Название | ApareSER |
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Автор произведения | Víctor Gerardo Rivas López |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876919302 |
Hay, en consecuencia, un sentido profundamente perturbador en esta tensión que se entabla entre la figura y el sentido o, en otras palabras, entre el contorno y el entorno o entre la identidad y el devenir, y es que si bien hay incorporación aunque no haya movimiento (así como en cualquier rasgo hay un atisbo de lo humano), eso no significa que el proceso en su totalidad reafirme la preeminencia de la forma humana en la realidad. Ya hemos visto que hay híbridos que adoptan algún rasgo antropomórfico únicamente para hacer patente su condición grotesca o ridícula o que, por otro lado, la individualidad humana se encuentra rodeada por todas partes de los seres más extraños y que para trazar un espacio propio (si acaso tiene la capacidad de hacerlo) tiene que adaptarse al perfil que le ofrece el resto de los elementos que configuran la realidad, aunque ello implique el riesgo de perder su límite supuestamente natural. Y es que la acción que una figura lleva a cabo en cierto momento (aunque solo sea estar inmóvil ahí) antes que nada exige un espacio existencial para ello, que es justamente a lo que se refiere el sentido simbólico del término “lugar” como determinación de cualesquiera relaciones de la individualidad con el entorno. El lugar que la figura traza es así su identidad misma que puede o hasta debe modificarse para que el vínculo con el todo se mantenga pero que no puede jamás borrarse por completo pues entonces el proceso no tiene dónde realizarse y se reduce a una fantasmagoría, cosa que he negado desde el principio al insistir en que la configuración se echa a andar espontáneamente y como por arte de magia. Mas eso es solo la mitad de la cuestión, ya que la figura debe también integrar un espacio común en el que ningún elemento se mueve si no es por el dinamismo de la percepción que lo hace surgir del fondo y lo hace retornar a él. Y si ese espacio no tiene por qué ser permanente o absoluto (mal podría serlo ya que el contorno que lo identifica es infinitamente fluido), al menos tiene que trazarse por un momento para evitar el riesgo de la proliferación caótica de figuras que acabarían por devastar lo humano por completo o lo proyectarían de tal suerte que no podría integrar el resto de la realidad (como cuando alguien o algo literalmente no tienen cabida en un lugar determinado).
Este carácter antropomórfico de la configuración constituye sin duda alguna su rasgo más enigmático ya que muestra que sin que haya reglas al respecto, hay límites para la organización temporoespacial de cualquier fenómeno, y esos límites se encuentran en el sentido que aquel pone de manifiesto para que quien percibe desarrolle su sensibilidad y lleve la configuración a algún plano del mundo de la vida. En otros términos, lo antropomórfico no tiene que ver tanto con la figura tal cual sino con la capacidad de integrar sensiblemente la estructura socioindividual de la existencia. Mas esto no será dable si la figura en cuestión es difusa, si tiene rasgos que se contraponen o si se limita a reproducir las determinaciones anatómicas del hombre sin tomar en cuenta que lo antropomórfico se refiere más a la concreción consciente de la realidad que a ciertos rasgos o cierto tipo de cuerpo (por lo que aun un garabato puede ser más expresivo que la fotografía de una persona de carne y hueso). Algo de esto lo hemos encontrado ya en el híbrido de Mosaico II que a pesar de sonreír es repugnante pues niega la cordialidad de su gesto con un atisbo de malignidad que no tiene cabida en la impenetrable continuidad temporoespacial que convierte a cada ser en un modo de la configuración total y de la correspondiente sensibilización. Y no es precisamente que la expresión del híbrido sea ominosa (más bien al revés), es que contrapone dos formas de ser sin en verdad fusionarlas: el rostro y el cuerpo en el que se injerta no tienen nada que ver uno con otro y la sonrisa se vuelve sarcástica o burlona, por decir lo menos (como lo hacen también ciertos muñecos que sonríen con amabilidad un segundo antes de animarse contra uno). De ahí que esta contraposición entre un detalle en apariencia grato y la imposibilidad de incorporarlo al proceso existencial llegue al paroxismo cuando la figura a la que corresponde se reproduce por doquiera y amenaza con invadir y devastar el lugar que cada cual define como propio aunque solo sea de manera provisional, como ocurre, v.gr., cuando uno se halla de paso en un sitio en el que no reside o en circunstancias que impiden que uno se mueva a sus anchas. En ese caso, la figura (aun cuando no tenga en sí ninguna característica desagradable y se vea inocua) se convierte en un elemento que silenciosamente nos amenaza y busca frustrar cualquier intento de nuestra parte por identificarnos con la realidad.
