Название | Un ángel y un nazi |
---|---|
Автор произведения | Elena Sicre |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417845834 |
—Sí, le entiendo. Verá, envenené poco a poco a mi padre para no levantar sospechas —respondió por peteneras—. Después, quise deshacerme del cadáver, así que dejé a los perros cuatro días sin comer. ¡Fue increíble! Cuando al fin se quedó tieso, lo troceé y se lo eché de comer a mis rottweiler, los cuales le devoraron en cinco minutos. No quedaron ni los huesos… No crea en su mala fama, son buenos perros, muy obedientes. —¿De qué modo podría ayudarme este enfermo mental? ¡Un puto parricida!
Cuatro o cinco días después, en una tarde lluviosa tuve claro que si seguía mucho más tiempo junto a las almas errantes acabaría igual de trastornado. Reflexioné acerca de mi pasado y comprendí que no era bueno forzar las cosas.
Regresé al aeropuerto. Caminé largas noches sin sosiego y recorrí el área de tránsito de arriba abajo en busca del alma perdida, aterrorizado por que la voz volviese y aún más que no lo hiciese y perder el espectro de Bene para siempre. Me sentía derrotado y las fuerzas comenzaban a fallarme hasta que un buen día me armé de valor y me acerqué a los juzgados. Posiblemente en el Consejo General pudiesen facilitarme alguna explicación a las extrañas voces. Para mi sorpresa, una jueza que dijo ser la más veterana de los juzgados se dignó a recibirme:
—Por favor, siéntese, Gabriel. Tengo poco tiempo, pero estoy dispuesta a hacer todo lo posible para ayudarle. ¿Y bien?
—Esto no es fácil para mí. Ruego un consejo: perdí a un elegido y no le encuentro por ningún lado. Estoy convencido que es su espíritu el que viene cada noche a visitarme, pero no sé con qué objeto… Solo dice mi nombre y se larga. Estoy abatido, no sé qué hacer. No soy capaz de atraparle ni de deshacerme de él, si es que no sé dónde está. ¿Usted lo entiende?
Entonces, abrió un libro enorme de pastas color ocre. A cada página que pasaba, un rayo de luz iluminaba su cara. Había algo en ella: quizá fuera el pelo rubio, sus movimientos suaves, las uñas largas o sus manos finas como de cirujano; no sabía bien dónde, pero creía haberla visto antes; su belleza era indiscutible. Se detuvo en una de las páginas y leyó en voz alta:
—Aquí se anuncia que un día recobrarás las fuerzas para ver en su interior. Entonces, Dios permitirá que se comunique contigo. Aún es pronto, pero está claro que él pone de su parte; de hecho, te habla cada noche, ¿cierto?
—Sí, por desgracia —contesté yo—. ¿Qué puedo hacer?
—Tendrás que demostrarle tu cariño, que le echas de menos, que todo fue un inexcusable error. Muéstrale arrepentimiento o no volverás a disfrutar de él.
—¿Disfrutar de él? ¿De quién me abandonó para seguir al Diablo y acude cada noche a atormentarme? ¿Cómo voy a demostrarle amor alguno?
—Imaginando lo que estará sufriendo y dejando a un lado tu rencor; piensa que Jesús también se sintió abandonado: «Señor, ¿por qué me has abandonado?» ¿Recuerdas sus palabras? Siguió adelante con la labor que Dios le había encomendado.
—Pero yo no soy Jesús: fui un simple publicitario, ahora un alma rescatadora en paro. ¡Un puñetero desgraciado! —Se incorporó y me besó las manos.
—Nada es imposible, ten fe.
De repente, salió de detrás de la mesa y se fue acercando a mí muy despacio, contoneándose descaradamente. «¡Dios, a mí me va a dar algo!». Su cuerpazo se escondía bajo una falda tubo color chocolate ajustada hasta las rodillas y una blusa blanca casi transparente que me quitaron el habla e hipnotizó de inmediato. Y mientras me quedaba mirándola como un pazguato, sus labios sensuales e increíblemente rojos dibujaron las palabras:
—Bésame, tonto.
