cuya descripción hemos comenzado, en las que lo humano lleva la voz cantante igual que en el plano de lo desiderativo