Название | Un ángel y un nazi |
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Автор произведения | Elena Sicre |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417845834 |
A medida que pasaban los días, mi existencia se encontraba más vacía. El recuerdo de Benedetto me asaltaba día y noche; no podía evitar recordar lo salvajemente abantado que fue en vida y el modo en que dejó rotas nuestras existencias: la de aquella muchacha y la mía propia. Aún a sabiendas de lo cabronazo que había sido, la mala conciencia me devoraba. ¿Cómo era posible que el Diablo le hubiese engatusado tan fácilmente? ¿De verdad le había encandilado con una simple carta? Y yo, estúpido de mí… ¿Lo había perdido por segunda vez? ¿En serio? Más desesperado que incrédulo, llegué a sospechar que todo había sido un espejismo.
Tenía que pensar rápidamente en algo, pero estaba tan sumamente agotado —desde que volví del Otro Lado no había dormido un solo día—, que opté por buscar algún refugio donde abstraerme y meditar. Las salas de espera estaban abarrotadas de almas, cada una a cuestas con su tragedia; allí era imposible concentrarme. Por fin encontré una sala despejada: un gran ventanal permitía divisar las pistas de aterrizaje y la luz de la luna lo atravesaba. Ocupada únicamente por una chica y su novio ahorcado junto a ella, podría ser un buen lugar para relajarme. Tiraban cada uno de un extremo de una soga y discutían enérgicamente de por qué el suicidio era tan propio de cobardes.
—¿Y tú qué sabrás, desgraciada? —le increpaba él—. ¿Sabes el arrojo que hay que tener para atarse una cuerda al cuello y colgarse de una lámpara? Tú, mala mujer, nunca lo comprenderás, aunque ahora veas con horror lo que tuve que hacer por tu culpa. Ni en mil vidas que hubieses tenido me lo habrías perdonado, ¿verdad? —Ella callada, asentía, seguramente porque no encontraba las palabras precisas.
Con la confianza de que en algún momento se callarían, me senté en un banco frente a ellos y traté de intimidarles lanzándoles una mirada desafiante. Nada, continuaron con la bronca ignorándome por completo hasta que en un momento dado mi mente dejó de escucharlos. Comenzaron a rendirse mis párpados y cayeron del todo cubriendo mis ojos. Quedé absorto en mis pensamientos, roto de agotamiento y vencido por el sueño. La campana del reloj central anunció las doce.
—¡Gabriel! ¿Me oyes? Dime que sí, por favor.
—Te oigo —le contesté airado en el duermevela—, ¿qué quieres? ¿Dónde demonios estás? No puedo verte. —Me incorporé de un salto—. ¿Habéis oído eso? —le pregunté a la pareja de novios.
—No hemos oído nada —respondieron extrañados.
Alcé los ojos al techo anhelando que la mirada de Bene se cruzase con la mía con la ilusión de volver a verle. Giré atolondradamente alrededor de los bancos de la sala y miré en cada rincón mientras la extraña pareja no me quitaba ojo: «Ahora creerán que estoy loco…». Dando por hecho que la voz había sido fruto de mi imaginación, volví a recostarme en el banco.
La situación dio un vuelco al amanecer, cuando advertí que el sonido de algo repiqueteaba al otro lado del cristal desde las pistas de aterrizaje. Alguien hablaba en voz muy baja y pausada, pero no entendía nada de lo que decía. Salí, pero no vi a nadie. Desde la torre de control me hicieron señas para que abandonara la pista: agitaban una bandera roja en señal de peligro, que significaba que disponía de unos cinco minutos para salir o, en caso contrario, me detendrían; pero me resistía a marcharme. Deseaba ardientemente que se tratase del alma solitaria de Bene que hubiese venido a comunicarse conmigo.
Decepcionado, dispuesto ya a volver a la sala, y convencido de que eran alucinaciones mías, un espectro agarró mis manos. Como si una descarga eléctrica me hubiera atravesado, caí al suelo y una náusea me hizo correr a vomitar al baño. Cuál fue mi sorpresa cuando al pasar frente al espejo me percaté de que había retornado a mi cuerpo humano, pero con un aspecto muy desmejorado: los ojos inyectados en sangre, una inmensa arruga dibujaba un carril que dividía en dos mi rostro, a ambos lados se precipitaban fofos mis pómulos; el pelo oscuro era lo único que aparentemente no había sufrido tanto. La patética imagen del espejo se rompió de un golpazo, esparciéndose por el suelo en mil fragmentos. Silencio y al rato el zumbido de un abejorro se adentró en mis oídos.