Y yo creí morir una vez más. Temblé cual panna cotta y me quedé allí inmóvil, paralizado, atrapado en su esencia, en toda ella. Traté de evitarla, pero era muy difícil dejar de mirarla…; sabía bien que no debía hacerlo. Tampoco podía hablar, era lo último que tenía en mente. Se abalanzó sobre mí como una pantera: me cogió con fuerza de ambas manos y me tumbó sobre la mesa. Colocó sus piernas alrededor de mi cintura y se aferró a mi cuerpo, mirándome con sus ojos color plata y una concentración brutal. Mi espectro reaccionó de inmediato a su tacto. Muy a mi pesar, mi alma hasta entonces dormida se preparó para su encuentro. Alarmado, contuve el aliento, respiré hondo y entendí que si no actuaba rápido devoraría mi alma.
—¿Y ahora qué? —preguntó brabucona.
Estaba a su merced, indefenso, como un animal a punto de ser sacrificado. Acercó su cara y respiró agitadamente sobre mí; exhaló sobre mis labios un beso profundo y me habló con voz dulce y suave:
—Me gustas desde que te vi.
—¿Cómo? ¿Te conozco? —le pregunté acojonado y en un acto instintivo de salvación la empujé hacia un lado.
—¿Es que no me amas, Gabriel?
—Pues no creo… Yo qué sé… No me atrevo a decir nada: seguro que tendría terribles consecuencias y de problemas voy sobrado… —«La muy perra no solo me desea, también me ama». La mujer se rio en mi cara, enseñándome sus dientes abarrotados de sarro y de sangre; hasta entonces no supe verdaderamente de quién se trataba—. ¡Maldita seas!
¿Cómo no me había dado cuenta? ¡La diablesa más cabrona de los juzgados! ¡Seré imbécil! ¡Me había engañado miserablemente! La agarré del pelo y sin piedad pegué un tirón y la lancé contra la pared; el estruendo debió de sonar en todas las salas. Sangraba y respiraba con dificultad; del golpazo se le partió en dos la falda y se le deshizo la blusa en mil pedazos. Su interior era asqueroso: parecía hecha a trozos, un cadáver recompuesto a base de pegamento. La dejé en el suelo, gimiendo y llorando.
—¡Vuelve a tu valle de lágrimas! ¡Vete al Infierno!
Y hui despavorido, pues si alguien nos descubría a buen seguro yo saldría mal parado. Salí de la sala tambaleándome y me apoyé en una puerta a recobrar el resuello. Por mis ojos se deslizaron un par de lágrimas y las sequé de un plumazo, terriblemente avergonzado, abatido y convencido de que Dios mas que poniéndome a prueba me ignoraba por completo; sollocé durante largo rato hasta que de puro agotamiento dejé de hacerlo. El alma que pensé podría ayudarme había resultado ser una diabla de mierda. «¿Y ahora qué hago? Señor, ayúdame. No puedo más». Escuché un llanto tras de mí que no era el mío por supuesto: yo hacía rato que había decidido rezar en lugar de llorar. Me di la vuelta y apoyé la oreja. Abrí sin miedo la puerta.
Allí estaba la verdadera jueza: amordazada, atada de pies y manos, despojada de su toga y con un tatuaje pintado en la frente: «Soy jueza y soy imbécil».
—¡Qué mala leche! —Me apresuré a soltarla.
—Gracias a Dios que me has escuchado. Eso significa que hoy estás de suerte, muchacho, aunque yo no tanto.
—Bueno, ¿lo de suerte no lo dirá usted por mí? —Absurdamente no pude evitar sonreír. Tan desesperado estaba que me entró una risa floja incontrolable.
La jueza, ni corta ni perezosa, me plantó un guantazo en toda la cara y no precisamente con su guante de duelo, sino con la mano abierta, de los que escuecen. Por un momento me recordó a mi abuela: ella lo hacía a menudo cuando yo volvía del colegio lleno de barro. Lo odiaba, también a ella por pegarme.
—Toma, ángel, te lo has ganado, ¡por desacato a la autoridad!
—Considero, señora jueza, que su señoría se ha excedido de largo.
Salí de allí sin saber qué hacer hasta que al doblar la esquina me encontré de frente con la Muerte. Parecía triste…
—¿Qué haces aquí? —le pregunté asustado.
—Vengo