Un ángel y un nazi. Elena Sicre

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Название Un ángel y un nazi
Автор произведения Elena Sicre
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417845834



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asustados, salieron a buscarnos.

      —Vamos —nos avisó Rafael apareciendo repentinamente ante nosotros—. ¡Le habéis cabreado, pero bien!

      —¿A quién si puede saberse? —pregunté yo incauto.

      —A Lucifer —contestaron los tres ángeles que lo acompañaban a la vez—. Está muy cerca y por supuesto os habrá escuchado desde sus dependencias. ¡Parecéis imbéciles! ¡Escondeos! El Hijo de la Mañana es duro de pelar.

      —Pero ¿dónde? —preguntamos los dos horrorizados, mirando alrededor con ojos nerviosos, buscando como conejos una madriguera.

      Nadie contestó: cerraron de un portazo la Guardería y nos dejaron atrás: a Bene despavorido y a mí estático como si estuviera congelado.

      IX

      El viento arreció trayendo hojas secas de todos los puntos de la Tierra. Pero ¿cómo era posible? Nubes negras cubrían la estancia y apagaban el eterno mediodía de esta parte del Otro Lado. A ras de suelo, una extraña sombra aún más oscura que la oscuridad se deslizó hasta nosotros. No tenía forma, sino que se trataba de un ánima color negro. Nos rodeó y atravesó el patio, dejando en el ambiente un olor fétido y penetrante, como el dulzor de la Muerte. De pronto, el cielo se abrió de nuevo y la sombra se elevó mágicamente sin dejar rastro. Bene y yo nos miramos acojonados, resoplando. En el suelo descubrimos una carta abandonada entre las hojas, escrita a mano por alguien en letras encendidas y rojas. Bene la cogió para soltarla inmediatamente.

      —¡Mierda, está aún caliente! ¡Como si las cartas pudiesen tener fiebre! —comentó estúpidamente.

      —¡No la abras, puede tratarse de una trampa! —grité yo, pero no me hizo caso.

      —¡Qué raro! Pone mi nombre, pero ni remite ni membrete. —La rasgó enseguida, palideciendo a medida que leía.

      —¡Por Dios! ¿Qué dice?

      —«Con todos mis respetos, no lo entiendo. Benedetto, tras ser el publicitario más importante de todos los tiempos, haber obtenido los premios nacionales e internacionales más meritorios; tras treinta años de exitosa carrera sin precedentes, llegas directamente al Otro Mundo y lo dejas todo para seguir a este idiota de Gabriel. No te quedes con los perdedores, con los ángeles que no tuvieron la valentía de atreverse a ser perfectos, con aquellos que obedecen a Dios el Inmisericorde. Da media vuelta y ven conmigo: abandona el absurdo y cruza al lugar donde reside el verdadero poder de las almas. Que nadie te engañe; te conozco: eres cautivador y penetrante. Estamos hechos el uno para el otro: quien te haya pedido el arrepentimiento es que no te conoce como yo. Los genios no piden perdón, a las almas excelsas se las reverencia. Verte así, a punto de ser despojado de tu orgullo, resulta humillante. Te espero en la frontera de las dependencias del Infierno. No está lejos, a un parpadeo de donde ahora te encuentras. Atraviesa en una barca el río de la Muerte y pregunta por mí. Ahora tengo que irme, me requieren constantemente. Ataviaré tu corazón desnudo con las mejores alas de las que dispongo. Abandona esa mochila repleta de reproches y sígueme. No lo pienses y cierra los ojos: con tan solo desearlo será suficiente». —Entonces, Bene los cerró.

      —¡Noooo! ¡Si lo haces no volverás a abrirlos!

      Los arcángeles juraron no olvidar jamás mi perniciosa actuación y me enviaron de vuelta al Otro Mundo escoltado por dos subalternos. Mi llegada fue apoteósica: nada más aterrizar, los escoltas me abandonaron, como se hace a veces con los sueños más amados; solo, tirado en la sala de espera de los juzgados. Colgaron de mis alas un cartel con el número cien.

      —¿Qué significa esta chorrada? —pregunté.

      —Es tu turno. Aún quedan por juzgar noventa y nueve almas delante de ti, es decir, si todo va bien y no hay contratiempos inesperados, podrían juzgarte en un par de años.