Esta doble posibilidad de desfiguración y deshumanización se presenta con tremendo dramatismo en Los sauces, la célebre historia de Algernon Blackwood que ya desde el título se refiere sin ambages a la figura con la que idealmente más nos identificamos con la naturaleza: la del árbol.23 En general, los árboles son seres que llaman la atención porque comparten con la figura humana un aspecto determinante: el tronco, que los distingue del mero arbusto como al hombre de cualquier primate, establece una extraordinaria semejanza entre los dos que se acusa más todavía por otra igualmente significativa: la de la copa con la cabellera que es en todas partes el mejor adorno de la cabeza, pues sirve para darle una expresión muy personal a todo el mundo aun antes de que veamos su rostro o su manera de moverse. Así, esta semejanza de la copa y la cabeza es particularmente llamativa en los sauces por el tipo de follaje del árbol, que cae hasta el suelo en ramas muy dúctiles y se agita al menor soplo como si fuese el largo cabello de una mujer suelto al viento según lo ha visto la propia mitología al proyectarlo como figura de mujeres que lloran la muerte de Hércules. Sin embargo, la semejanza figurativa del árbol y el hombre que tiene un tan alto valor simbólico se deforma en la historia de Blackwood porque los sauces de los que trata no son árboles en realidad sino arbustos muy parecidos a ellos pero que carecen de un tronco rígido, lo cual hace que su figura se vea de inmediato como algo claudicante o, más aún, monstruoso, a medio camino entre dos formas de ser que se mezclan sin identificarse (como sucede con el híbrido de Escher). La deformación o más bien deformidad que subrayamos se hace más ominosa porque, a falta de un tronco, los sauces de la narración se agitan sin cesar y dan en conjunto la sensación de que toda la llanura pantanosa en la que se encuentran “se mueve y está viva”. Esta vitalidad del paisaje resulta siniestra porque lleva a su extremo la condición más singular tanto de los árboles como de las plantas respecto a cualquier otro ser vivo (sobre todo, respecto al hombre): poner de manifiesto la esencia del espacio o (en este caso) de la tierra como dinamismo existencial que integra a cada organismo con su entorno desde un solo lugar sin que pueda sobrevivir en ningún otro. Árboles y plantas crecen en apariencia simplemente como si no fuese indispensable esforzarse para ello o como si la potencia vital del organismo fuese capaz de vencer la resistencia del terreno, lo cual es aún más desconcertante porque al unísono salta a la vista que se hallan atados a un lugar, es decir, que la fuerza que tienen no es realmente suya sino de la tierra que los nutre, sí, porque los somete a sus condiciones. La fuerza que sobre todo un gran árbol hace ver se despliega entonces a partir de una originaria sujeción a la tierra y al clima que la singulariza y que fija al organismo a un solo tipo de terreno. La vitalidad temporoespacial que se expresa como planta tiene así un sesgo absoluto y a la vez particular a la luz del cual el aparente reposo vegetal se revela más bien como el anonadamiento de lo orgánico ante el poderío de la tierra. Y esto contradice por completo el dinamismo existencial del hombre, el cual se realiza a través de la búsqueda de un sitio en el que asentarse para seguir siempre adelante aun a costa de los riesgos que ello implica y del poder hasta fatídico con el que la tierra busca que uno se detenga en un cierto lugar