—¡Qué dolor! ¡Para, por favor! —Me introduje un dedo dentro del oído izquierdo y al sacarlo observé que un líquido negro salía del orificio: no era sangre, sino una sustancia pringosa y de olor repugnante—. ¿Eres tú, Bene? ¿Estás endemoniado y has venido a torturarme? —Pero seguía sin contestar nadie. El sonido y el dolor cesaron, y alcé la voz para amenazar al que yo pensaba era el cabronazo de mi elegido—. ¡Tú, fantasma endiablado! ¡No conseguirás volverme loco! ¡Si me despiertas con el único propósito de acojonarme, acabaré contigo! ¿Te enteras?
Apoyé los codos en el lavabo, bajé la cabeza e inspiré profundamente. Conté hasta diez: uno, dos, tres… y respiré hondo. Sentí el peso de mis alas. ¡Milagro! Volvía a ser un ángel. Salí del baño enardecido, furioso: si hubiese tenido una pistola en la mano, habría disparado en todas direcciones al aseo.
Juré no volver a dormirme bajo ningún concepto; esta vez me encontraría despierto. No estaba dispuesto a ser un proscrito por siempre y vagabundear por el aeropuerto con el alma encogida y las alas plegadas; así que esa tarde a última hora hice acopio de un litro de café en el bar y me marché a la sala de las Almas Perdidas. Allí, escondido tras las cortinas para que nadie me molestase, fui tomando despacio, a sorbitos, mi tanque de torrefacto. A medida que las almas iban llegando se sentaban a conversar entre ellas: que si qué tal el día, cómo veían el ritmo de entradas y salidas del aeropuerto, si hoy había ocurrido algún retraso, y un sinfín de temas tan nimios que me estaban provocando un sueño terrible. Ya era bastante tarde y nada malo había sucedido. A pesar del café, estaba tranquilo, relajado y contento, feliz de haber conseguido mantenerme despierto. Sin embargo, serían cerca de las once y media cuando me quedé traspuesto.
Cuando en el reloj central dieron justo las doce de la noche, la Cenicienta maldita me arrebató del sueño gritando mi nombre:
—¡Gabrieeel! —Era increíble…—. Gabriel, ¿estás ahí? —Un viento levantó la cortina dejándome expuesto.
—¡Que sí, leche! Pero ¡no me toques!
Me incorporé dando voces, importándome tres puñetas despertar al resto de almas o al Cielo entero. Allí parado, esperé a que por fin pasara algo: la voz se diluyó de nuevo, sin dejar el menor rastro. Era indudablemente Bene, pero su espectro no se manifestaba. La verdad es que no entendía nada.
—¿A qué has venido si puede saberse? ¡La próxima vez te agarraré de tus cojones infernales y te traeré de vuelta! —aullé desesperado.
Si las cosas continuaban así, más pronto que tarde me vería despojado de mis alas, ¡como Lucifer! Decidí dejar de existir en modo sustantivo y pasar a la acción: consultaría con una de las almas errantes; probablemente ellas, que cruzaban incesantemente el río de la Muerte, le hubiesen visto por allí o podrían investigar por mí.
Alcancé el río después de varios días atravesando a pie las inmensas llanuras del Cielo. El viaje se me hizo eterno: no recordaba lo lejos que estaba ni las dificultades que suponía ser un ciudadano de a pie. Como ángel, siempre había disfrutado de mis alas; pero ahora, como proscrito, prefería no utilizarlas para no llamar la atención de los ángeles negros. Me senté en el suelo a contemplar la multitud increíble de espectros que pasaban frente a mí: no eran muchos los que se quedaban a descansar junto al río, sino que la mayoría tenían prisa en llegar hasta los tribunales en busca de una segunda oportunidad. Aunque yo sabía bien que gran parte de