      —¿Qué? ¿Un par de años?

      —No, tranquilo —dijo al fin el más jovencillo—. Por ser vos quien sois, tendréis una vista rápida. Ahora os dejamos, tenemos aún mucho trabajo por hacer. ¡Adiós! —Emprendieron vuelo rumbo al Cielo.

      —¡Suerte, Gabriel! —me deseó uno de ellos desde lo alto soltando una risotada maliciosa—. ¡Si continúas así, no conseguirás un ascenso jamás!

      —¡Eso crees tú, desgraciado! —respondí—. Pronto conseguiré veros las caras en la antesala del Altísimo y entonces seré yo el que os humille. ¡No dudéis que ascenderé a ángel de la guarda y después a arcángel!

      —Pase —me invitó una voz dulce—. La sala número nueve, por favor.

      Tanta amabilidad me dejó por un momento fuera de juego. Me acerqué a la sala con un miedo atroz. ¿Alguien amable en los juzgados? ¿Desde cuándo? Eso sí que era nuevo para mí. Abrí la puerta con cuidado: al fondo, una mujer rubia de ojos color acero me solicitó cordialmente que tomase asiento.

      —Y bien, aquí veo que usted ha permitido que don Benedetto Cruz desapareciera. Un espectro de unos sesenta y cinco años, vagando por las dependencias del Infierno.

      —Sí, pero…

      —¡No hay peros que valgan! Ruego que se limite a responder sí o no.

      —Pues sí, así es.

      —El arcángel Rafael alega que posiblemente prefirió al Diablo antes que a usted. Curioso, ¿no es cierto? —Hizo una pausa—. También veo que en vida cometía adulterio constantemente…

      —Mujer tenía que ser la maldita juez —mascullé entre dientes.

      —¿Decía usted algo, Gabriel?

      —No, eso no es cierto, se lo aseguro. ¡Si no tenía tiempo más que para trabajar!

      —Entonces, dígame —preguntó tranquilamente—, ¿no atacó a una prostituta en Madrid y cumplió por ello tres años de cárcel?

      —¡En realidad no fui yo! ¿A qué viene eso ahora? ¡Ya pagué en vida suficiente, señora jueza celestial! —exclamé horrorizado—. ¡Déjeme en paz! ¡Maldita sea!

      —¡Desacato! ¡Llévenselo a los calabozos!

      Dos maromos descomunales agarraron mi espíritu y me introdujeron en un ataúd de madera cerrado a cal y canto.

      —¡De aquí no escapa ni un alma! ¡Estás más encerrado que Aladino en su lámpara! ¡Frota, frota, pedazo de idiota! —Rieron mientras me dejaban allí dentro.

      Nada más morir no tuve que sentir el espanto de estar encerrado en una caja: mi espíritu había volado mucho antes. Pero ¡qué distintas y terroríficas podían resultar las cosas en el Más Allá! «¡Hay que joderse, con lo claustrofóbico que soy! ¡A Dios gracias no podré vomitar ni sentir calor o marearme y quererme morir! ¡Si ya estoy muerto! ¡Ja! —pensé, estúpido de mí—. Si no fuese así, estaría derritiéndome por el calor, como en un aparcamiento de Sevilla centro en agosto». Froté el ataúd por si los maromos me habían dado una pista de cómo salir de allí; pero nada: siendo un espectro era imposible escapar. Tan solo un demonio sería capaz de devolverme a mi cuerpo y eso ahora casi prefería que no sucediera. Pedí socorro una y mil veces con palabras ahogadas; el resto de las almas no me oían y, aunque lo hubieran hecho, tampoco les habría importado una mierda. Solo cabía esperar un milagro.

      No recuerdo francamente los días que sucedieron, pero no olvidaré cuando por fin acudieron para llevarme a declarar por segunda vez. Se oyó un golpe seco y una voz:

      —¡Afuera! ¡La jueza te espera! —«¿Es que estos maromos solo saben hablar en pareado? Mira que son raros»—. ¿Qué? ¿Más tranquilo?

      —Sí —contesté secamente.

      Escuché la sentencia de pie, con el alma angustiada y deseando salir del tribunal con mi pena a cuestas, fuera la que fuera; impaciente